Democracia e inteligencia artificial: más preguntas que respuestas
Hoy la arquitectura democrática está limitada a su vertiente electoral, mientras que la relación convencional entre el ciudadano y los actores políticos está canalizada por la tecnología.

Al comparar el período que va de finales de los años ochenta del siglo pasado con la discusión actual sobre el estado de la democracia, surge una aparente contradicción que puede plantearse en los siguientes términos: en general, los indicadores sociales, políticos y económicos del mundo son mejores ahora que medio siglo atrás, pero a la vez han aumentado el desencanto, la polarización y la autocracia, lo que ha debilitado la confianza en la democracia, las instituciones y la política.
Ambos extremos son evidentes, pero no explican del todo las disfunciones en el orden político. Por tanto, es necesario tejer más fino para entender el nervio de esta paradoja, la cual incluye entre sus componentes —aún por descifrar también— la revolución tecnológica y la influencia de la inteligencia artificial (IA) sobre el ejercicio democrático.
Dada la relativa novedad del tema y la insuficiente evidencia empírica sólida, es apresurado extraer conclusiones definitivas. Sin embargo, el deterioro democrático no debe ser reducido, de manera mecánica, a algunos aspectos canónicos (la desigualdad o la distribución de los ingresos) que sin duda tienen un peso específico, pues la información disponible aconseja rastrear otras hipótesis.
Partamos de que, técnicamente, y según Bill Gates, “el término inteligencia artificial se refiere a un modelo creado para resolver un problema específico o proveer un servicio en particular”, pero la literatura académica no ha decodificado con precisión cómo sucede ese proceso en terrenos tan complejos como la política, la ciudadanía o la toma de decisiones. Es probable, de acuerdo con Henry Kissinger, que “estemos entrando en un nuevo periodo de la conciencia humana que aún no comprendemos del todo. Con la inteligencia artificial, lo sorprendente es que se llega a una conclusión que es correcta. Pero no sabes por qué. Dado que los procesos de IA son tan rápidos y satisfactorios, existe cierta preocupación por si los humanos perderán la capacidad de pensar, conceptualizar y reflexionar”.
Bajo esa perspectiva, la relación entre la IA y la democracia puede explorarse a partir de una aproximación relacionada con los factores educativos, psicológicos y sociológicos que ilustran cómo, en varios países, las transformaciones en el entorno —revolución digital, urbanización, demografía— y los avances democráticos han modificado también la cultura cívica.
Hoy la gente se preocupa más por sus problemas y ansiedades personales cotidianas que por los “grandes temas” (como la democracia), y esto se refleja de muchas maneras. Por ejemplo, una porción considerable de la sociedad se muestra escéptica frente a los partidos, las ideologías y las prácticas tradicionales de hacer política. Además, las personas, sobre todo en los últimos tiempos, están irritadas por la corrupción de las élites y aparece una franja antisistema que no encuentra un alojamiento político en ningún lado.
A muchos ciudadanos de diversos países iberoamericanos y de Europa Central la memoria histórica les dice ya muy poco o piensan que por las vías acostumbradas no hay —o no se ve— un horizonte de futuro ni un proyecto de país que dote de propósito al sentimiento colectivo, entre otras razones porque este fue reemplazado por una clara fragmentación social y política, y una desintermediación fomentada por la explosión de la tecnología. Junto con ello, las imperfecciones en la pedagogía democrática han pintado un lienzo de malestar, confusión y hartazgo, especialmente entre las generaciones jóvenes, para las que la política o el voto tienen poca o nula importancia. Es decir, su mapa mental va por otro lado: expectativas insatisfechas, individualismo, nihilismo, soledad y, como bien dice el jurista e investigador chileno Carlos Peña, una anomia por virtud de la cual los referentes que ordenan, u ordenaban, el caos de la vida cotidiana se han roto o están diluidos. Ello conduce a patrones inéditos de conducta colectiva, a la emergencia de nuevas formas de mediación y a un reacomodo de las prioridades de las personas.
Por tanto, si los regímenes democráticos han sido por definición sistemas cuyo pegamento era más o menos previsible (reglas, voto o participación), ahora la incertidumbre frente al desconcierto lleva a las personas a crear mecanismos de autodefensa, a conducirse más como individuos que como sujetos sociales, a situarse en los márgenes del sistema o de plano fuera de ellos, y a preferir la indiferencia más que la acción colectiva. Esto explica la aparición de dilemas más sofisticados.
Por un lado, subyacen fenómenos peligrosos porque la decepción incentiva demandas sociales más difíciles y alienta respuestas políticas populistas y una disolución institucional que contribuye a agravar el abuso de poder o revertir progresos alcanzados. Y por el otro, dilemas inéditos que exhiben nuevas formas de interacción y participación ciudadana; una vida pública con crecientes grados de “ruptura” en las correas de transmisión habituales, donde ni las instituciones ni los partidos importan, y una comunicación más horizontal y directa que prefigura modalidades de expresión desconocidas, entre ellas la “democracia digital” y una especie de “algocracia”, es decir, una democracia mediada por algoritmos, datos e IA.
Como hay categorías analíticas y motivaciones distintas que coexisten en la sociedad y una interacción a través de las redes y la IA, entonces la gente modela y manifiesta sus opiniones todos los días, en tiempo real, sobre cualquier tema. Y ejerce, con ello, una variante alternativa de elección que puede ser ciertamente irracional, de manera que cuando vaya a las urnas (si es que va) no hará sino reafirmar un estado de ánimo o un prejuicio que ni los datos duros ni la evidencia empírica lograrán cambiar. Lógicamente, este sesgo hace casi imposible una conversación pública civilizada, informada o sensata. Dicho de otra forma, con suerte subsiste una arquitectura democrática limitada a su vertiente electoral, pero la relación convencional entre el ciudadano y los actores políticos está ahora canalizada por la tecnología. Y, eventualmente, carecerá de la densidad fundada en ese proceso de “pensar, conceptualizar y reflexionar” antes mencionado.
Desde cierto punto de vista, este hecho parece socavar la democracia, y son válidas las advertencias al respecto. Pero también la IA puede fomentar que se escuche más y mejor la voz de los ciudadanos y se tomen mejores decisiones públicas. De hecho, esto ya está sucediendo. Tras el Movimiento Girasol de 2014 en Taiwán, un país líder en competencias tecnológicas y con una alta calificación democrática, se creó una plataforma de código abierto en línea que permite a los ciudadanos expresar opiniones sobre cualquier tema, así como votar e interactuar con las opiniones de otros. Con esto se configura un mapa que ayuda a los participantes a entender qué propuestas obtendrían el consenso, identificar las opiniones minoritarias y disidentes, influir sobre los programas partidistas y reducir la polarización.
Entonces, ¿dónde está el equilibrio entre desarrollo tecnológico, IA y democracia? ¿Cómo aprovechar la IA para recuperar la confianza pública? Por ahora no hay respuestas absolutas, pero esta discusión llegó para quedarse y cambiará las prácticas políticas y democráticas. De eso sí podemos estar seguros.
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