Atrévete a dudar: una defensa de la moderación
Pensar que siempre tenemos razón o que no tenemos que cuestionar nuestras ideas es un error: somos algo más que ideología y además es muy probable que, al menos en algo, estemos equivocados


No sé en qué momento se convirtió en motivo de escarnio defender la mesura. Ignoro también por qué la palabra “moderación” empezó a oler a rendición, a claudicación o a cobardía. Sin embargo, sí podemos ubicar este fenómeno en el tiempo. Fue en torno al año 2020 cuando una parte de la derecha punk, experta en el jaleo grupal, bautizó como “moderaditos” a quienes no compraban su paquete ideológico, convirtiendo el diminutivo en un timbre condescendiente de desprecio. Los valientes, claro, eran ellos. Aunque su única audacia consistía en gritar muy fuerte dentro de sus cámaras de eco. Si para los más cafeteros de las filas conservadoras la moderación era una forma de herejía, en la orilla progresista, la disidencia o la prudencia tradicionalmente se calificó como una forma de impureza. En ambos casos, el coraje del matiz, tan oportunamente celebrado por el periodista francés Jean Birnbaum, quedó proscrito.
A pesar de estos abusos tan contemporáneos, la moderación ha reivindicado su condición de vieja virtud reconocida por los antiguos tratadistas como fundamento de los discursos éticos y políticos. En la Grecia antigua la llamaron sophrosyne; en Roma, temperantia. Y pese a todo, no es menos cierto que en la Comedia de Dante o, antes, en el Apocalipsis, se pueden leer severísimas condenas contra los templados. Como tantas veces, será cuestión de fuentes.
La moderación no es solo una apuesta por las buenas maneras ni un vestigio de formalismo arcaico. La mejor templanza surge de un ejercicio racional del escepticismo, que es un pilar imprescindible de la convivencia democrática. La filiación entre la democracia liberal, el empirismo y la inducción nunca fue casualidad. De hecho, el gusto por desafiar las propias certezas es un reflejo imprescindible para ejercer tanto la filosofía como el periodismo. En ambas disciplinas, la incertidumbre y la sospecha operan como premisas emocionales innegociables.
La duda, la cautela y la autocrítica no son concesiones que se brindan al adversario por simple cortesía o por causa de una mal entendida tolerancia. Que Locke nos perdone. Estas actitudes constituyen el núcleo de una posición vital irrenunciable cuando se ha cambiado de opinión muchas veces, que es lo que les pasa generalmente a las personas honestas. Pero para modificar nuestro punto de vista, primero hay que estar dispuesto a escuchar los argumentos contrarios con la lealtad y el arrojo de quien sabe que su parecer siempre es falible. No pocas veces es doloroso, porque con demasiada frecuencia nuestras ideas se confunden con nuestra identidad hasta rozar lo patológico.
Si cedemos a la tentación de reducirnos a nuestras ideas políticas y las convertimos en parte inherente de nuestra esencia, cualquier cuestionamiento se vivirá como una amenaza existencial. Por eso es tan terapéutico haber amado alguna vez a alguien que defiende tesis incomprensibles para nosotros. Descubrir que personas admirables sostienen valores opuestos a los propios es una lección desconcertante. Y es, una vez más, una victoria de la realidad contra nuestros prejuicios, que siempre tienden a desdibujar los matices. Nunca deberíamos olvidar que cada vez que alguien nos critica, es muy probable que, en algo —por mínimo que sea—, tenga razón.
Quizá hubo un tiempo en que la moderación resultó rentable. Es probable que por eso sus detractores todavía adviertan que quien habla con cautela pretende contentar a todos. Pero hoy, quien cuestiona los dogmas de cualquier grupo identitario corre el riesgo de ser expulsado de cualquier bando. La línea entre agradar a todos y decepcionarlos es, en verdad, muy fina. Y hay —convengámoslo— algo valioso e irremediablemente seductor en quien se atreve a romper lo que Nietzsche llamó la “moral de rebaño”. Somos animales gregarios y amamos la masa, pero eso no debería anular nuestra capacidad de desafiar al grupo por convicción o hasta por método.
En casi toda decisión colectiva, siempre hay alguien que duda o resiste mínimamente a la corriente mayoritaria. Quien frena a los suyos, quien se obsesiona más con la paja en su ojo que con la viga en el ajeno o quien se tortura buscando precisión para emitir la palabra justa que añorara Flaubert siempre será una persona valiente. Nadie podrá negar que se necesita coraje para atreverse a dudar en voz alta.
Se equivocan quienes aseguran que las nuevas generaciones ya no creen en nada. Si nuestro tiempo padece un mal transversal, es la vehemencia acrítica con la que abrazamos nuestras creencias. Lejos de no creer, a veces creemos demasiado. O con demasiada fuerza. O hasta demasiado lejos. Los viejos revolucionarios ya intuyeron que era más fácil vivir contra Dios que sin Dios, y el pensamiento belicoso se ha convertido en un signo más de la deriva identitaria. Hay quienes solo saben pensar contra algo, olvidando que esa actitud reactiva los convierte en parásitos intelectuales. El realismo nos recuerda que nada une más que un enemigo común, y el binarismo —o conmigo o contra mí— nos obliga a tomar partido en una dicotomía que empobrece la complejidad del mundo.
Hace falta mucha libertad para desafiar nuestras certezas y mucha valentía para vivir sin un paquete cerrado de convicciones. Transitar la intemperie de la incertidumbre con la independencia del huérfano, revisar con honestidad nuestras equivocaciones o aceptar que se derrumben intuiciones valiosas es un gesto casi heroico. El abrigo de la manada o las posiciones vehementes nos ofrecen, la mayoría de las veces, una bandera y refugio. Pero admitamos, al menos, que la trinchera es siempre una coartada defensiva. Quien delega en la tradición o en las ideologías cerradas el examen de cada situación practica un sedentarismo intelectual. Y quizá hasta sea legítimo, porque no siempre podemos exigirnos ser héroes.
Con todo, no es cierto que nos esperan tiempos mejores. O al menos no hay motivos para creer en ello. Quienes se escandalizan diciendo que no podemos caer más bajo subestiman la capacidad humana para socavar sus propios cimientos. No es seguro que los años por venir nos hagan más ciegos —como temía Ferlosio—, pero sí es probable que, en este gran teatro de la atención y el simulacro, los impuros, los templados y los moderados acaben estando aún más proscritos.
Martin Baron suele recordar que la polarización es un negocio, de lo cual podríamos deducir que la moderación es una forma de temeridad, una autopuesta en peligro. Los clásicos nos mintieron y haremos bien en echárselo en cara: la virtud rara vez es rentable. Pero que algo no compense no significa que no merezca la pena. Y, sobre todo —desde Horacio hasta Kant o Hannah Arendt—, nadie dijo que pensar por uno mismo no conllevara riesgos. Cada vez se hace más claro que, en tiempos de polarización, puede que no haya nada más revolucionario que confesarse moderado.
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