Ni desafección política, ni desencanto: sencillamente, desconexión
Si la política era la gran baza de la izquierda para intentar cambiar el orden del mundo, la desconexión con esta por parte de la ciudadanía significa su derrota y el final de la ilusión


Hace algunos años estuvieron muy presentes en el debate público, si bien en diferentes momentos, dos categorías: desafección y desencanto. Las dos parecían presuponer la quiebra de algún tipo de profunda implicación personal por parte de quienes experimentaban tales registros. Era la implicación de quienes se habían sentido concernidos por la actividad política en alguna dimensión esencial de sí mismos, de tal manera que la crisis de dicho vínculo con lo público había dado lugar a una íntima reacción atravesada de tristeza.
Las sucesivas decepciones que hemos ido viviendo a lo largo del casi medio siglo de democracia en nuestro país fueron debilitando, de manera tan gradual como implacable, la relación que mantenían los ciudadanos con la cosa pública. O, si se prefiere, le fueron privando de toda la carne hasta dejar dicha relación reducida al puro hueso del interés. De tal manera que, abandonadas cualesquiera otras formas de identificación entre representantes y representados —por ejemplo, por compartir los mismos ideales políticos o un mismo modelo de sociedad—, toda la conexión entre ambos parecía haber quedado reducida a la defensa de las concretas reivindicaciones de determinados sectores o grupos. Es esta última una actividad perfectamente legítima, por descontado, pero en absoluto agota la razón de ser de los partidos y formaciones, en la medida en que implica que estos habrían abandonado la pretensión de transformación global de lo real en ningún sentido.
La propia crisis de la política que está teniendo lugar de un tiempo a esta parte parece a punto de hacer saltar incluso ese último vínculo entre la ciudadanía y sus representantes, de tal manera que a lo que vendríamos asistiendo, tras aquel ya lejano desencanto y la algo más próxima desafección, sería, lisa y llanamente, a la desconexión de la esfera pública por parte de amplios y crecientes sectores de la población.
Pero que tales sectores le puedan reprochar a sus representantes este último incumplimiento, al no defender adecuadamente sus intereses, no implica que hayan olvidado los anteriores. Más bien al contrario, es precisamente la acumulación de todos ellos lo que explica la profunda sensación de hartazgo de tantos ciudadanos hacia sus representantes, que no dejan de acreditar una notable incapacidad para hacerse cargo de la naturaleza del malestar de aquellos que les prestaron su respaldo electoral.
Así, podríamos decir que abundan los políticos (con el complemento poco menos que obligado de sus intelectuales de cabecera, aplicados a jalearlos, hagan lo que hagan y digan lo que digan) que se muestran incapaces de pararse a pensar las razones por las que algunas de sus propuestas pueden generar el rechazo, siquiera sea parcial, de sus representados. Es el caso, por ejemplo, de cuando el desacuerdo con alguna iniciativa que se reviste con los ropajes del feminismo se ve descalificado por parte de quienes la promovieron con el argumento, de trazo ciertamente grueso, de que se trata de la típica reacción de un sector de hombres que se resisten a perder sus privilegios históricos sobre las mujeres.
No tengo la menor duda de que tales hombres existen, e incluso de que no son, ni mucho menos, pocos. Pero habría que distinguir entre la demanda de igualdad de derechos y la preocupación, ciertamente atendible, de algunos y algunas ante la posibilidad de que se estuvieran tomando iniciativas políticas y legales equivocadas (o, como poco, discutibles) que dieran lugar a consecuencias tan indeseadas desde el punto de vista colectivo como dolorosas desde el individual. Un importante sector de quienes cuestionan lo segundo (determinadas iniciativas particulares) no tienen la menor reserva respecto a lo primero (la igualdad de derechos). Descalificarlos a base de atribuir su desagrado a una reacción por la pérdida de una ancestral posición dominante sería equivalente, desde el punto de vista epistemológico, a afirmar que algunas reivindicaciones feministas, de una justicia incuestionable, responden únicamente al resentimiento y al deseo de venganza. En ambos casos nos encontraríamos ante un planteamiento de corte más bien psicologista y, en consecuencia, ante algo parecido más bien a una argumentación ad hominem a escala global.
Pero este ejemplo particular no debería distraer nuestra atención. El problema que delatan actitudes como las que acabamos de señalar es más de fondo. Porque están expresando la incapacidad de ciertos sectores, especialmente de izquierda, para asumir los propios errores. Incapacidad que se manifiesta en el hecho de que, cada vez que alguien se los señala y propone regresar al momento en el que se tomó el camino equivocado para rectificar y tomar otro, tal vez más adecuado, es altamente probable que se vea (des)calificado como reaccionario, rojipardo, nostálgico, neorrancio o cualquier otro adjetivo de parecido tenor. El problema es de calado porque si, efectivamente, a esos representantes —que no en vano gustan de autocalificarse como progresistas— les cuesta una enormidad admitir algún error particular, hasta el punto de que parece repugnarles la posibilidad misma, una pregunta resulta entonces poco menos que inevitable: ¿se encuentran tales representantes en condiciones de entender tanto la derrota histórica de la izquierda como sus consecuencias?
Es en este punto en el que parecemos encontrarnos, con amplios sectores de la ciudadanía perplejos ante la deriva que ha ido siguiendo la política en los últimos tiempos. No es esta una situación ante la que quepa la indiferencia. Porque si la política era la gran baza de la izquierda para intentar cambiar el orden del mundo, su desconexión por parte de los ciudadanos significa la derrota de aquella y el final de toda ilusión. Es cierto que ha habido quienes creían poder reconectar a la ciudadanía con la política en sentido amplio vía guerras culturales, pero, se me disculpará la rotundidad, la victoria de Trump y la creciente hegemonía de los sectores más de derechas en el espacio público certifica que semejante pretensión se ha saldado con un fracaso. Nada tiene de extraño que, a la vista de ello, los individuos se replieguen sobre sí mismos y apenas atinen a otra cosa que a buscar la manera de que el mundo los dañe lo menos posible, una vez comprobado que los políticos no les han acercado en modo alguno a la felicidad, a la que creen tener derecho.
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