¿Podremos rescatar a la democracia?
El carácter impotente de la democracia liberal ante los grandes poderes nos recuerda una vieja y simple verdad: la profundidad de la democracia depende, siempre, de la fuerza y del poder que alcance el campo popular

No es necesario que seamos particularmente pesimistas para imaginar un mundo dominado por poderes autoritarios estatales y empresariales. Basta mirar el mapa político y económico global para concluir que nos dirigimos, o que ya estamos, atrapados en algo así.
Desde que Donald Trump llegó a la Casa Blanca por primera vez en 2016, intelectuales y políticos buscan respuesta al por qué la democracia liberal, que parecía campear en los años noventa tras el colapso del bloque soviético, se encuentra en serio peligro.
Numerosos ensayos se han publicado al respecto en la última década, y haciendo un barrido muy grueso y por lo mismo provisional, podemos señalar que una parte de la literatura se centra en la fenomenología de los “populismos de derecha e izquierda”, en las formas de ejercer el poder y deteriorar las instituciones. El best seller Cómo mueren las democracias de Steven Levitsky y Daniel Ziblatt es el mejor ejemplo. Sin embargo, este tipo de aproximaciones suele carecer de una lectura densa de las causas que han producido la emergencia de liderazgos autoritarios en el seno de países de larga tradición democrática.
Análisis más exigentes y acabados, que se hallan también en el circuito del ensayo político contemporáneo, apuntan casi sin excepción, desde diversas miradas y por distintos caminos, a un problema central: la incapacidad (o franca ausencia de voluntad) de las democracias liberales para imponer límites a la voracidad del capital tecnológico y financiero, incapacidad que ha deteriorado las condiciones de existencia de enormes contingentes de la humanidad al punto de convertir la palabra democracia en una cáscara vacía.
En esa línea, el politólogo Yascha Mounk en su ensayo El pueblo contra la democracia. Por qué nuestra libertad está en peligro y cómo salvarla, sostiene una tesis que vale la tomar en serio. Analizando el triunfo de Trump, pero también experiencias como el trágico destino de Syriza en Grecia en su fallido intento de desacato ante las imposiciones de austeridad del Banco Central Europeo y el Fondo Monetario Internacional, o la consolidación de Viktor Orban en Hungría, concluye que el pueblo, cuando entiende que el poder no está en sus manos, tiende a volcarse a alternativas iliberales.
Mounk señala también que en el escenario actual son dos los modelos que adoptan las democracias debilitadas: la “democracia iliberal”, en aquellos casos en que gobiernos electos van destruyendo las instituciones y violando derechos fundamentales, y el “liberalismo no democrático”, en aquellos en que las tecnocracias actúan con independencia casi absoluta de los intereses populares. Sobre este último modelo, señala lo siguiente: “Inadvertido para la mayoría de los politólogos, un tipo de liberalismo no democrático ha echado raíces en América del Norte y Europa occidental. En esa forma de gobierno, se siguen escrupulosamente los detalles procedimentales (la mayoría de las veces) y, más que menos, se respetan los derechos individuales. Pero los votantes han llegado hace tiempo a la conclusión de que su influencia sobre las decisiones y las políticas públicas es bastante escasa”. Liberalismo y democracia, concluye el autor, otrora un par estrechamente unido, comienzan a chocar entre sí.
El análisis de Mounk se entronca con el de una verdadera pléyade de intelectuales y académicos, además de activistas y militantes políticos, que ponen el acento donde duele: la democracia se descompone producto de su captura por oligarquías económicas extraestatales y de la desposesión del poder de decisión de las grandes mayorías. El problema más grande, sin embargo, es cómo hacer para convertir este saber en acción política capaz de revertir este estado de las cosas.
Desde fines de los años noventa hemos visto naufragar las alternativas posneoliberales más prometedoras, de las que América Latina fue un semillero. Vimos colapsar el socialismo del siglo XXI en Venezuela, el proyecto nacional popular argentino, el Movimiento al Socialismo de Bolivia y la Revolución Ciudadana de Ecuador. Nos estremecimos con la dignidad del pueblo griego y su referéndum anti-austeridad y sentimos indignación e impotencia cuando Alexis Tsipras claudicó en Bruselas. Esas experiencias nos han formado una conciencia de las enormes dificultades que enfrentan las fuerzas populares cuando se proponen poner límites a los poderes fácticos.
Estos y otros problemas estarán en el centro de la reflexión que tendrá lugar en Santiago de Chile en el marco de la cumbre Democracia Siempre que reunirá a los presidentes Pedro Sánchez de España, Gustavo Petro de Colombia, Luiz Inácio Lula da Silva de Brasil, Yamandú Orsi de Uruguay y Gabriel Boric, quienes determinarán las propuestas para fortalecer la democracia que en forma conjunta van a impulsar en la 80va Asamblea General de la ONU que se celebrará en septiembre. De manera paralela, fundaciones y centros de pensamiento progresistas nacionales y extranjeros desarrollarán eventos para intercambiar experiencias y dialogar con intelectuales y políticos de larga trayectoria como Joseph Stiglitz, Ha- Joon Chang, Daniel Innerarity, Susan Neiman, Pablo Stefanoni, Pablo Semán, María Olivia Mönckeberg, la ex presidenta Michelle Bachelet, la ex ministra Marcela Ríos, por nombrar solo algunos.
Es un privilegio que nuestro país sea sede de estas discusiones, pues nos coloca, en el destemplado concierto internacional, del lado de quienes están dispuestos a organizar una defensa de la democracia que no puede sino ser global. En esto, el liderazgo del presidente Gabriel Boric debe reconocerse.
Sin embargo, muchos nos hacemos una pregunta que ninguna cumbre de líderes, ni ningún intelectual por más brillante que sea puede resolver. ¿Cómo rescatar a la democracia de la captura de los grandes intereses económicos, tecnológicos y militares?, ¿cómo recuperar el poder de decisión para las grandes mayorías de trabajadoras y trabajadores?
El carácter impotente de la democracia liberal ante los grandes poderes nos recuerda una vieja y simple verdad: la profundidad de la democracia depende, siempre, de la fuerza y del poder que alcance el campo popular. Los mejores momentos del siglo XX y XXI en materia de redistribución de la riqueza y de derechos individuales y colectivos, han sido aquellos en los que los movimientos populares han logrado que sus intereses pesen en la dirección de la sociedad. Es esa fuerza la que nos permitirá pasar de los diagnósticos y las propuestas a la acción eficaz para rescatar a la democracia de la captura ejercida por las oligarquías globales. Cómo construir esa fuerza es una pregunta que las izquierdas no podemos dejar plantearnos.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
¿Tienes una suscripción de empresa? Accede aquí para contratar más cuentas.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.