Ir al contenido
_
_
_
_
trono de juegos
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Simón y Silvia: una muerte en directo jaleada por la audiencia del ‘stream’

Una de las mayores tragedias que oculta internet es la de los creadores de contenido que se autodestruyen delante de la cámara

Imagen de una 'streamer'.
Jorge Morla

La noche del sábado un hombre lanzó una impresora por la ventana de su casa, luego bajó en calzoncillos a la calle y se puso a gritar imitando a un bebé, mascullando que necesitaba una madre. Detrás de esa imagen hay una historia que, aunque se aleje del contenido cultural del que suele hablar esta columna, explica uno de los peligros digitales a los que menos atención se le pone. Merece la pena detenerse en ello.

Simón Pérez (el de la impresora) y Silvia Charro se hicieron famosos a finales de 2017, en un desafortunado vídeo publicado por Periodista Digital. Eran asesores financieros y el estado en que hicieron ese vídeo dio la vuelta al mundo. Hablaban de hipotecas e inversiones y, por coherente que fuera su discurso, sus modales efusivos, su mirada desencajada y sus pintas evocaban otra cosa: afters, colocones, yuppies tardíos. En fin, nada que no confesaran ellos más tarde: estaban enganchados y el hecho de que, tras convertirse en fenómeno, quedaran señalados y perdieran su trabajo, no ayudó a su situación personal. Lo viral a veces es una suerte, pero en la mayoría de casos (en el suyo también) acarrea un estigma fatal.

La película Rastro oculto, de 2008 y protagonizada por Diane Lane, trata de un asesino que tortura a sus víctimas delante de una webcam de suerte que, cuantas más visitas reciba la página que transmite su ritual, más rápido se desangrará la víctima. La película era tan mediocre como filme como acertada como predicción, pues la destrucción morbosa de seres humanos delante de una cámara se ha convertido en el pan nuestro de cada día. Silvia y, sobre todo, Simón, son los últimos en caer en este circo romano digital que amenaza con acabar con ellos. Durante estos años han ido haciendo lo que han podido: entrevistas en que narraban sus traumas, intentos de remontada con negocios que parecían mejor de lo que acaban siendo, el faro de la sobriedad, que parece enderezar su vida hasta que llega la nueva recaída… en fin, lo que hace, como buenamente puede, cualquiera con un enganche. Tirar hacia adelante. Pero desde hace unos meses, Simón se ha convertido en un peón a las órdenes de sus seguidores digitales, que le pagan a través de su stream a cambio de realizar acciones degradantes. Cuando los fenómenos son paulatinos, hay un punto en que la broma se convierte en tragedia. En su caso, ese punto se sobrepasó hace mucho.

En riguroso directo y a cambio de dinero Simón fuma sustancias a petición del oyente, consume bebidas energéticas ininterrumpidamente, se rapa el pelo al gusto del consumidor, grita lo que le ordenen, adopta poses degradantes, insulta, sale a la calle disfrazado de lo que le pidan, vuelve a fumar, vuelve a las bebidas energéticas, bebe a lametones de un cuenco como un perro, pasa por el ineludible peaje de afeitarse las cejas, no duerme, fuma de nuevo, apuesta mucho (porque fomentar su ludopatía es una de las cosas favoritas de sus mecenas), de nuevo fuma, de nuevo bebe, de nuevo se ata a un directo infernal que no es exagerado pensar que se lo va a llevar por delante dentro de no mucho. Las genuinas habilidades de comunicador y de showman que Simón posee le dan a todo un punto lúdico que contribuye a quitar importancia a lo que está pasando y a hacerlo, paradójicamente, mucho más peligroso, porque mucha gente no termina de tomarlo en serio.

Otros sí lo toman en serio. Otros sí son conscientes de lo que está pasando, y esos representan lo peor de la sociedad digital: aquellos que, pantalla mediante, convierten la tragedia en meme; aquellos que, con la distancia que da la red, se escudan en lo pequeño de sus acciones individuales para no ver el problema final que desencadenan sus actos.

Simón y Silvia no son, ni mucho menos, los únicos casos similares. En internet hay, por ejemplo, toda una temática (muk-bang) de gente que come hasta reventar, y algunos (quizá el caso más famoso es el de Nikocado Avocado) han estado al borde de la muerte por ello. Otro ejemplo reciente es el de Joshua Block, un neoyorkino autista, alcohólico y solo que ha comenzado una espiral que no tiene visos de poder acabar bien. Todos ellos, claro, jaleados por cientos o miles de seguidores anónimos que pagan para hacer la gracia. Esta glorificación de la autodestrucción y el deterioro personal parece un chiste, pero no lo es. Es distópico, sí, pero es real, y tendremos que ver hasta qué punto ejemplifica los desórdenes internos que esta sociedad digital va larvando en cada uno de nosotros. “Ver un asesinato por televisión puede ayudarnos a descargar los propios sentimientos de odio” dejó dicho Hitchcock, que también dio una vez la clave de su éxito: “Dales placer, el mismo que consiguen cuando despiertan de una pesadilla”. Esperemos que estos casos despierten pronto de la pesadilla. Si no, no queda mucho para que tengamos que lamentar que los streamers como Simón han cerrado su directo, pero de forma definitiva.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

¿Tienes una suscripción de empresa? Accede aquí para contratar más cuentas.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Sobre la firma

Jorge Morla
Redactor de EL PAÍS que desde 2014 ha pasado por Babelia, Cultura o Internacional. Es experto en cultura digital y divulgador en radios, charlas y exposiciones. Licenciado en Periodismo por la Complutense y Máster de EL PAÍS. En 2023 publica ‘El siglo de los videojuegos’, y en 2024 recibe el premio Conetic por su labor como divulgador tecnológico.
Rellena tu nombre y apellido para comentarcompletar datos

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_