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Andrés Felipe González: de pandillero a un agente de cambio en las laderas de Cali

El director de la Fundación Pan Vivo creó un oasis cultural, artístico y de autocuidado en el barrio popular Las Minas, donde cambia el destino de jóvenes que están a punto de entrar a la criminalidad

Andrés Felipe González y dos policías.

La primera vez que Andrés Felipe González (Cali, 34 años) comió pizza fue a los 10 años. Vivía en un sector de ladera del que se extraía carbón, trabajaba como reciclador de basura en el barrio Ciudad Jardín, uno de los más acomodados de su ciudad, y no pudo resistirse a la tentación de devorarse la pizza que encontró en una caneca de basura. Lo cuenta como una anécdota más, sin victimizaciones ni atisbos de heroísmo. Era, simplemente, la realidad de él y todos sus amigos de Las Minas, un territorio de la comuna 18 en el que la constante sigue siendo el hambre.

Comunicador social, esposo de la psicóloga Angella Santamaría y papá de Abraham, estudió a distancia en una universidad de Estados Unidos gracias a una beca que le otorgaron por el trabajo social que emprendió hace 15 años, cuando a su cuadra llegó el programa Cali sin Pandillas, que buscaba ofrecer herramientas de resocialización a muchachos al borde de la criminalidad.

Para entonces era un duro de la pandilla de Las Minas, una de las más temidas de ese sector y con la que se había involucrado desde los 13 años, mientras estudiaba en el colegio Juan Pablo II. En ocasiones, ocultaba en su maleta escolar el revólver que tenía como dotación para defenderse, por si lo acusaban de traspasar las fronteras invisibles que demarcaban los grupos enemigos vecinos.

González habla con el voseo característico de los de su tierra y en cada palabra brilla un entusiasmo pragmático, que cuenta cómo en su labor social tiene siempre un 50% de probabilidades de fracasar. Es el director de Pan Vivo, una fundación con sede en la antigua Escuelita de Las Minas, donde estudió su primera infancia y que fue cerrada por ser informal.

Con 30 jóvenes agrupados bajo el nombre de Prisioneros de Esperanza, atiende semanalmente a 600 niños, jóvenes y adultos mayores en prevención de violencia por medio de actividades artísticas y culturales. Desarrollan intervenciones lúdicas, estrategias contra el estrés laboral y promoción del autocuidado, que ofrecen a empresas. Con estos productos de impacto social financian lo que más pueden de sus programas. “Aunque por estar en un barrio no regularizado todo ha sido más difícil y lento, ahora tenemos el apoyo de Compromiso Valle, la iniciativa del sector privado que entiende que trabajamos en territorios donde no llega la institucionalidad”, cuenta González.

Además, crearon una biblioteca comunitaria que recibe unos 120 pequeños por semana, con acompañamiento pedagógico, atención psicosocial, arte y danza. Ofrecen actividades de bienestar físico y ocupación del tiempo libre a 60 adultos mayores: “Les ayudamos a hacer jabones artesanales, champú, manualidades y luego los vendemos. Eso nos permite generar vínculos con ellos y producirles ingresos para sus gastos básicos”.

Pero vuelve a lo más básico: “Si quieres cambiarle la vida a alguien, primero tienes que quitarle el hambre”. Ante esa problemática, crearon un comedor comunitario, que de lunes a viernes ofrece almuerzos a 60 personas, en un 40% adultos mayores. No se regalan. Comidas que en cualquier ‘corrientazo’ cuestan 15.000 pesos, se entregan a cambio de 2.500. Como algunos no tienen siquiera ese dinero la fundación busca patrocinadores para que, a través de su página de donaciones, para que apadrinen esas comidas.

González cita al estudioso brasileño Paulo Freire para decir que hay que hacer acciones humanizantes y no humanitarias: “Mientras las humanitarias buscan atender las manos necesitadas que se extienden, las humanizantes pretenden que las manos extendidas sean cada vez menos. Lo humanitario nos lleva a atender una problemática, lo humanizante nos impulsa a erradicarla”.

Viene de una familia disfuncional, en la que, pese al amor que le prodigaban, era testigo de las transformaciones que sufría su papá, un vidriero independiente, cuando consumía sustancias psicoactivas o se enlagunaba con el alcohol. Odiaba las fiestas interminables de las navidades. Su mamá trabajaba como cocinera. Casi nunca la veía, pues se iba cuando él dormía y volvía cuando ya se había acostado.

Por fortuna, en medio de las carencias, las redes de solidaridad vecinales funcionaron. A la hora del desayuno o el almuerzo trataba de ir a jugar a la casa de algún amigo, donde sabía que le iban a dar comida. “Soy un tipo con suerte”, dice para explicar cómo se convirtió en una especie de excepción a la regla que señala que, en entornos sin oportunidades, con patrones de abuso, las víctimas como él terminan volviéndose victimarios.

Cuando llegó Cali sin Pandillas a su barrio, le gustó la idea de ver cómo era eso de contar historias por medio del rap. Se fue involucrando, no sin ser amenazado y sufrir las burlas de esos compañeros que no entendían para que “joderse la vida, para qué terminar la secundaria, si ya conocía el camino fácil”; si tenía plata a disposición, armas que le proporcionaban el aparente respeto de su comunidad y mujeres para escoger. “Comencé a canalizar la violencia a través de la música. Cuando finalizó, tomamos la decisión de seguir adelante de manera independiente. Eso que fue la pandilla de Las Minas, es hoy reconocido como un colectivo de jóvenes que trabaja por la reducción de la violencia a través de las expresiones artísticas y culturales”.

Por lo vivido, sabe cómo hablarles a los muchachos. No siempre tiene éxito. La deserción es mayor entre los adolescentes, cuando las tentaciones cumplen su cometido. Es algo que relata en el libro Prisioneros de esperanza, que acaba de lanzar. En él, cuenta su historia y plantea mecanismos de interacción social como los que él hace, que permiten ganarse la confianza de quienes, como él, están a punto de pasar de las pandillas a las bandas criminales.

Entre las historias de éxito recuerda la de Rubén, con 30 años y tres hijos. Siempre armado, llegaba a las sesiones de rap recitando los versos que componía la noche anterior. Nunca firmaba la asistencia. Cuando González le preguntó por qué, confesó que no sabía leer ni escribir, que componía de memoria, con una grabadora en la que iba guardando estrofas que luego se aprendía, si funcionaban. A los tres meses, gracias a una profesora que consiguió la fundación y apoyado con la cartilla Nacho lee, Rubén dejó de ser analfabeta. González también menciona a Fabián, que pasó de ser expendedor de drogas a agente de cambio. “Hay que apostarles a sus gustos e intereses para atraerlos y potenciarlos, para que se conviertan en líderes comunitarios. Eso lo han entendido muy bien las bandas criminales, que saben cómo llenar los vacíos que hay en los jóvenes excluidos del sector educativo, rechazados por el campo laboral al no tener estudios y abandonados por sus familias, para las que se convierten en carga”.

Hace unas semanas, en Zarzal, en el norte del Valle, donde fue a presentar su libro, notó la desconfianza de su auditorio juvenil. Para convencerlos de que es posible romperle el pescuezo al destino, les dijo: “Si hoy aquí está sentado un escritor al que lo echaron de kinder e hizo tres terceros, hay esperanza”. Las carcajadas estallaron en el salón.

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