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Las matronas del Caribe que cuidan con los sabores de la cocina tradicional

En barios populares o pequeños poblados del departamento colombiano del Atlántico, decenas de mujeres forman una red que enaltece su trabajo

Una matrona prepara un pastel de pitalero, en Pital de Megua (Atlántico), el 26 de agosto.

Iveth Herrera Miranda acomoda el retrato de su madre en una pared de la cocina antes de empezar a preparar los buñuelos de maíz que María de los Santos Miranda Casiani – ‘Manto’, como la conocían – hacía cuando ella era niña. Alista el maíz, la sal, la harina y el anís con la misma dedicación con la que ha instalado la fotografía. La mujer de la imagen parece observarla con una mirada efusiva, como cuando la tomaba de la mano para enseñarle en cada preparación. “Todo lo que sé me lo enseñó ella”, rememora la hija.

Herrera tritura el maíz en el molino que heredó de Manto. Lo hace con la fuerza que tuvo su madre para sostener a diez hijos, vendiendo comida en Barrio Abajo, Barranquilla. Allí habían llegado desde San Basilio de Palenque, un corregimiento fundado por cimarrones que huyeron de la esclavitud. En la cocina de Manto nacían expresiones del cuidado que conceden las madres, las abuelas; las mujeres, principalmente. “Son matronas porque son sabedoras. No todo el mundo cocina con esa sazón”, describe la también maestra de danzas. Con el maíz molido prepara la masa, estruja el anís para agregar el sabor y frita los buñuelos al calor del fogón con la destreza de una coreografía. Un olor provocador se esparce por la casa que compró gracias a ventas como las que emprendía la madre fallecida. “Me vi con ella cortando el queso”, susurra mientras lo sirve con los buñuelos crujientes. “Ahora cuido de un patrimonio”, añade con la misma sonrisa que luce su mamá en la fotografía.

Dos horas al sur por carretera, el sol tiñe el cielo de naranja en el puerto de Suan, un pequeño municipio que irradia la esencia del Caribe, a orillas del río Magdalena. Pobladores que viven del otro lado del lecho, en el departamento del mismo nombre, cruzan en embarcaciones de madera a visitar a familiares o a vender pescado fresco. El puerto enmarca postales de un pueblo en el que la cocina tradicional ha sido el sustento de familias enteras.

Por más de 50 años, Ana Palmera de Brochero madrugó a sazonar los alimentos que vendía en su restaurante, cerca del puerto. Viajeros, lancheros y conductores de los buses saboreaban su carne en bistec o su arroz de coco desde antes de llegar. “Empecé con mi hermana y le puse tanto empeño a la cocina que le cogí amor. Todo se lo debo a ella”, dice a sus 76 años, en la placidez de una mecedora. En sus platos no solo había deleite, sino cariño. “Ana terminó convirtiéndose en la abuela de sus comensales”, cuenta su nieta Liceth Fonseca, que representa a la tercera generación de matronas de su familia.

De niña aprendió a relajar la carne, a tajarla en finos cortes. A sus 35 años, vende chicharrones y platos típicos en su propio negocio. Su mamá, que murió, también había heredado saberes de la cocina, así como sus tíos. Uno de ellos conserva el restaurante de Ana. Otras mujeres siguieron el legado de sus madres o abuelas, que cocinaban entre el humo sofocante de la leña, y también han sacado adelante a hijos y nietos, algunas hombro a hombro con sus maridos. Con la venta de cocadas, Mary, de 77 años, apoyó al primer nieto, profesional en música. Egla, de 71 años, vende empanadas y carimañolas por 1.000 pesos (25 centavos de dólar), una cifra mínima frente a su esfuerzo: moler, amasar y fritar, día tras día. Formó a tres hijos y le satisface aportar para el transporte de sus nietos, que van a la universidad.

Todas ellas, además, sostienen el tejido comunitario. Carmen Guerrero vende pasteles a trabajadores en el puerto. “El que no puede comer en un restaurante, se acomoda con un pastelito [arroz con carne guisada, envueltos en hojas de plátano o bijao]. Me ayudan y yo los ayudo”, remarca con voz amable. Las mujeres han hecho de aquel lugar un rincón que invita al regreso. “El puerto huele a sopita, a mimo”, evoca la nieta de Ana Palmera.

A 80 kilómetros de allí, otro grupo de matronas lidera la Asociación de mujeres hacedoras de pastel de Pital de Megua, un poblado del municipio de Baranoa. En las hojas verdes del bijao sobresalen el amarillo del arroz, el naranja de la zanahoria, los varios tonos de la papa y los vegetales, el pollo y el cerdo. Lo que envuelven con pericia no es solo alimento, sino horas de trabajo. Antes han cargado el mercado, han picado las verduras y han adobado las carnes.

Su actitud alegre refleja los frutos de su consagración. Hasta hace algunos años sacaban los pasteles desde el corregimiento hasta la orilla de la carretera, donde los vendían en carpas. Ahora son propietarias de un vistoso paradero. “Soy matrona”, se lee en sus camisetas. Se turnan la atención del espacio para que todas puedan aumentar su producción. “La mayoría dependemos de los pasteles. En mi casa trabajamos mi esposo, mi nuera y mis hijos”, cuenta Eva Lazzo.

“No sentimos competencia, sino unión”, subraya Rocío Barrios, que rinde tributo a su madre con el nombre de su negocio: Niña Judy. Cada junio llega el festival del pastel y duermen pocas horas, preparando 1.000 o más por familia. Cocinan con las manos y el cuerpo entero en jornadas extenuantes. “Después de tremenda faena, nos metemos al baño, nos mojamos. Y hay estrés: que la gallina, que el adobo, que se fue la luz. Todo afecta”, reconoce Rosaura López, que padece Parkinson. Varias de ellas han sufrido problemas de salud. “Admiro mucho a estas mujeres. Son las que engrandecen el nombre de Pital de Megua”, dice el comerciante Yeimer Gómez.

Se cuidan entre ellas, alertando sobre la falta de descanso y cultivando una amistad que no concede culpas al goce. “Buscamos días diferentes, ir por un helado, comer pollo frito o tomar cocteles”, comparte Claudia Patiño, líder de la asociación. A María Urieles, la mayor, la acogieron cuando dejó de trabajar como empleada doméstica. “Llegué de capa caída. Ahora tengo las alas abiertas”, agradece.

Todas forman parte de la Red Matronxs, integrada por más de 150 cocineras tradicionales y una decena hombres en el departamento del Atlántico. Quien la ha impulsado es Jennifer Marsiglia, una psicóloga que creció en una familia de matronas y que reconectó con sus raíces cuando atendía a víctimas del conflicto armado en El Salado, en los Montes de María. Empezó organizando encuentros culinarios, directamente en las cocinas, entre mujeres y jóvenes para abrir diálogos que ayudaran a salvaguardar el patrimonio gastronómico.

Desde entonces, se ha empeñado en visibilizar el rol de las mujeres en sus familias. “Nuestras mujeres, no solo en Colombia, sino en América Latina, han vivido la invisibilización de un trabajo diario, comprometido, olvidado y poco agradecido: el de cuidar y estar frente a sus hogares. Todo el tiempo lo olvidamos, cuando nuestras mamás, abuelas, tías o madrinas, han estado cuidándonos la panza y el espíritu. La cocina ha sido un espacio desde el que las mujeres han hecho cosas muy poderosas”, defiende la fundadora de la Corporación Sabores y Saberes. En esa labor, la acompaña Reimaginemos, una iniciativa del Centro de Investigación Comunitaria Acción Pública, que advierte los desafíos sociales, culturales y económicos del cuidado no remunerado.

En la red, las matronas han encontrado oportunidades de formación e intercambio de experiencias, y han podido conocerse entre ellas, en el Atlántico y otros departamentos. Los ingredientes de Iveth, Liceth y muchas más ahora también están presentes en la cocina de María Eugenia Arrieta, una antropóloga que llegó de Venezuela junto a su esposo, con la única certeza de tener que reiniciar su vida en Colombia. Con la distancia que la separa de su familia atravesada en el pecho, rescató su identidad desde un lugar que le permite conectar el hogar de antes con el de ahora. “La cocina es parte de mí; pienso desde la cocina, creo desde la cocina, desde ahí cuido de nosotros y de los demás”, resalta.

Arrieta cubre su mesa con un mantel de cuadros que adorna con flores blancas en un apartamento del centro de Barranquilla. Sirve recetas de su país como si el alma hablara en cada una: el tequeyoyo, el corbullón de pescado, la tartaleta de maíz tierno, los esponjosos golfeados que prepara con productos locales. Los puestos de su comedor acogen nuevos afectos, como los que ha hallado con la red de matronas. “La cocina ha sido fundamental para dejar el desarraigo, para volver a ser personas que comen unidas alrededor de una mesa”, comenta. Su cocina tiene aires caribeños: “sabe a mango, a bollos, a mazorca. Sabe mucho a nostalgia, pero también a renacer”.

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