¿Qué entienden los jóvenes por democracia?
Educar en democracia es enseñar a cuidar lo que nos permite vivir juntos sin destruirnos. Si dejamos de aprenderla, dejamos de merecerla

¿Qué es, en realidad, la democracia? ¿Un sistema de elecciones? ¿Un conjunto de instituciones? ¿Un ideal de convivencia? ¿Un acuerdo que no siempre entendemos, pero en el que todos habitamos? Estas preguntas rondan con fuerza en estos días en los que la palabra democracia parece estar en boca de todos, pero quizás en la comprensión de pocos.
A propósito del actual contexto político nacional, la semana pasada se publicó una carta firmada por más de 60 organizaciones sociales, gremiales y académicas de Colombia. El llamado es claro: cuidar la democracia, proteger la vida, respetar las reglas de juego, honrar los contrapesos institucionales. Se trata de una invitación a defender aquello que permite que las diferencias no deriven en violencia y que el poder no se vuelva absoluto. Pero mientras esa carta circula, también se hacen evidentes las grietas: desconfianza institucional, discursos extremos, agotamiento social. Y en medio de todo, una pregunta más profunda: ¿sabemos realmente qué significa vivir en democracia?
Esta meditación la propongo, además, después de conocer un informe reciente de la Fundación Friedrich Ebert (FES), que indaga sobre las percepciones de los jóvenes en Colombia, en asuntos relacionados con la política, la participación y las instituciones, entre otros. Allí se revela una juventud políticamente activa, comprometida con causas sociales y éticas, pero a la vez desencantada del sistema representativo, de los partidos, del Congreso.
Los datos son elocuentes y también inquietantes. El 59% de los jóvenes cree que la democracia es el mejor sistema de gobierno, pero solo el 17% se declara satisfecho con su funcionamiento. El 58% piensa que votar puede transformar el país, pero apenas el 10% participó en las elecciones de Consejos de Juventud. Más del 20% estaría dispuesto a aceptar un gobierno autoritario si “resuelve los problemas”, y una porción significativa —especialmente entre hombres— cree que la democracia podría funcionar sin partidos políticos.
¿Qué nos dicen estas contradicciones? Que hay una distancia evidente entre el ideal democrático y su comprensión práctica. ¿Sabemos para qué sirven las instituciones que decimos rechazar? ¿Entendemos el papel que cumplen los partidos, las cortes, el Congreso? Parece que hemos aprendido a nombrar la democracia, pero no a habitarla.
Amartya Sen define la democracia, más allá de un conjunto de reglas para votar y elegir representantes, como un sistema que incluye la participación activa de la ciudadanía en la deliberación pública y la posibilidad real de incidir en las decisiones colectivas. Para él, la democracia se mide también por su capacidad para proteger libertades fundamentales, generar debate abierto y promover la rendición de cuentas de los gobernantes. Desde esa perspectiva, lo que está en juego no es solo la forma de gobierno, sino la calidad del vínculo que tenemos con la vida pública. Y si ese vínculo se rompe —por desconocimiento, exclusión o desencanto—, todo el andamiaje democrático pierde sentido.
Pero sería injusto pedir compromiso democrático de parte de los jóvenes, sin reconocer la realidad que viven muchos de ellos en Colombia. Siguen siendo víctimas —y en ocasiones también victimarios— de una violencia que no cesa. Las cifras de homicidios revelan que están sobrerrepresentados en ambos extremos. Además, enfrentan altas tasas de desempleo, barreras educativas y exclusión social. Más del 40% está dispuesto a emigrar si tiene la oportunidad. No porque no amen este país, sino porque sienten que no se les ha cumplido. Hablar de democracia sin hablar de oportunidades reales es caer en una abstracción peligrosa.
Tal vez lo que ocurre es que hemos promovido la democracia como ideal, pero no hemos enseñado su engranaje real: pesos y contrapesos, reglas, límites al poder, ciudadanía activa. Cuando no se comprende cómo se sostiene, surge la tentación del atajo y del líder mesiánico como figura de autoridad. Muchos jóvenes valoran más el carisma que la deliberación, más la inmediatez que las instituciones. En ese vacío, la democracia se vuelve frágil, y se abren las puertas a formas de autoritarismo disfrazado de cambio e inclusión.
Frente a esa fragilidad, la educación juega un papel irremplazable. Y la universidad, en particular, tiene la responsabilidad de formar no solo profesionales, sino ciudadanos.La democracia también se aprende —y se defiende— en la universidad. No solo en las clases, sino en la forma como debatimos, disentimos y usamos la palabra. La universidad no puede ser neutral cuando la libertad está en juego. Debe ser un espacio donde la política sea conversación viva, no ausencia de compromiso.
Este es un camino para cerrar la distancia entre los ideales democráticos y su vivencia real. Porque si hoy muchos jóvenes no confían en las instituciones, no basta con pedirles obediencia o respeto. Es necesario construir sentido. Conectar el aprendizaje con el país.
Porque sí: la democracia se defiende. Se defiende con argumentos, con participación, con estudio. Se defiende entendiendo que sin Congreso no hay representación, que sin jueces no hay equilibrio, que sin partidos no hay deliberación; reconociendo que las instituciones no son perfectas, pero son las que permiten que ningún poder sea absoluto.
La democracia no es un destino al que se llega, sino una práctica que se cultiva cada día. No se hereda: se aprende. Y se aprende caminándola —y caminándola con otros— en el aula, en la vida cotidiana, en las redes, en la escucha y el disenso.
Educar en democracia es, en el fondo, enseñar a cuidar lo que nos permite vivir juntos sin destruirnos. Porque si dejamos de aprenderla, también dejamos de merecerla.
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