Democracia de clausura
El proyecto trumpista solo puede fructificar en una sociedad cerrada, en el sentido que le daba Karl Popper, silenciando o denigrando todo espíritu crítico


En 1945, cuando Karl Popper empezó a utilizar el término de “sociedad abierta” no estaba limitándose a diferenciar las democracias de los regímenes autoritarios, vistos como “cerrados” o “tribales”. Ese era su objetivo principal, pero no el único. Su intención al referirse a la apertura presuponía también la liberación de los “poderes críticos de la persona” dentro de un marco en el que prevalecían los valores de la libertad, la tolerancia, la deliberación y la aspiración a la justicia. En cierto modo, la traslación al orden social general de lo que desde siempre se consideraron valores universitarios. Estos podrían no ser respetados ―no lo fueron hasta bien entrado el mundo moderno―, pero estuvieron informando la actividad de los centros del saber desde que la filosofía y la ciencia hicieron de la libre inquisición el objetivo central de su actividad. Toda universidad se abría al conocimiento conectando con otras en una dimensión cosmopolita que ignoraba las fronteras o el origen particular de sus miembros.
La decisión de Trump de prohibir a Harvard la admisión de estudiantes extranjeros, bloqueada ahora por una jueza, constituye, pues, algo más que una afrenta o sanción a esta institución: atenta contra su propia esencia universitaria. Alan Garber, su rector, lo dijo de forma meridiana cuando en el acto de graduación saludó a los estudiantes venidos de todo mundo, y remachó: “¡Como debe ser!”. Lo que en condiciones normales podía haber sido una ceremonia más se convirtió en un acto de reivindicación de su libertad y autonomía. Esperemos que los jueces acaben poniendo las cosas en su sitio, pero me temo que el Ejecutivo estadounidense acabará privándola de los miles de millones que obtenía de fondos federales para investigación. Y, ojo al dato, la mayoría de ellos iban dirigidos a potenciar avances en el campo de la sanidad.
Lo interesante del caso, como antes vimos en su ataque a Columbia, es que detrás de las acusaciones de “antisemitismo” ―¿cuándo le ha importado a Trump el desprecio de cualquier minoría?― se esconde su abominación de todo lo que huela a libre inquisición racional, a búsqueda de la verdad. Saber es poder, decía el viejo Francis Bacon, y eso es lo que horroriza a alguien tan plenamente consciente de que su reinado solo puede estabilizarse a través de la mentira y el engaño sistemático. Necesita imponer su propio “régimen de verdad”, por valernos ahora de una expresión de Foucault, y para conseguirlo nada mejor que buscar el desprestigio de los medios no cautivos y de aquellos espacios universitarios que encuentran su razón de ser en la libre deliberación, la integridad moral y la denuncia de toda mendacidad. El proyecto trumpista solo puede fructificar en una sociedad cerrada, en el sentido que le daba Popper, silenciando o denigrando todo espíritu crítico.
Por si fuera poco, su inefable ministro de Sanidad, Robert Kennedy Jr., ha emprendido su propia campaña en esta misma dirección. Estudia prohibir que los científicos del Gobierno publiquen en las más reputadas revistas médicas del mundo, como The Lancet o The New England Journal of Medicine, y busca crear otras bajo control de su departamento. Al parecer, ya no basta con los hechos alternativos; hay que desarrollar también una “ciencia alternativa” para satisfacer sus fantasías conspiranoicas. Dan ganas de soltar una carcajada. Pero recordemos que cuando Kellyanne Conway, la exconsejera de Trump, utilizó por primera vez aquella expresión casi nos lo tomamos a risa; ahora se han convertido ya en la forma normal de hacer política, cuando no en la visión hegemónica. Muchos seguimos confiando en la resiliencia de la democracia estadounidense, eso sí, cada vez con mayor desazón.
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