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Belleza
Columna
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La belleza de lo inútil

Corremos el riesgo de vaciar la experiencia del humano si reducimos todo a su funcionalidad

Corredor Vasari, en Florencia (Italia).

¿Qué valor tienen las cosas que no se pueden justificar? ¿Qué sentido tiene dedicar tiempo, energía o cuidado a lo que, aparentemente, no produce un beneficio? ¿Por qué nos emocionamos ante una cornisa tallada, una carta escrita a mano o una canción que no entendemos del todo? ¿Qué nos revela lo que hacemos solo por belleza, por placer o por ternura?

En un mundo que premia lo funcional, lo productivo y lo inmediato, ¿qué lugar dejamos para lo que, aparentemente, no sirve para nada, pero nos recuerda que estamos vivos?

Estas preguntas me surgieron cuando un amigo, dedicado por completo al mundo de la tecnología, me compartió una experiencia que lo conmovió profundamente durante un viaje. Me contó que, al caminar por una ciudad antigua, cuna del renacimiento, sintió una revelación silenciosa ante la belleza de lo hecho con esmero: una arquitectura cuidada hasta en los detalles más pequeños, elementos ornamentales que no tenían otra función más que embellecer, dejar una huella, ofrecer alma. Barandas, aldabas, balcones, columnas: todo parecía decir que la belleza importaba, incluso cuando no era necesaria. No había prisa ni funcionalismo. Había arte. Había sentido.

Meditemos sobre la belleza. Sobre esa forma de presencia que no se impone, pero transforma. La que nace del cuidado, de la entrega lenta, de la intención de ofrecer algo más allá de la función. La belleza inútil —esa que no se explica en indicadores ni se traduce en productividad— es una expresión profunda de lo humano.

Vivimos tiempos en los que lo útil es, con razón, altamente valorado. La capacidad de resolver, de optimizar, de hacer más con menos, es clave para afrontar muchos de los desafíos actuales. Lo útil nos organiza, nos protege, nos sostiene. Pero si todo lo reducimos a su funcionalidad, corremos el riesgo de vaciar la experiencia. Porque lo humano no se agota en la utilidad. Está también en lo gratuito, en ese detalle que nadie pidió pero alguien quiso dejar. En la canción que no resuelve nada, pero nos salva. En el balcón tallado que no mejora la estructura, pero embellece el día.

El humanista y filósofo de la literatura Nuccio Ordine, defensor incansable de lo que llamó “la utilidad de lo inútil”, nos recordaba que muchas de las cosas más esenciales para la vida —como la literatura, la filosofía, la música o el arte— suelen ser injustamente relegadas por no responder a una lógica inmediata de productividad o rentabilidad. Y, sin embargo, son precisamente estas las que nos permiten imaginar, empatizar, cuestionar y comprender. No son inútiles: son fundamentales. Lo que a menudo el mundo califica de “inútil”, solo porque no puede traducirse de inmediato en resultado o retorno tangible, es en realidad lo que da profundidad, sentido y humanidad a nuestra existencia.

Hoy la inteligencia artificial escribe discursos, resuelve problemas complejos, genera imágenes y compone canciones. Su capacidad para optimizar y multiplicar es asombrosa. Pero ese poder necesita algo más para ser verdaderamente significativo: dirección, sensibilidad, belleza. La IA puede hacer muchas cosas, pero no puede desearlas. Puede generar formas, pero no conmoverse con ellas. Puede escribir poemas, pero no llorar al leerlos.

En una reciente charla TED, Mustafa Suleyman, CEO de Microsoft AI y cofundador de DeepMind, afirmaba que la IA debe entenderse como una tecnología general, al nivel de la imprenta o la máquina de vapor, diseñada para ampliar nuestras capacidades humanas. Pero, ¿ampliarlas hacia qué? ¿Desde dónde y para qué? Esa potencia necesita algo más que datos y lógica: necesita el ancla simbólica de lo que no busca eficiencia, sino sentido. Lo útil nos construye; lo inútil nos revela.

No se trata de rehuir lo útil, sino de acompañarlo. De armonizar. De recordar que toda máquina necesita propósito, y ese propósito no vendrá de un algoritmo, sino del alma. Por eso lo útil —la potencia— necesita de lo inútil —la poesía— para no convertirse en cálculo sin corazón. Lo útil es la estructura; lo inútil, el ornamento que la vuelve habitable.

Propongo, entonces, que cultivemos ese equilibrio delicado: que celebremos la eficiencia sin renunciar a la lentitud; que pensemos con rigor, pero también con sensibilidad; que abramos espacio para lo ornamental, lo gratuito, lo único. Porque lo útil sin alma puede volverse rutina vacía, y lo inútil sin presencia puede disolverse en evasión. Pero cuando se unen lo útil y lo inútil, lo preciso y lo bello, nos devuelven una vida con sentido, una vida en la que vale la pena habitar. La vida sin el deleite de lo único es triste.

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