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Crimen organizado
Columna
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Estado y delincuencias. ¿Cuarta etapa?

Un número creciente de funcionarios públicos son empleados de las organizaciones criminales por acomodo, lealtad, origen, agradecimiento o temor

José Ramón Cossío Díaz

Si consideramos la relación entre el Estado y las organizaciones criminales en el México contemporáneo, me parece posible identificar tres etapas. La primera se caracterizó por la sujeción de estos grupos a las autoridades. Fue una época que coincidió en mucho con los años del priismo clásico y sus consabidos periodos de crecimiento económico, transformación demográfica, restricción de las libertades y control democrático. En aquellos años, las diversas y fragmentadas organizaciones ilícitas trabajaban para o con la autorización de distintos cuerpos federales y locales de seguridad. Las policías judiciales, la Dirección Federal de Seguridad, las corporaciones municipales y estatales o las Defensas Rurales, mantenían bajo su control y vigilancia a los delincuentes, les asignaban zonas de actuación y les imponían cuotas por la actividad desempeñada o porcentajes sobre el monto de lo obtenido.

La segunda etapa se inició con la irrupción de los carteles de la droga a finales de la década de los setenta y comienzos de los ochenta. Fue el tiempo en que ciudades como Guadalajara, Sinaloa, Tijuana o Ciudad Juárez fueron identificadas por los grupos delictivos que adquirieron relevancia por la magnitud y extensión de sus operaciones. Del modelo de sometimiento de las delincuencias se pasó al de las asociaciones. Solo así es explicable el tamaño y complejidad del entramado necesario para crear y mantener las operaciones con organizaciones latinoamericanas, en el territorio nacional y con destino hacia los Estados Unidos. El tráfico de sustancias, armas, municiones, personas y dinero; la compra de protección de militares, policías, ministerios públicos, juzgadores, así como funcionarios migratorios y aduanales, o el lavado de activos e inversión de recursos en instituciones financieras e inmobiliarias, no podría lograrse mediante el anterior esquema de subordinación. Es imposible asumir que todos los involucrados —delincuentes, funcionarios y particulares— actuaban mediante el mero sometimiento a las autorizaciones gubernamentales. En realidad, se constituyó una asociación entre organizaciones criminales y autoridades para posibilitar el tráfico de drogas, con independencia del mantenimiento del antiguo sistema de sujeción en otras actividades ilegales.

La tercera etapa —en la que nos encontramos— comenzó en los años de la transición y se consolidó en el sexenio de López Obrador. En comparación con los anteriores, las organizaciones criminales no actúan ya como socias, sino como jefes de las autoridades. En distintos territorios, corporaciones y actividades, estos grupos han logrado dominar a funcionarios federales y locales en los ámbitos militar, de seguridad pública, migratorio, aduanal y fiscal, entre muchos otros. Lo novedoso de esta etapa es la ampliación de los cargos involucrados en la subordinación. A diferencia de otros momentos, funcionarios partidistas, diputados, senadores, gobernadores y presidentes municipales, quedaron sometidos por las delincuencias. Más allá de lo ostentoso de sus cargos, un número creciente de ellos son empleados de las organizaciones criminales por acomodo, lealtad, origen, agradecimiento o temor.

La cuestión que aquí importa dejar planteada es si el actual periodo puede derivar hacia uno distinto, caracterizado no ya por la dominación ejercida sobre los funcionarios y sus funciones, sino por el apoderamiento del Gobierno mismo. Para darme a entender, parto del hecho de que una cosa es que se ejerza dominación sobre un conjunto de servidores públicos y sus funciones y otra distinta es que se tenga el control del Gobierno mismo por quienes, hasta hoy, todavía tienen el carácter de delincuentes.

Desde hace tiempo y con razón, la preocupación sobre el futuro de la vida política nacional ha descansado en el aprovechamiento de quienes, no siendo demócratas, han instrumentalizado sus instituciones para obtener y mantenerse en el poder. Me parece que a esta real inquietud debemos agregar una más, sea porque es distinta o porque se trata de la misma cosa. Me refiero al hecho de que es posible que las estructuras delictivas no estén luchando solamente por obtener control político y ganancias frente al Estado o frente a las organizaciones rivales, sino para hacerse del mando estatal que les permita ejercer su hegemonía desde y mediante el dominio público democráticamente legitimado.

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