No perdamos la cabeza por Uribe (ni por nadie)
Es una buena noticia que los colombianos hayan seguido con su vida tras la condena al expresidente
Veintinueve de julio: temprano en la mañana niñas y niños salen hacia el colegio. Los comercios van abriendo. Las calles empiezan a llenarse de ese fuerte tráfico ya típico de todas las ciudades colombianas. Esas calles, por cierto, no están llenas de manifestantes ardorosos sino de gente que sale a vivir su vida cotidiana. A trabajar, a estudiar, a atender sus asuntos. Nadie diría que el día anterior Álvaro Uribe, protagonista de la política colombiana desde finales de los noventa, fue hallado responsable de dos delitos por una juez. Pero que así haya sido, es decir, que el país se levante a vivir su vida tras recibir esa noticia, es testimonio de madurez y solidez: ninguna sociedad debería perder la cabeza ni el rumbo por una persona.
En las redes sociales, que son su propio mundo (en especial X), un mundo que suele a veces separarse demasiado del mundo de afuera, el sentir es diferente, y las expresiones que se leen así lo dejan ver. Leo, por ejemplo, que esta decisión es un parteaguas. “Momento o hecho decisivo que marca la diferencia entre un estado previo y otro siguiente”, dice el Diccionario de Americanismos de la RAE. Curioso, porque el país del día después, y de los dos o tres días después, parece bastante similar al anterior, en lo bueno y en lo malo. No son en nada discernibles el estado previo y el siguiente.
Leo, también, que se trata de una decisión trascendental. Naturalmente hay medidas subjetivas de trascendencia, y así lo hacen manifiesto tanto quienes veneran a Uribe como quienes le rechazan. Ambos encuentran profundamente ofensiva la sugerencia de que el hecho no tiene una trascendencia amplia, pues para ellos el mundo cambió aquel 28 de julio: para algunos se hizo justicia, para otros se cometió una profanación. El fluir normal de las cosas en los días siguientes da a entender que ninguno de los dos sentimientos es mayoritario.
Lo cual no significa que la gente en Colombia no haya observado ni registrado este hecho, o que no tenga al respecto sentimientos. Pero sí significa que, en uso de una especie de sabiduría colectiva digna de aplaudir, la sociedad sigue adelante con sus cosas. Tal vez porque, al haber sido una sociedad formada en medio de tantas carencias y tanto dolor, ella ha aprendido a darle valor a ese poderoso concepto que es el del día siguiente, el de la agenda de lo que viene.
Finalmente, oigo decir que la trascendencia del hecho radica en que nunca un expresidente de Colombia había sido juzgado y condenado, y que por tanto es algo profundamente novedoso. En cuanto a esto, el hecho realmente sobresaliente es que, aun cuando esto es nominalmente verdadero, es claro ya hoy que la vida colombiana ha continuado en medio de su normalidad. Tal vez la razón sea que en el fondo el hecho no es tan novedoso: Colombia tiene una tradición de legalismo y apego a las formalidades institucionales bastante larga, y que tiene profundo arraigo cultural. La impunidad, que es una realidad, tiene más que ver con la incapacidad de las instituciones para hacer efectiva su acción, más no con que se ignore o se desprecie la vigencia que ellas tienen.
De hecho, la mañana siguiente tanto los abogados del expresidente como algunos conocidos opositores suyos coincidían todos en pedir respeto por la justicia y por la juez. Esta cultura legalista –imperfecta, sí, pero existente y resistente– se volvió a manifestar, y en ello no hay nada novedoso ni extraordinario. Hay, sí, alivio de verla viva.
También oí decir que caía un intocable: no creo que jamás lo haya sido. De hecho, ha pasado décadas enfrentando acusaciones y procesos varios, y este tipo de desenlace ha sido el temor más profundo de sus fieles seguidores. La propia juez elogió, al iniciar la lectura del fallo (de ya legendaria extensión), la forma como el expresidente ha comparecido al juicio y se ha comportado en él.
Tenemos entonces que Uribe fue declarado responsable de dos delitos. Controversia sobre el fallo hay, y para ello existe la apelación y otros recursos. Que la sociedad se aferre a esas instituciones, se acoja a sus dictámenes, exprese libremente sus opiniones pero lleve las controversias a las instituciones mismas, y mientras tanto continúe con su vida. Es testimonio de fortaleza y sabiduría social.
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