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Constitución colombiana
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

‘Des-petrificar’ el debate constitucional

Los colombianos, que somos expertos en hacer constituciones, debemos admitir que, pese a la sacralización de la Carta del 91, esta demanda ajustes, y no son menores

Sesión del Congreso de Colombia el 28 de junio 2025.

Es innegable que la Constitución del 91 demanda ajustes, y no menores precisamente. Sacralizar la Carta y volverla pétrea es una equivocación, sobre todo si se tiene en cuenta que es una de las más extensas (380 artículos) y reglamentarias del mundo, y a la cual se le han hecho un promedio de 1,5 enmiendas por año, algunas de ellas contraviniendo su propio espíritu.

En Colombia existe una tendencia a constitucionalizar casi todo, bajo la errada convicción de que solo así se garantiza la estabilidad y vigencia de las políticas públicas, lo cual es una falacia. Una cosa puede decir la Constitución y otra muy distinta la ley o el Gobierno. Lo saben los colombianos desde la época colonial, cuando una cosa ordenaba la autoridad real y otra era la aplicación del derecho indiano. “Se obedece, pero no se cumple”, rezaba el adagio. Y no siempre por falta de voluntad de los virreyes y gobernadores, sino por la distancia entre los despachos reales y los contextos sociales, geográficos y culturales de las colonias.

Algunas de las sesenta enmiendas han llegado al extremo de definir el perfil de ciertos funcionarios. Por ejemplo, el Acto Legislativo 1 de 2015 dispuso que los fiscales y jueces que juzgaran a miembros de la Fuerza Pública tuvieran “conocimiento adecuado” de Derecho Internacional Humanitario. Por esa misma razón, una de las aspiraciones de las FARC-EP durante el proceso de paz con Santos fue que los acuerdos hicieran parte de la Constitución, por temor a que futuros gobiernos los incumplieran. Temor no infundado, pues también desde los tiempos coloniales, todos los gobiernos —sin excepción— han firmado compromisos que luego no cumplen.

En la conciencia colectiva colombiana anida la convicción de que la lucha por los derechos y el cumplimiento de la ley es pan de cada día. Un informe de la Defensoría del Pueblo (2024) mostró que de las 633.475 acciones de tutela interpuestas en 2023, 197.765 correspondieron al derecho a la salud, que según la Constitución es fundamental. Esa avalancha de tutelas congestiona el sistema judicial y hace de la justicia otra gran frustración nacional. En materia penal, bien podría tener un récord Guinness: impunidad superior al 90%, como lo han reconocido magistrados de la Corte Suprema de Justicia y diversos expertos.

Del Estado fallido al Estado disfuncional

En múltiples ámbitos, el Estado colombiano es disfuncional. Lo cual ya es un avance, si se recuerda que a finales del siglo XX, durante la administración Pastrana (1998-2002), se llegó a calificarlo como un Estado fallido. Ese diagnóstico sirvió de justificación para el Plan Colombia, lanzado por el presidente Bill Clinton como estrategia antidrogas, que posteriormente, con George W. Bush y Álvaro Uribe, se transformó en estrategia antisubversiva o antiterrorista, según se prefiera.

También es evidente que el Estado es disfuncional porque la arquitectura constitucional, a pesar del esfuerzo de los constituyentes del 91, no interpreta adecuadamente la realidad geográfica, económica y cultural. Es un diseño homogéneo para un país profundamente heterogéneo. Se dice con frecuencia que Colombia es un país de regiones, y lo es en casi todo, salvo en las leyes, hechas desde los gélidos escritorios bogotanos, lejos de sus dos mares y de las selvas y sabanas que conforman la mayor parte del territorio, donde casi no hay Estado ni mercado.

Experticia constitucional

Los colombianos somos expertos en hacer constituciones. De hecho, aquí se expidió la primera Constitución del mundo escrita en español: la de Cundinamarca (30 de marzo de 1811); no fue la de Cádiz, como suele afirmarse, expedida un año después (19 de marzo de 1812). Esta adicción constitucional es un rasgo común en los países de la llamada Gran Colombia (Colombia, Ecuador, Venezuela y Panamá) —entre 1819 y 1830— que jamás se llamó así, sino República de Colombia. La explicación es sencilla: estos pueblos no han terminado de conocerse ni de reconocerse a sí mismos. Una de las virtudes de la Carta del 91 fue precisamente esa: intentar incluir y reconocer la diversidad cultural y geográfica.

Es tan hondo el divorcio entre el marco superior, la realidad fáctica y la praxis política, que nos preciamos de tener una de las democracias más sólidas de América Latina, pese a ser casi una democracia sin ‘demos’, como lo postulé en un artículo reciente. Las tensiones entre democracia representativa y participativa, bajo el gobierno de Gustavo Petro, han dado lugar a dos visiones antagónicas: la oposición defiende la primera; el Gobierno, la segunda. Como si fueran excluyentes. Y no lo son. El espíritu de la Constitución fue que se complementaran, partiendo de dos principios: que la soberanía reside en el pueblo y que la participación ciudadana es un derecho fundamental que no se puede conculcar.

¿Cuáles son los ajustes?

¿Se puede gobernar con la actual Constitución? Sí, si por gobernar se entiende administrar recursos y nombrar funcionarios. “Menos política y más administración”, clamaba el presidente Rafael Reyes (1904-1909). Pero no si se trata de hacer transformaciones estructurales, como el ordenamiento territorial. La autonomía de las entidades subnacionales es solo teórica. La Nación sigue pensando, como Luis XIV, que “el Estado soy yo”. Este asunto es vertebral para la gobernanza y la paz. La ocupación y el desarrollo del territorio, altamente asimétrico, siguen siendo una asignatura pendiente. Los grupos irregulares, la corrupción y la politiquería florecen gracias a las falencias del centralismo.

Es ingenuo creer que el Congreso va a reformarse a sí mismo y a renunciar a sus privilegios, o que hará la reforma política y electoral que se necesita, o que modificará la circunscripción nacional para Senado, que ha tenido dos efectos perversos: encarecer las campañas y estimular el mercenarismo político, en detrimento de los intereses regionales.

Para no abundar en propuestas de reforma, mencionaré solo dos adicionales que son fundamentales: justicia y seguridad, pilares esenciales de cualquier Estado. Descartado el Congreso, solo quedan dos caminos: el referendo constitucional o la Asamblea Nacional Constituyente. Pero para cualquiera de ellos, hay que superar la crispación política y ‘des-petrificar’ el debate constitucional.

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