Ir al contenido
_
_
_
_

Escondidos en Estados Unidos tras una orden de deportación: “Aquí no tengo nada, pero allá tengo menos”

Muchos migrantes deciden arriesgarse y pasar desapercibidos para evitar la expulsión al país del que escaparon

Agentes de la policía trasladan a un detenido durante operativo migratorio, en Miami, el 1 de mayo de 2025.

La policía paró a Andrea un jueves. Se debía presentar en corte el miércoles por su estatus migratorio, pero se equivocó de día. Un error de agenda que le cuesta el futuro a cualquier persona indocumentada. Ese jueves supo que tenía una orden de deportación que cree que le pusieron por no asistir al tribunal el día anterior. La policía la dejó ir con una advertencia por conducir con el seguro vencido y con la promesa de que abandonaría Estados Unidos antes de 20 días. Pero ella ya lleva tres años en Texas y Venezuela, su país, no tiene nada que ofrecerle. Ha preferido esconderse.

Se mudó a un tráiler sin dirección permanente con su hija pequeña y con la certeza de que cruzarse con un patrullero podría costarle lo poco que ha conseguido. Renunció al que era su trabajo fijo y está viviendo de lo que le pasa el padre de la niña, que es poco, y de la caridad de sus amigos. “Estoy aquí, pero no estoy haciendo nada. No tengo papeles, no tengo abogado, no tengo dirección, no tengo escuela para mi niña. No tengo nada. Lo que no quiero es que me metan presa”, dice.

Pasaron 20 días, luego dos meses y nada mejora. Andrea, que tiene 23 años, no da su nombre real, sobre todo por miedo a que le quiten a su hija. Cuando cruzó la frontera tenía el mismo plan que casi todos los que cruzan: trabajar, comprar su casa, su carro, ahorrar, mandar remesas a su familia y vivir tranquila. La realidad le ha tocado más cruda: “A veces me paso el día entero mirando el teléfono. Llorando, pensando. También vi que le están dando mil dólares a los que se vayan voluntariamente y he tenido ganas de irme. Pero, ¿qué voy a hacer en Venezuela? Aquí no tengo nada, pero allá menos”.

Un migrante muestra la aplicación para autodeportarse CBP Home, en San Pedro Sula, Honduras, el 19 de mayo.

La abogada Danay Rodríguez, representante de materias migratorias para una ONG que ofrece servicios legales a bajo costo para los migrantes, recomienda en estos casos comenzar acciones legales de forma urgente. “Esto le permite a la persona continuar en el país hasta tanto se ventile el asunto”, explica. “De lo contrario, puede ser expulsada de manera forzosa y eso lleva a una detención que queda en su récord migratorio. Se le puede prohibir el reingreso legal a Estados Unidos y afecta a cualquier beneficio que la persona solicite en el futuro, como una visa o una residencia”. El problema es que no todo el mundo tiene dinero para costearse un abogado. Ella lo sabe, sin embargo insiste en que lo mejor es buscar alternativas mediante organizaciones benéficas o firmas privadas que hacen trabajo pro bono.

“Con un buen plan legal puede no solamente frenarse la orden, sino dejarla sin efecto”, puntualiza Rodríguez, “reabrir el caso y aplicar a un alivio legal que pudiera conllevar una solicitud de cierre de corte, que significa que el juez y el fiscal no tienen interés en deportar a esa persona. Luego, además, existe la posibilidad de legalizarse en el país”.

La orden es un documento oficial con un nombre y un Alien Number, el número que el Gobierno asigna a ciertos migrantes para identificarlos. Un documento que, según la ley, te convierte en alguien que ya no debería estar en Estados Unidos. Tomás tiene uno de esos, pero tampoco quiere irse. Este cubano de 30 años llegó a tener la residencia, pero la perdió tras una condena menor por posesión de marihuana hace años. Lo encerraron en un centro de detención durante meses. Contrató un abogado, pero perdió el caso y le pusieron la orden de deportación. “Estoy en un limbo. Cuba prácticamente no acepta deportaciones. Entonces te sueltan y quedas como propiedad del ICE (Servicio de Control de Inmigración y Aduanas), obligado a reportarte cada seis meses yendo a firmar en una maquinita”.

Tomás no puede regularizar su estatus y, por tanto, no hace planes a largo plazo. Mantiene su licencia de conducir y una cámara fotográfica, que es su vida y su herramienta de trabajo. “Si me mandan para Cuba, me voy con mi cámara, y allá veré cómo sobrevivir”. Pero allá no tiene nada. Para él es la isla donde nació y a la vez un lugar extraño. Todos los días hace lo mismo: fotos, comprar equipos, evitar problemas. Sobre todo eso último: “No puedo darles motivos. No puedo fallar”.

Vecinos documentan la detención de una mujer migrante tras una redada en Denver, Colorado, el pasado 5 de febrero.

“Yo no vivo con miedo, pero sí con cuidado. Mi libertad depende de que no se les ocurra joderme”, dice. No puede hacer más. Trabajar y reportarse mientras planea armar su propio estudio en algún país que por ahora no tiene manera de saber cuál es.

“Te sacaron por la puerta equivocada”, le dijo un abogado a David después de revisar su caso. Cuando lo soltaron en la frontera, después de un ataque de ansiedad que lo tumbó al suelo, no le explicaron nada. Lo llevaron al hospital, lo medicaron, lo devolvieron al centro de detención y al otro día lo liberaron sin estatus temporal ni registro de entrada. David fue un fantasma hasta hace dos semanas, cuando supo que tenía una orden de deportación inmediata. No lo notificaron. No tuvo oportunidad de contar su historia. El país de las leyes le dio game over antes de avisarle de que estaba jugando.

Tiene 26 años y vive con sus padres, que llegaron con él. A ellos los soltaron rápido. A él lo dejaron en una celda como un féretro: dos metros por un metro. “No sabía si era de día o de noche. Dormía por desesperación”. Cuatro días más tarde lo sacó una ambulancia.

David no trabaja porque, según dice, ya nadie contrata a gente sin papeles. Quiere ser camionero, pero tampoco puede sacar una licencia de conducir. Lo único que hace en todo el día es practicar inglés con Duolingo o salir a caminar por el barrio dándole vueltas a las cosas que haría si lo dejan quedarse legalmente. “Esto no es vida. No puedo ayudar a mi familia, no puedo pagar nada. Me siento un parásito”. Tampoco confía en eso de las deportaciones voluntarias. “Eso es mentira. Te hacen firmar y ponen lo que les dé la gana en el sistema. No hay forma de reclamar”. Según le dijeron los abogados que ha consultado, su única opción es el asilo político.

Si lo deportan, no sabe qué hará. En Cuba se sentía útil, pero también estancado y frustrado. “No sé si estoy mejor aquí o allá. Lo único que sé es que no soy nadie”. Ni en Estados Unidos ni en Cuba. David es un migrante que llegó como si no hubiera llegado.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

¿Tienes una suscripción de empresa? Accede aquí para contratar más cuentas.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Rellena tu nombre y apellido para comentarcompletar datos

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_