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El sabor agridulce de las fiestas decembrinas: los alimentos que marcaron a los secuestrados por las extintas FARC

El libro ‘Sancocho de mico’ analiza, desde una perspectiva antropológica, qué comieron durante sus largas estancias en la selva, que para algunos llegaron a sumar 14 años

Cocina improvisada en un campamento ilegal, en la selva colombiana.

Era diciembre, en las emisoras volvía a sonar la música navideña y decenas de colombianos seguían secuestrados en la selva. Ese tampoco había sido el año de la libertad. “Nos llevaron natilla y buñuelos y nos dolía más estar lejos de casa”, escribió el exgobernador del Meta, Alan Jara, en Más que sobrevivir al secuestro, libro en el que relata los ocho años, de 2001 a 2009, en los que permaneció en manos de la extinta guerrilla de las FARC. Era la época más sombría de ese delito. Entre 1995 y el 2004, cerca 39.000 personas fueron secuestradas en Colombia, la mayoría por esta guerrilla, de acuerdo con la Comisión de la Verdad. En medio del dolor, en Navidad y Año Nuevo las tensiones se disipaban y la austeridad daba paso a pequeños placeres, como ver el programa de televisión de fin de año de Jorge Barón, repartir una caja de galletas o tomarse un trago de aguardiente.

Años después, ya en libertad, cuando los exsecuestrados recordaban los olores y sabores de su tiempo en cautiverio, eran las preparaciones que les daban en la época decembrina, en un país con una especial predilección por la Navidad, las que más solían mencionar. Así lo estableció Felipe Castilla Corzo, gastrónomo y profesor de la Universidad de la Sabana, quien se ha dedicado a estudiar la alimentación como un fenómeno antropológico. Este año publicó la segunda edición del libro Sancocho de mico, que analiza lo que comieron los secuestrados de las FARC, a partir de libros publicados por ellos y de entrevistas a algunos de esos militares, policías y políticos que muchas veces permanecieron en jaulas y encadenados. Castilla se centró en los llamados “secuestros políticos”, los de aquellas personas que la extinta guerrilla buscaba intercambiar con el Estado por guerrilleros presos en cárceles.

En medio de la exuberancia de la selva, los secuestrados tuvieron grandes deficiencias nutricionales. En ocasiones pasaron hambre, y se vieron obligados a adaptarse a los alimentos (animales, frutas y tubérculos) que les ofrecía la naturaleza, o a la comida no perecedera que la guerrilla hacía llegar a sus campamentos a través de complejas operaciones logísticas. La alimentación del día a día era muy básica: café, arroz, plátano, en ocasiones legumbres, una sopa de pasta con sardinas, o productos derivados de la yuca —como la fariña o el tucupí—, o del maíz, como la chancarina, un polvillo típico del suroccidente colombiano hecho de maíz tostado y molido, mezclado con azúcar.

Así lo certifican testimonios como el del expolicía Jhon Frank Pinchao en su libro Mi fuga hacia la libertad: “El menú diario consistía en una sopa de pasta a la que, después de hecha, le agregaban sardinas y le derramaban un tarro de aceite -decían ellos que para que quedara potente-. El aceite flotaba sobre el plato, su sabor era desagradable, pero era lo único que había para comer”. O el del coronel William Donato, que permaneció 12 años secuestrado; “la orden venía de (Manuel) Marulanda” [o Tirofijo, cofundador y cabeza del secretariado de las FARC] quien consideraba que debían echar un tarro de aceite a las preparaciones para que ‘les diera sabor’. Así que, bajo esa orden, indiscriminadamente se ‘saborizaba’ desde una sopa de pasta hasta el chocolate del desayuno”. Los secuestrados y los guerrilleros -excepto sus comandantes- compartían esa dieta, a cargo de un “ranchero”, como llamaban a los cocineros en las FARC.

En general, la comida era grasosa, salada y ahumada, para así camuflar el sabor de los alimentos que se empezaban a deteriorar por el calor y la humedad. Las frutas eran escasas, y las verduras, excepcionales. Sin embargo, comían. La idea que subyace el libro es que la necesidad de comer para sobrevivir es aquello que nos hace más humanos. En esa circunstancia, los secuestrados rompieron tabúes y comieron desde insectos hasta pájaros cantores, pasando por reptiles y grandes culebras, como la anaconda, un animal representativo del Amazonas y al que recuerdan por su carne babosa. Pero quizá la experiencia más extrema fue el sancocho de mico, la preparación que le da título al libro. Esa sopa tan colombiana hecha de tubérculos, aliños y la carne de algún animal -por lo general res, pollo o gallina-, en cautiverio tenía como base la carne de mico, cuando uno de los mayores tabúes dentro de la cultura alimentaria de Occidente es el consumo de los “hermanos” primates. Pero no había más opciones.

El consumo de mamíferos fue lo que les causó mayor asombro. Comieron carne de tigre (que les pareció muy dura, y que les sirvieron camuflada en forma de empanada), cajuche, saíno o cerdo de monte (que les preparaban en forma de lechona), y lapa, un roedor al que Alan Jara describió como un “platillo gourmet digno de cualquier restaurante internacional“; al menos así le pareció aquella vez en que lo prepararon al horno, en forma de lechona, una elaboración en la que el animal se rellena de una mezcla de su propia carne, arroz, arvejas y especias, y se asa lentamente. El coronel Donato relata que este plato “se elaboraba en un horno de greda hecho por los guerrilleros y solo (se hacía) en ciertas ocasiones especiales (sobre todo para el aniversario de la fundación de las Farc)”.

“Aun desconociendo si era por hambre o por verdadero gusto, los secuestrados consumían dichos animales con cierto aprecio y emitían juicios sobre sus sabores y texturas como una forma de establecer su complacencia alimentaria y sentirse satisfechos con lo que comían. Igualmente, definían puentes de comparación con alimentos más comunes para ellos antes del secuestro. Así, contrastaban la babilla con la langosta, o el mico con la carne de res, lo que demuestra que, de alguna forma, les encontraban gusto a los alimentos proporcionados por sus captores”, explica Castilla en su libro.

El autor se esfuerza por no romantizar el secuestro abordar su análisis con rigor científico. “El tema de la guerra causa siempre polarización, y como académico yo dije: no quiero emitir juicios, no quiero que este libro coja una bandera que pudiera ser usada por un partido político”, asegura por videollamada. Lo plantea, más bien, como un ejercicio de memoria, para que este episodio no se repita. El libro inicia, precisamente, con un recuento del conflicto armado colombiano desde las luchas bipartidistas de los siglos XIX y XX, para que cualquier lector pueda recordar o entender cómo surgieron las guerrillas. Cuando empezó a hacer las primeras investigaciones, en 2017, había transcurrido un año desde la firma del acuerdo de paz entre las FARC y el Gobierno de Juan Manuel Santos, y gran parte de la agenda nacional giraba en torno al tema de la reconciliación. Entonces pensó: “Esta gente vivió un delito atroz, condenable, pero bien o mal sobrevivió, y quiero contar cómo fue posible”.

La Navidad y el Año Nuevo, a nivel alimenticio, era un pequeño oasis. Clara Rojas en su libro Cautiva reseña que el Día de las velitas que marcó el inicio de la temporada en 2007 cada uno recibió medio pollo asado, “lo cual en plena selva es un verdadero manjar. También prepararon natilla y masato, elaborado con panela y arroz”. Pero Castilla notó que, “a diferencia de lo pensado inicialmente, el consumo de natilla y buñuelos parecía tener efectos adversos (en relación con el ánimo) en los secuestrados. Es decir, probar estos alimentos en las fiestas decembrinas los hacía sentir nostálgicos, al tener que pasar estas fechas alejados de sus familias”.

En esa temporada también les servían un poco de licor: en una ocasión fue un vino, en otra los secuestrados sacaron una lata de cerveza que llevaban meses guardando. Otro año, un grupo de secuestrados preparó chicha con el maíz que conservaban de la mazamorra que les daban como refrigerio. “Llegó diciembre y nos llevaron una botella de vodka para compartir entre los veintiocho. La repartimos, cuidando cada mililitro. Al siguiente fin de semana nos llevaron una botella de brandy. Y así tres fines de semana más. Era como comerse un solo maní o un maíz pira y no poder ni uno más. Pero bueno, era el sabor de la Navidad”, escribió Jara en su libro.

Aunque, más que la Navidad, la guerrilla festejaba el Año Nuevo. Ese día por lo general la cena era lechona. Jara recuerda un 31 de diciembre en el que les dieron la posibilidad de quedarse despiertos hasta tarde si se quedaban oyendo radio. “Por supuesto aceptamos”, relata el político en las memorias de su secuestro. Y continúa: “Para sorpresa nuestra, nos trajeron una ollada de masato fermentado y una vela. ‘Cuando se la terminen avisan: si quieren más, les traemos otra vela y otra ollada; si no, se van a dormir’, fue la consigna que nos dieron. Con tal de no acostarnos nos tomamos tres olladas, hasta que literalmente no nos cupo más. Oímos mensajes, música, nos dimos el saludo de Año Nuevo y el consabido ¡Que este sea el año de la libertad!”.

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Sobre la firma

Emma Jaramillo Bernat
Es periodista de la edición de El PAÍS en Colombia. Ha trabajado en 'El Tiempo', como editora web, y en la Agencia Anadolu, de Turquía, como jefe de corresponsales para Latinoamérica. Graduada de Comunicación Social de la Universidad Javeriana de Bogotá y máster en Creación Literaria de la Universitat Pompeu Fabra.
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