El Guaviare amenaza a quienes lo narran: la crisis del periodismo en el departamento donde se recrudece la guerra
El periodista Gustavo Chicangana sufrió un violento atentado que lo dejó al borde de la muerte. La FLIP asegura que en la región no hay garantías mínimas para ejercer el periodismo. Los reporteros allí saben que han sido la voz de las víctimas de la guerra

El veterano periodista de Caracol Radio y Guaviare Estéreo, Gustavo Chicangana, fue víctima de un violento atentado en la noche del sábado 5 de julio. Un sicario lo esperaba escondido a la salida de su casa en San José del Guaviare, al suroriente de Colombia. Le disparó cuatro veces por la espalda, su esposa también recibió dos tiros, y los dos sobrevivieron de milagro. Una semana después, tras varias intervenciones en la clínica Santa Fe de Bogotá, Chicangana reconoce que aún no sabe si quiere regresar a la ciudad donde ha vivido desde hace dos décadas. “Es una pregunta difícil. Tengo el sistema nervioso alterado. No soporto los sonidos fuertes. Mi familia me presiona para salirme de la zona, pero yo tengo mi vida allá“, dice por teléfono. Sabe, además, que lo más difícil será volver a ejercer el periodismo. “Es el oficio con el que nací, lo he hecho desde muy joven, más de 40 años. Toda mi vida he trabajado en eso y es lo único que sé hacer”.
Las autoridades aún no han encontrado a los responsables intelectuales del intento de homicidio. Sin embargo, Chicangana explica que días antes de lo ocurrido llegó a la cuenta de Facebook de la emisora Guaviare Estéreo, en la que dirige el noticiero de la mañana, un mensaje del grupo armado Ejército Revolucionario Popular Antisubversivo de Colombia (Erpac) en el que le exigían la publicación y difusión de un panfleto con amenazas a varios vecinos. Chicangana se negó a publicarlo. “Era inaceptable por moral, por ética, por la rectitud que siempre le he tenido a este oficio”, subraya. Días después le dispararon. Vive en medio de un conflicto armado que cada día es más grave. Las disidencias de las FARC comandadas por Iván Mordisco se disputan el territorio con las de alias Calarcá, y ahora con los combatientes del Erpac. Su trabajo cotidiano transcurre en medio del recrudecimiento de la guerra. Meses antes del atentado, Gustavo fue víctima de dos amenazas y solicitó que la Unidad Nacional de Protección (UNP) le aumentara su esquema de seguridad, pero le dijeron que no estaba en riesgo.
El atentado no solo fue contra él como individuo, sino contra todos los reporteros de la región. Sofía Jaramillo, directora de la Fundación para la Libertad de Prensa (FLIP), explica que la situación de los periodistas del Guaviare es alarmante: “No solo hay un entorno de riesgos físicos, sino que hay una ausencia estructural de garantías mínimas para ejercer el periodismo”. Enfatiza que las instituciones encargadas de prevenir y de proteger a los reporteros no están a la altura de los niveles de riesgo que hay en este momento: “El acceso a la información está condicionado por la presión de actores armados ilegales”.
Aun así, los periodistas siguen con su trabajo. Camilo Ramírez, también de Guaviare Estéreo, parece un sujeto temerario. Sus colegas lo describen como alguien que les preocupa porque llama “asesinos” a los armados sin tapujos. Él, por su parte, admite que puede ser imprudente. “Una vez les respondí a los del Renacer del Erpac que quiénes se creían que eran para estar pidiéndonos que publicáramos cosas”, relata por teléfono. Dice que hace unos meses la radio entrevistó a un comandante de las disidencias de Calarcá porque el grupo armado los forzó, pero asegura que incomodaron al líder delincuencial. “Le hablé fuerte: le pregunté por las extorsiones, desapariciones, presiones a pescadores y desplazamientos. Se molestó, empezó a hablar golpeado”, afirma.

El atentado contra su compañero ha cambiado las cosas. Reconoce que ahora siente más miedo y zozobra. “El martes llegó un mensaje a la emisora que decía que soy el siguiente en la lista”, comenta. No quiere irse del Guaviare, el departamento en el que estudió y en el que su papá también forjó su carrera como periodista. “Están los amigos, el calor de la gente. Uno siente ese afecto, y eso no lo voy a conseguir en otra ciudad”, apunta. No obstante, su mamá le dijo hace unos días que “la vida está por encima de cualquier otra cosa” y eso lo está haciendo considerar la posibilidad de irse. Mientras decide, enfatiza que es necesario “ser valiente” y parecer fuerte. “Trato de ocultar el temor y la zozobra en el programa para no contagiar a los oyentes, que lo ven a uno como alguien que respalda a la comunidad”, relata.
El periodista, que tiene dos escoltas desde hace años, considera que su trabajo implica asumir “una vocería” de las víctimas del conflicto armado en la región. “Me dicen: ‘Mire, Camilo, le cuento, pero no quiero salir en la entrevista’. Así que me convierto en la voz de los ciudadanos que no se animan a denunciar y que confían en nosotros más que en las instituciones”, explica. Así ha denunciado amenazas, extorsiones, reclutamientos forzados y asesinatos. Uno de los ejemplos es la denuncia por la desaparición de ocho religiosos hace meses, que hizo con otros periodistas y que derivó recientemente en que los cuerpos fueran hallados en una fosa común. “Si nos quedáramos callados, el Gobierno vería el Guaviare como un departamento de paz y maravillas. Nosotros permitimos que no se tape el sol con un dedo”, subraya.
Sin embargo, no todos pueden asumir estos riesgos. Lina Álvarez, periodista y directora de El Cuarto Mosquetero, señala que la autocensura es patente en la región. “Los participantes de nuestros talleres a veces nos dicen que prefieren dejar de cubrir temas de orden público porque eso puede representar un riesgo para sus vidas”, comenta en un audio de WhatsApp. “La verdad es que situaciones como las del fin de semana pasado no ocurren seguido. Pero no porque el departamento no sea peligroso, sino porque algunos periodistas han dejado de hablar sobre algunos temas y otros han aprendido a abordarlos de otro modo”, explica. Estas adaptaciones, por ejemplo, pueden significar que se informe sobre una masacre sin señalar al grupo armado responsable.
La moderación
Ramiro Atehortúa, de Juventud Estéreo, es uno de los periodistas que ha buscado un punto medio. “Yo le dije hace unos meses a Camilo que ellos van muy de frente y me respondió que ‘toca decir la verdad’. A veces creen que eso no tiene consecuencias, pero luego sí las tiene”, relata. “De pronto dirán que uno es muy miedoso. Y no. Lo que pasa es que yo quiero mi vida y prefiero no hacer señalamientos”, añade. Para él, toca adaptarse a las restricciones. “Hay que pensar mucho las noticias (...) no es tanto el tema, sino cómo se plantea”, explica. A veces quisiera denunciar los padecimientos de los campesinos, pero desiste de entrevistarlos porque requiere del permiso de un grupo armado: “Uno se da cuenta que la gente está instrumentalizada y que lo que dicen no sería fiel a la realidad”.
Las precauciones no le han evitado las amenazas, tanto del Erpac como de las disidencias de las FARC. Está preocupado porque tiene un hijo de cuatro años y porque le parecen inútiles las medidas que le ofrece la UNP. “Si me meten un tiro, ¿qué tiempo voy a tener de activar un botón antipático?”, cuestiona. Irse no es una opción. “Tengo 62 años, es casi imposible que me contraten en otro lado. Si tuviera una situación económica holgada, nos iríamos a Bogotá o Medellín, pero uno vive el día a día”, explica. Decidió dar entrevistas esta semana tras varios días de reflexión. “Quería quedarme quieto y callado para no tener inconvenientes, pero vi cómo se puso la situación. Y pensé: ¿La familia del periodismo tiene inconvenientes y yo me hago el loco y no digo nada?”.
Algo similar cuenta Ingrid Pinilla. “Cuando empecé, hace 18 años, yo era como Gustavo o Camilo. Me quería comer el mundo y me encantaba denunciar con mi voz: decía ‘ellos fueron’, ‘ellos lo hicieron’, ‘ellos acaban de violar a una niña de siete años’. Pero luego la vida me enseñó con lo más duro”, relata. Hace 16 años, el Ejército la capturó y la acusó de ser combatiente de las FARC por haber denunciado casos de violencia sexual y de asesinatos de líderes sociales que la fuerza pública hacía pasar por guerrilleros. “Me cogieron uno de los senos y me lo volvieron nada con un martillo. Me patearon las costillas y me fracturaron tres. Me quemaron el cabello y los dedos de los pies y de las manos”, relata.

Tras estar dos años presa, Pinilla salió con la convicción de que había que buscar otros métodos periodísticos “para llegar a la verdad” y empezó a trabajar en Marandua Stereo. Si hay una masacre o desplazamiento, no lo denuncia directamente. “Ahora busco a la gente de la zona para que lo cuente. Les cambiamos la voz por seguridad”, explica. Pide permiso a los grupos para entrar a algunos municipios, busca mantener cierto equilibrio informativo entre los bandos y modera el lenguaje si señala a alguno en particular: usa expresiones como “presuntamente”, “dicen que pudo haber sido”, “según investigaciones”. “Hay que menguar el lenguaje para preservar nuestras vidas. No podemos decir que son ‘asesinos’, por el bien y la seguridad de todos”, apunta. Hay información confirmada que debe quedar engavetada: “No la podemos entregar al público porque de eso depende nuestra vida”.
La periodista lamenta las limitaciones, pero enfatiza que es esencial buscar un balance entre la profesión y salvaguardar la vida. “Afortunadamente nunca más volví a recibir una amenaza y mis compañeros de Marandua tampoco”, remarca. Para ella, quedar silenciados del todo sería peor que la situación actual: denunciar la violencia, así sea con restricciones, al menos les produce un costo social a los grupos armados y les da un incentivo para no escalarla. Los problemas de las comunidades, además, quedarían invisibilizados sin los periodistas: “Por medio de nosotros, los habitantes expresan que una carretera está mala, que falta educación, que falta salud. Somos ese puente para que ellos se expresen ante el Gobierno departamental y el nacional. Sería más difícil para ellos que uno no pudiera entrar a escucharlos”.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
¿Tienes una suscripción de empresa? Accede aquí para contratar más cuentas.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.