¿Qué hace la izquierda ante la corrupción?
Se dice que la malversación de fondos públicos es algo inevitable, que es una manifestación de la condición humana. Pero no es cierto, sostiene la filósofa Victoria Camps. Se puede prevenir. Y la inoperancia de los gobiernos progresistas para hacer reformas eficaces en este campo ha sido notable

Tiene razón la diputada del PP, Cuca Gamarra, cuando dice que la corrupción que está afectando al PSOE no es la labor de “tres lobos solitarios” ni de “tres manzanas podridas”, pero se equivoca cuando añade que de lo que se trata es de “la corrupción sistémica del sanchismo”. Pues, efectivamente, estamos ante una corrupción sistémica, endémica, no sólo personal, pero no del sanchismo, sino de los dos grandes partidos que se han ido alternando en el Gobierno de España desde la Transición. Desde Filesa hasta Gürtel, los casos de corrupción más sonados han tenido como causa irregularidades en la adjudicación de contratos públicos con el objetivo de sanear la financiación de los partidos y, de paso, si no en todos los casos, en muchos de ellos, de engordar el patrimonio de quienes movían los hilos de las contrataciones. Que en este último episodio, la trama no llegue a salpicar al PSOE no es óbice para constatar una tendencia en la contratación de obra pública que está pidiendo a gritos una revisión profunda. Una revisión que ni el PSOE ni el PP han tenido la valentía de abordar en ninguno de sus mandatos.
Es cierto que la reacción de la derecha y la de la izquierda diverge en algo importante cuando la malversación se hace evidente. La derecha niega los hechos; la izquierda, en tiempos también los negaba, pero ahora se avergüenza de lo ocurrido entre los suyos, lo confiesa y pide perdón. No es una diferencia despreciable, se agradece el pronto reconocimiento, pero esa buena disposición por sí sola no incluye un propósito creíble con vistas a un futuro con más garantías de limpieza. Los casos de corrupción se han venido sucediendo sin que ningún Gobierno se haya propuesto en serio erradicar la lacra. Ha habido cambios legislativos dirigidos sobre todo a castigar y, menos, a prevenir la corrupción, pero siempre insuficientes, lo cual quizá signifique que no es la legislación lo que flaquea, sino la voluntad de tenerla en cuenta y aplicarla como se debe o de atacar de verdad y por medios más eficaces costumbres corruptas. Parece indiscutible que los controles fallan, pese a la complejidad de los procedimientos de contratación y a las muchas manos que intervienen en el mismo con el objetivo de asegurar la imparcialidad. Este mismo periódico se preguntaba hace unos días “cómo es posible que se repliquen en lugares tan obvios comportamientos delictivos identificados hace décadas; cómo es posible que no haya mecanismos de prevención que detecten las señales desde el minuto uno y den la alarma”. Ante ese escándalo tan familiar, ¿quién va a creer que una auditoría más —la propuesta de Sánchez— será suficiente para darle la vuelta a un sistema de contratación que se desvía por naturaleza?
Como votante socialista de toda la vida me entristece profundamente constatar un ejemplo más de la inoperancia o incapacidad de los gobiernos de izquierda para llevar a cabo reformas que no sean puro maquillaje. La corrupción es un lastre de las democracias en muchos países, y España no se encuentra en el mejor lugar. Transparencia Internacional lleva tiempo advirtiendo que la contratación pública en España es especialmente vulnerable a la corrupción y ha indicado las razones de que así sea. Lo ha hecho también el Tribunal de Cuentas insistiendo en la necesidad de reducir los gastos de los partidos políticos y controlar las donaciones privadas. Por su parte, la Comisión Europea ha observado riesgos tanto en la legislación contractual como en los controles y en la financiación de los partidos políticos. Un solo dato, aportado por Eldiario.es, lo dice todo: en términos absolutos, los contratos a grandes empresas sumaban en 2024 un 75,94% frente a los contratos a pequeñas y medianas empresas que sumaban un 24,06%. ¿Igualdad de oportunidades? ¿Imparcialidad en la adjudicación? ¿Interés general? ¿Quién acaba beneficiándose del gasto público? Hace algo más de 10 años, se aprobó la ley de transparencia, un paso importante en la garantía del derecho de acceso a la información pública sobre las actividades de los altos cargos. De nada ha servido para que pudiéramos ver indicios, a través de los flamantes portales de Transparencia, de los trapicheos de Santos Cerdán y sus secuaces mientras han ostentado sendos cargos públicos.
Damos por hecho que la ciudadanía ha dejado de confiar en la política, por causa de la corrupción, y por tantas otras causas que no hace falta mencionar. Lo lamentable no es sólo que se haya llegado al grado de hastío y desafección en que estamos, sino que se acepte como algo que no tiene solución ni conocida ni posible. La corrupción es inevitable, se dice, una manifestación de la condición humana, una muestra de la debilidad de la voluntad que ha existido siempre y es inútil combatir. Lo peor es que tal convicción se confirma en lo poco que acaba influyendo en las decisiones de los electores. Aquí y en todas partes. En Portugal, hace unos meses, el primer ministro del Gobierno, Luis Montenegro, cayó por un escándalo sobre sus negocios familiares. Convocó elecciones y ha vuelto a ser elegido con los mismos votos. Esta postura indolente no sólo carece de justificación política y ética, si se considera que el objetivo del buen gobierno es corregir y prevenir las infracciones de la ley y del buen hacer, sino que la desmienten instituciones y países que se han tomado en serio la consigna de “tolerancia cero” ante cualquier forma de corrupción. Lo afirma con rotundidad Joseph Stiglitz, en su reciente Camino de libertad (Taurus, 2025): “Es posible crear instituciones públicas con controles y equilibrios que impidan los abusos que tanto teme la derecha. Algunos países lo han conseguido. Y existe un círculo virtuoso. En los países donde han sabido crear gobiernos fiables, la confianza es mayor y la función pública atrae a mejores personas”.
Crear círculos virtuosos es una idea que desarrollan Daron Acemoglu y James Robinson en su célebre estudio Por qué fracasan las naciones. Pues es importante reformar las organizaciones, pero, al mismo tiempo, hay que influir en quienes trabajan en ellas para que los principios con los que comulgan se traduzcan en comportamientos coherentes con sus creencias. De la misma manera que los círculos viciosos emponzoñan las organizaciones y crean un ambiente malsano que lo estropea todo, los círculos virtuosos contagian las buenas prácticas a quienes se encuentran en ellos. Hay que escuchar las palabras de Montesquieu en las Cartas persas: “El mayor daño que hace un ministro sin probidad no es servir a su príncipe y arruinar a su pueblo; es el mal ejemplo que da”.

El presidente del Gobierno resistirá probablemente este envite; sabemos que es ducho en el arte de la resiliencia. En su auxilio, no dejan de llegar malas noticias que desvían la atención mediática hacia asuntos más perentorios y que capitaliza a su favor, como el pacto para no gastar el 5% en la defensa de Occidente. Sánchez es hábil, pero la habilidad de un político no es suficiente para recuperar la confianza en una política de progreso que siempre es juzgada con más sospechas que la política liberal. La connivencia con las grandes corporaciones adjudicatarias de contratos públicos es una mala costumbre que no se corrige sólo con el Código Penal, que no siempre acaba castigando a los culpables y, cuando lo hace, lo hace demasiado tarde. Hacen falta medidas preventivas para atajar la enfermedad antes de que se produzca.
Hacen falta medidas preventivas que otorguen credibilidad a la democracia, no cabe duda, pero también medidas que le devuelvan la credibilidad al socialismo. Ambos objetivos tienen que ver sobre todo con la ética, con la integridad moral que consiste en evitar la doblez y los vicios que ponen en cuestión la validez de lo que uno representa. La socialdemocracia nació con el objetivo de corregir los desmanes del capitalismo con métodos democráticos. Para lo cual era preciso discrepar del principio de Mandeville según el cual es legítimo ceder al egoísmo y a los vicios privados porque incentivan la economía mientras la honradez la estanca. Puede ser cierto, pero moralmente no vale. No vale porque el fin no justifica los medios y porque la falta de honradez no puede ser un atributo de alguien que se presenta como socialista, es decir, alguien que se supone que trabaja no para ponerse al servicio de los agentes de la corrupción que suelen ser empresarios poderosos, sino para favorecer a los más débiles, para fomentar la imparcialidad y la equidad.
Con la corrupción ocurre algo similar a lo que ocurre con la prostitución. Se le da una importancia secundaria porque se parte del supuesto de que la práctica no desaparecerá por mucho que nos empeñemos en eliminarla, por la sencilla razón de que siempre ha existido. Cierto, pero ese razonamiento un tanto burdo no exime de la obligación de seguir luchando. El fuste de la humanidad es torcido, sentenció Kant, pero el filósofo no dejó de pensar en los criterios básicos de la moralidad, uno de los cuales es precisamente el de la publicidad, que dice que todo lo que se pretende mantener en secreto y se resiste a ser publicado es injusto.
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