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Asamblea Constituyente
Tribuna
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Colombia: ¿una democracia sin ‘Demos’?

La Constitución de 1991 tiene en su esencia la participación, pero esta se ha venido desmontando a través de leyes y sentencias

La Asamblea Nacional Constituyente, instalada el 5 de febrero de 1991, en Colombia.

En 1991 Colombia vivió una primavera democrática. Una nueva Constitución interpretaba lo que entonces se llamó el nuevo país. Si bien la carta de 1886 había tenido reformas de profundo calado social —como la de 1936, con la República Liberal de López y Echandía— mantenía instituciones anacrónicas; por ejemplo, el artículo 121, que permitía gobernar bajo un régimen de estado de sitio y convertir al Congreso de la República en un ente decorativo que no discutía los problemas del país.

El recorte de derechos políticos y garantías civiles era frecuente. El Ejecutivo legislaba; los militares juzgaban a civiles en consejos verbales de guerra; las juntas políticas populares estaban prohibidas (art. 47), igual que los plebiscitos (paradójicamente gracias al del 57, que pactó la paz entre liberales y conservadores e instauró el bipartidismo), y la soberanía residía en una idea abstracta llamada nación, con visos teocráticos.

Esa constitución consagró un régimen político-administrativo férreamente centralista, en las antípodas de la carta federal de 1863 (Estados Unidos de Colombia). Con un centro político único en detrimento de los territorios, que pasaron de ser “estados soberanos” a “departamentos”, gobernados por agentes del Presidente, quienes a su vez designaban a los alcaldes. Una pirámide política perfecta. Las decisiones se tomaban “arriba”. “Yo elijo, tú eliges, ellos deciden”. Esta arquitectura jurídico-política hizo de Colombia una democracia sin Demos: el pueblo no era sujeto, era objeto.

La primavera del 91

La Asamblea Constituyente de 1991 fue un esfuerzo modernizante, leal a su propio origen: la presión desde abajo. Si por abajo entendemos no solo el movimiento de la séptima papeleta, impulsado por estudiantes universitarios tras el asesinato de cuatro candidatos presidenciales, sino también las demandas de apertura política de las guerrillas, la proliferación de marchas y paros cívicos que reclamaban servicios públicos básicos, y el rechazo ciudadano a la impunidad y la violencia, exacerbada por el narcoterrorismo.

Se dijo, entonces, que el pueblo decretaba, sancionaba y promulgaba la Constitución (art. 1) (ya no Dios, como en el 86); que uno de los fines del Estado era facilitar la participación ciudadana (art. 2); y que la soberanía residía en el pueblo (art. 3), un concepto que hoy parece no despertar simpatías. Participar se volvió un derecho fundamental, y se instituyeron mecanismos para ello: el plebiscito, el referendo, la consulta popular, el cabildo abierto, la iniciativa popular legislativa y la revocatoria del mandato (art. 103). Los artículos 104 y 105 precisaron los alcances de la consulta popular. Se puso fin al monopolio del poder de la democracia representativa. El texto del 91 no puede entenderse sin la participación. Esta es de su esencia. El constituyente dotó a la ciudadanía de herramientas clave para defender sus derechos, como la acción de tutela, las acciones de cumplimiento y las acciones populares (desvirtuadas por la Ley 1425 de 2010).

Adicionalmente, puso en pie de igualdad a los partidos políticos y a las organizaciones sociales, en cuanto a la participación política y electoral. Quiso meterle pueblo a la democracia.

De vuelta al pasado

Estos avances han venido desmontándose a través de leyes y sentencias, a tal punto que puede hablarse de una “sustitución de la Constitución”.

El regresismo comenzó con la Ley 134 de 1994, que reglamentó los mecanismos de participación ciudadana y los hizo de difícil implementación. Revocar el mandato a alcaldes y gobernadores es un imposible. Treinta y cuatro años después, apenas dos alcaldes han sido revocados, y gobernadores ninguno. La iniciativa popular legislativa ha sido un cascarón vacío, los proyectos han naufragado por no reunir el 5 por mil del censo electoral. Además, no pueden versar sobre temas presupuestales, fiscales, ni amnistías o indultos, ni de iniciativa del Gobierno, de alcaldes y gobernadores. Tampoco pueden ejercerla grupos de concejales o de diputados, pues requieren el respaldo del 30% de sus pares, y la mayoría de ellos son agentes electorales de los congresistas.

En 2009 una reforma política (A.L. 1) instauró casi una partidocracia, totalmente ajena al texto del 91, que nunca pensó la gobernanza con base en partidos políticos. Muchos de ellos funcionan como empresas privadas o de familia, con baronías electorales dinásticas, que heredan los escaños en el Congreso, asambleas y concejos. A través de avales, los políticos se reservaron el derecho de decidir quiénes pueden ser candidatos. La recolección de firmas de grupos significativos de ciudadanos es tortuosa y costosa. De hecho, exige una “póliza de seriedad o garantía bancaria”, una medida excluyente en un país con precaria bancarización. La expropiación de la política. Ha servido sí, para que algunos jefes con partido político propio la usen para burlar la ley electoral y hacer campaña anticipada.

Entre 2012 y 2018 hubo una oleada de consultas populares municipales, cerca de sesenta. Algunas comunidades se enfrentaron a la locomotora minero-energética del binomio Uribe-Santos. La primera se llevó a cabo en Piedras (Tolima), en 2012. Sus promotores reivindicaban la participación, la autonomía territorial y la defensa del medio ambiente. Todo dentro del marco legal, sin violencia. El poder central respondió afirmando que el subsuelo era de la Nación —como en 1886—, aunque la del 1991 define que es el Estado el titular, y que el municipio es su entidad fundamental. Finalmente, con normas y fallos restrictivos de la Corte Constitucional y del Consejo de Estado, y trabas presupuestales, frenaron las consultas populares y despojaron a los ciudadanos de su derecho a participar. De igual forma, hay quienes quieren acabar la Consulta Previa, consagrada en el Convenio 169 de la OIT, aprobado por Colombia en 1991, en plena primavera democrática.

La aprobación de la reforma laboral ha llevado al presidente Gustavo Petro, según lo ha anunciado, a derogar el decreto que convocaba la consulta popular. Pero ha anunciado una “papeleta para convocar la asamblea nacional constituyente en las próximas elecciones”, con lo cual mantiene la iniciativa política (que es su principal experticia) y abre un debate subyacente: si la colombiana es una democracia con o sin Demos.

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