La crisis del amor
Un cambio cultural en contra de formar pareja se ha sumado al creciente costo de tener hijos. Esta parece ser la causa clave de la caída en el número de nacimientos

¿La gente se ama hoy diferente como lo hacía en el pasado? Mucha gente opta por amar a sus perros y gatos como antes se amaba a los hijos. En lenguaje bíblico, ¿se aman a sí mismos más que al prójimo, en el sentido de preferir la soledad frente a los pequeños e incesantes intercambios y dilemas que implica la vida en pareja y la domesticidad?
Los estudios dicen que en la actualidad, cuando se vive en pareja, las personas buscan tener la misma cantidad de hijos que hace una par de décadas. El problema es que ahora menos gente quiere vivir en pareja. Pareciera que el cambio crucial es la opción de las mujeres por vivir solas. Por supuesto están en todo su derecho de optar por lo que creen que las hace más felices. Pero eso llega con visibles consecuencias.
Hace 20 años las parejas teníamos a los sumo uno o dos hijos, mucho menos que los tres o cuatro frecuentes en los años setenta u ochenta; y los cinco o más típicos en los años cuarenta a sesenta.
La reducción paulatina de antaño en el número de hijos se atribuye a otras causas. Si bien las parejas se formaban con facilidad, lo que cambió fue el costo de cada hijo y la opción de invertir en la calidad versus la cantidad de hijos. La educación se convirtió en la meta fundamental, pues se la entendía como la herramienta para que los hijos tuvieran una buena vida, y se enrutaran en el camino del progreso personal y familiar.
En los años sesenta a ochenta se formaba a un profesional que se casaba con otro/a graduada de universidad, y entre las dos podían ganar lo suficiente para solventar una buena educación para sus dos o tres chicos; inclusive aspirar a que fueran a un colegio bilingüe, pues el inglés era cada vez más valorado en el mercado profesional.
Por esa época vino una constatación aplastante para las mujeres. Annie Ernaux, la francesa premio Nobel de literatura, cuenta que luego de estudiar codo a codo toda la carrera con el que iba a ser su esposo, graduarse juntos, casarse y conseguir trabajo los dos, en la primera noche que ambos llegaron cansados del trabajo, su marido le preguntó: “Qué hay para comer”.
Ella no salía de su asombro. Resulta que el rol de mujer supuestamente seguía siendo estar a cargo de qué se mercaba, qué se comía, además de responder a los profesores del colegio de los chicos, encargarse de qué ropa y útiles escolares se compraba, etcétera. Eso seguía intacto a pesar de toda la liberación femenina, la lucha por la igualdad de género y el inmenso esfuerzo educativo y laboral de las mujeres.
Entre los años noventa y el nuevo siglo se popularizaron los masters y los estudios en el exterior, las becas y los viajes. Estudiar se volvió más y más caro, en medio de una competencia feroz. La calidad de los hijos se ha vuelto prohibitivamente costosa.
En consecuencia, el amor a los hijos se volvió muy caro. Al tiempo, viajar se volvió menos caro. Ya no se necesitaba ser adinerado para ir al extranjero. Inclusive, los países desarrollados abrieron becas o financiación para atraer y retener talento; lo cual es una transferencia desde los países pobres a los ricos. Una gran ironía. Con lo que cuesta formar a un profesional, y aparte con máster o doctorado en el exterior, para que se quede a vivir afuera.
Paulatinamente las mujeres empezaron a asumir los dos roles, de mamá y papá; la emancipación tomó nuevos caminos. De un tiempo en adelante vino la pregunta de si se podía prescindir de la carga muerta de un tipo que aportaba poco a la casa, asumía pocas cargas domésticas e incluso ganaba menos. Fue un tremendo cambio de roles, valores y estrategias cotidianas.
La crisis masculina no se hizo esperar, de lo cual se ha escrito bastante. Los hombres han ido perdiendo el valor que un día tuvieron, su educación no los prepara para eso, sus resultados académicos, en promedio, palidecen frente al de las mujeres a lo largo de la vida escolar y universitaria, y las mujeres cada vez se independizan más de ellos.
No es que sea “culpa” de las mujeres. Sino que ellas son los agentes de este cambio de época, tal como lo fueron en las luchas políticas por el voto universal, hace un siglo; en la píldora y la revolución sexual, hace sesenta años; y en la transformación del mercado de trabajo. De nuevo, ahora son el agente de cambio de la constitución de las familias y la opción por tener menos hijos. Las mujeres han sido el agente de cambio social más poderoso de los últimos 100 años.
Puede deberse también a un rezago en la reacción de los hombres para adaptarse a las nuevas realidades y roles, y a que los cambios institucionales se han tomado demasiado en reconocer lo sucedido.
En esas estábamos las familias cuando llegó el nuevo siglo: el internet, los smartphones, las redes sociales, Tinder y el resto de las apps para el amor. Ese parteaguas sucedió de manera inexorable y no ha hecho más que acentuarse. Hoy, entrados 25 años en el nuevo siglo, los datos son aplastantes. Al costo creciente de los hijos se sumó un cambio cultural en contra de formar pareja. Esta parece ser la causa clave de la caída en el número de nacimientos, que sucede en muchas partes del mundo.
Según proyecciones, en el año 2100 China va a tener 600 millones de personas, comparado con 1.400 millones hoy. Europa pasará de 750 millones de personas hoy a 580 entonces, 150 millones menos. El resto de Asia y África pueden no sufrir la crisis del amor, y es posible que al final de este siglo cuatro de cada cinco seres humanos vivan en esos dos continentes.
En América Latina se puede pasar de 660 millones de almas hoy, a 750 al final de este siglo, pero en la segunda mitad habremos iniciado una declinación imparable. Estos números son una alerta, pero pueden volverse alarmantes dada velocidad a la que declinan las tasas de fecundidad. En especial en las ciudades grandes.
Bogotá tiene una tasa de fecundidad de 0.89 (Tasa de fecundidad = Número total de nacimientos en un año/Número de mujeres en edad fértil, 15-49 años), menor que la de Buenos Aires (1.10), Nueva York (1.13), e inclusive Tokio (0.99). Con tan poco amor, o, al menos, tan poco amor por hijos, a la vuelta de un par de décadas podrán haber colapsado las proyecciones de población.
Los paganinis son los hijos que nunca nacieron. La opción por el celibato, la carrera profesional, el autocuidado, las mascotas, los viajes y la intolerancia por las cargas familiares y domésticas, sumadas a que el smartphone y las redes sociales permiten gratificaciones instantáneas y casi a cero costo, han pasado factura a los nacimientos.
Las nuevas formas de pareja y amor conspiran también contra la procreación. De hecho atentan contra la definición misma de mujer. Se ha tratado de empujar a las mujeres fuera de la definición, dejarlas como “seres menstruantes”, y apropiarse de lo femenino. Como si fuera tan fácil. Como si la semántica fuera el problema. Como si lo femenino se hubiera convertido en una mera etiqueta.
No menciono lo obvio acerca de los efectos sobre el sistema educativo, los jardines infantiles, colegios y universidades; y los efectos sobre los sistemas de salud y pensiones, que serán descomunales y están a la vuelta de la esquina.
Me intrigan más los orígenes de esas tendencias sociales, que aún estamos por entender cabalmente. Empiezan a aparecer estudios y encuestas que indagan sobre lo que sucedió, cómo, cuándo y por qué. Aquí sólo hemos introducido el tema.
No solo estamos ante una crisis del amor y del amor por los hijos. La economía no volverá a ser la misma, ni la vida social, familiar, la condición emocional de mujeres, hombres, adolescentes y niños. Este me parece el cambio de época más profundo y con más consecuencias que trae este siglo.
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