La militarización en la frontera entre México y Estados Unidos hace más letal el consumo de drogas
Organizaciones que brindan ayuda a consumidores de sustancias ilegales en Ciudad Juárez y El Paso están enfrentando problemas para alcanzar a los beneficiarios, que se ven obligados a pasar a las sombras

Esta historia ha sido publicada conjuntamente con el Texas Observer y Puente News Collaborative, una organización sin ánimo de lucro dedicada a la información, organización y financiación de noticias de calidad y rigor informativo enfocadas en la frontera entre Estados Unidos y México.
A medida de que los trabajadores de la salud se acercan al pequeño conjunto de refugios improvisados junto a las vías del tren que atraviesan el centro industrial del norte de esta ciudad fronteriza de México, las personas que se reúnen en este lugar para consumir drogas se preparan para su llegada. Están listos para intercambiar jeringas usadas por limpias, una práctica que ayuda a prevenir lesiones y enfermedades. Preparan sus kits anticipando los pequeños sobres de agua destilada con los que pueden cocinar heroína de forma más segura. Los trabajadores de Programa Compañeros, una organización sin fines de lucro que brinda suministros y asistencia a poblaciones vulnerables en Ciudad Juárez, han invertido años para construir relaciones con las personas que consumen heroína en los picaderos de Ciudad Juárez.
Algunos de estos lugares son, en esencia, tolerados por las autoridades locales, lo que permite a Programa Compañeros desarrollar servicios establecidos; el grupo los denomina “sitios de consumo de drogas”. Pero incluso en las zonas donde hay poco esfuerzo por aplicar de manera coordinada las leyes contra los narcóticos, reunirse en un mismo sitio deja a las personas vulnerables a abusos por parte de las fuerzas militares y policiales de México, que están inundando cada vez más esta ciudad de un millón y medio de habitantes al otro lado del Río Bravo, frente a El Paso (Texas).
La frontera ha sido durante mucho tiempo una de las zonas más vigiladas tanto de Estados Unidos como de México. Desde que asumió el cargo este año, el presidente estadounidense Donald Trump ha desplegado tropas adicionales en la región ya militarizada y ha presionado a la presidenta mexicana Claudia Sheinbaum para que haga lo mismo. Las investigaciones sobre despliegues fronterizos anteriores han demostrado que estos dificultan que los trabajadores de la salud de ambos lados de la frontera puedan llegar a las poblaciones vulnerables, como las que se reúnen en los picaderos.
Un hombre de 38 años en el sitio de consumo junto a las vías, que se identifica solo como Erick, dice que cuando conoció por primera vez a los trabajadores comunitarios de Programa Compañeros, desconfió de aquellos hombres con jeans o pantalones de vestir y camisetas limpias que ofrecían agujas. “Pensé que eran, sinceramente, algún tipo de policía o algo así”.

Difícilmente se le podría culpar por pensarlo. La presencia de militares en Ciudad Juárez es evidente en toda la ciudad. El esqueleto de lo que se conoce como la Torre Centinela, el futuro centro de mando del enorme programa de vigilancia del Estado de Chihuahua, se alza sobre el centro de Ciudad Juárez. Las camionetas blancas de la Guardia Nacional, con ametralladoras montadas detrás de la cabina y soldados enmascarados apretujados en la caja, pueden verse recorriendo la ciudad. También patrullan camiones completamente negros del Ejército mexicano. Erick asegura que las fuerzas de seguridad sí aparecen en el sitio, aunque rara vez para realizar arrestos.
“Ellos vienen aquí, agarran al tipo que está vendiendo y lo golpean”, dice. “Los policías y los militares. Si traes dinero contigo, más vale que lo escondas, porque si te detienen aquí y tienes dinero en los bolsillos, te lo quitan”.
Erick cuenta que creció en Ciudad Juárez y cruzó la frontera a los 19 años, viviendo primero en El Paso y luego en Nuevo México. Hace dos años, después de ser arrestado por conducir en estado de ebriedad, fue deportado a Ciudad Juárez. Erick había estado involucrado con una pandilla en Nuevo México y, antes de su deportación, estuvo encarcelado en un centro de detención de inmigrantes en la localidad de Pecos, en el oeste de Texas, donde comenzó a consumir heroína. De regreso en Ciudad Juárez, tras una ausencia de 15 años, la única comunidad que pudo encontrar fue la de los picaderos.
A pesar de sus sospechas, Programa Compañeros ya era bien conocido entre los demás consumidores de heroína que había conocido. El personal de la organización dice que su enfoque sin prejuicios y su disposición a ofrecer los suministros que las personas que usan drogas necesitan, como agujas, les ayuda a generar confianza y a dirigir a la gente hacia otros servicios. Erick cuenta que ahora acude a la sede del grupo, donde se ofrecen servicios como duchas, ropa limpia, consejería y atención médica y dental.
Durante casi 40 años, Programa Compañeros ha practicado la reducción de daños, una estrategia ampliamente definida que busca brindar servicios a las personas que usan drogas sin imponer estigmas ni parámetros estrictos, e involucrándolas en la planificación y aplicación de dicha estrategia. El fentanilo, un poderoso opioide sintético que a menudo se produce en México para satisfacer la demanda estadounidense, también circula ahora en las calles mexicanas, generando una crisis de salud pública. En mayo, un lote de cocaína en polvo adulterado con fentanilo mató a cinco personas en Ciudad Juárez en el transcurso de dos horas, según informaron las autoridades locales.
La ubicación de Ciudad Juárez en la frontera con Texas genera desafíos únicos para ofrecer servicios de reducción de daños. Migrantes de todo México y de distintas partes del mundo llegan a la frontera huyendo de la violencia o la inestabilidad y en busca de trabajo, ya sea en esta localidad o en Estados Unidos. También está la comunidad de deportados recientes, como Erick, que a menudo son devueltos a un país que apenas conocen.
Una zona “hipermilitarizada”
Los trabajadores de la salud en la región deben atender a una población particularmente vulnerable, cuyos miembros a veces hablan poco o nada de español. La creciente militarización de la frontera empuja aún más a estas poblaciones vulnerables hacia la clandestinidad y las hace más difíciles de alcanzar, según afirman trabajadores de la salud y activistas.
La atmósfera de militarización y vigilancia es generalizada a ambos lados de la frontera. Esta se intensificó en febrero, cuando México lanzó el Operativo Espejo para “reflejar” la militarización del lado estadounidense. Ambos gobiernos dijeron que el objetivo del operativo era disuadir tanto la migración como el tráfico de drogas. En México, Sheinbaum desplegó 10.000 soldados en la frontera en febrero, de los cuales casi 2.000 fueron enviados a Ciudad Juárez.
“La frontera está hipermilitarizada, como nunca la habíamos visto”, señala la doctora Patricia González Zúñiga, médica que ha realizado investigaciones y trabajo comunitario voluntario en Tijuana, del otro lado de la frontera con San Diego, California. “Ahora, si vas, por ejemplo, a un centro comercial, a una tienda o a un mercado, encontrarás muchos camiones militares llenos de soldados. Yo trabajo con personas sin hogar, y las historias que nos cuentan son muy terribles”.
Ya sea distribuyendo agujas limpias y el medicamento naloxona, que revierte las sobredosis, o simplemente ofreciendo comida, ropa limpia y atención médica, la estrategia de reducción de daños se centra en disminuir los impactos negativos del consumo de drogas en lugar de insistir en que las personas dejen de consumir. Las investigaciones han demostrado que los programas de intercambio de jeringas no solo reducen la propagación de enfermedades, sino que también sirven como una puerta de entrada a otros servicios; los estudios han encontrado que las personas que usan estos programas tienen más probabilidades de iniciar un proceso de recuperación.

La región de El Paso-Ciudad Juárez, que abarca partes de Texas y Nuevo México y el Estado mexicano de Chihuahua, ofrece un ejemplo claro de las oportunidades y desafíos que enfrentan los trabajadores de reducción de daños a lo largo de la frontera.
La región sufre por la falta de inversión. “Hemos estado subfinanciados”, sostiene Julia Lechuga, profesora asociada de psicología de la salud en Hunter College, de la City University of New York, quien ha realizado investigaciones sobre reducción de daños en El Paso y Ciudad Juárez. “Francamente, es una lucha cuesta arriba. No hay suficientes recursos para ofrecer reducción de daños, intervención y tratamiento”.
Los recortes presupuestarios del Gobierno de Trump, que han tenido como objetivo políticas progresistas, incluida la reducción de daños, han reducido los recursos para programas en todo el país. Además, el Estado de Texas ha restringido los servicios para inmigrantes, lo que genera incertidumbre para las organizaciones que trabajan en comunidades fronterizas, donde hay grandes poblaciones indocumentadas.
“Todas las organizaciones en El Paso que ofrecen servicios relacionados con el consumo de sustancias han perdido financiamiento, y eso ya ha tenido un impacto en nuestra capacidad para atender”, señala Jamie Bailey, especialista en recuperación y copresidenta y cofundadora de la Alianza de Reducción de Daños de El Paso. “Es una situación muy difícil, porque uno quiere seguir pudiendo servir a su comunidad… y al mismo tiempo no quiere rechazar a las personas que necesitan ayuda por su estatus migratorio”.
Pero estar en la frontera también ofrece algunas ventajas. Así como las ideas sobre tratamiento y trabajo comunitario fluyen entre Texas, Nuevo México y Chihuahua, también lo hacen los medicamentos que salvan vidas. Programa Compañeros, por ejemplo, sortea las restricciones de México sobre la naloxona aceptando donaciones de grupos en Texas.
Incremento en el consumo de drogas
En abril, los trabajadores de Programa Compañeros Julián Rojas y David Montelongo avanzaban por un sendero rocoso entre un muro de bloques de cemento y las vías del tren que pasan junto al sitio de consumo en Ciudad Juárez. Rojas llevaba una mochila negra con los suministros para la misión del día. Montelongo cargaba un contenedor rojo de plástico para las agujas usadas que irían recolectando.
A lo largo del día, se detuvieron en una casa en un vecindario residencial y en un edificio abandonado en el centro histórico de la ciudad. Al pasar por el centro, una zona fuertemente patrullada y cercana a los puentes que conectan Juárez con El Paso, actuaron con cautela, intercambiando jeringas de manera discreta. Ante la pregunta de si cree que los programas de intercambio de jeringas fomentan que la gente pruebe la heroína —una crítica común entre los opositores—, Rojas, quien asegura tener experiencia personal con el consumo de drogas, suelta una risa incrédula. No se trata de si la gente va a consumir o no, dice. Se trata de si lo harán de manera segura.
Según los trabajadores de Programa Compañeros, el peor período de militarización en Ciudad Juárez fue durante la década de 2010, cuando el Gobierno mexicano desplegó tropas para frenar la guerra abierta entre organizaciones criminales. Escucharon relatos de personas que habían sido golpeadas con tablas y apuñaladas con sus propias jeringas por las fuerzas de seguridad mexicanas.
“La violencia todavía persiste, principalmente por parte de la policía municipal y, en ocasiones, de la Guardia Nacional”, apunta Rojas. “Pero no con la misma intensidad que en esos años”.
Sin embargo, si continúa el hostigamiento a los picaderos para extorsiones, y las personas que usan drogas allí se ven obligadas a permanecer más en las sombras, será más difícil para Programa Compañeros llegar a quienes necesitan sus servicios.
Los nuevos despliegues de tropas han generado preocupación entre quienes trabajan en reducción de daños, por el riesgo de que aumente la violencia contra las personas que consumen drogas. En 2023, la profesora de psicología de la salud Lechuga publicó un estudio que encontró que el despliegue militar en Ciudad Juárez durante la década de 2010 “fomentó conductas que incrementaron el consumo de drogas y los daños a la salud, incluido el riesgo de VIH”. El impacto del despliegue militar mexicano también se extendió más allá de la frontera, afirma ahora, ya que la mayor militarización en el lado mexicano llevó a “tácticas policiales cada vez más severas” en el lado estadounidense.
En El Paso, tanto el gobierno estatal como el federal han implementado en los últimos años operaciones de vigilancia fronteriza muy publicitadas. A principios de este año, circularon en línea videos que supuestamente mostraban a funcionarios de inmigración llamando a puertas en El Paso. Los noticieros mostraron a inmigrantes apiñados en vuelos de deportación desde Fort Bliss, la base del Ejército de Estados Unidos de 1.700 millas cuadradas ubicada en las afueras de la ciudad. En marzo, la Administración Trump desplegó vehículos blindados de combate en la región fronteriza. El proyecto Torre Centinela, aun en construcción, compartirá información con las fuerzas del orden de Texas y es visible desde El Paso.
Todo eso puede inquietar a los consumidores de drogas que quizá hayan sufrido maltratos por parte de los oficiales o que puedan estar experimentando paranoia, dice Joey Montes, líder de trabajo comunitario en la Recovery Alliance de El Paso.
“Me puedo imaginar lo que sienten cuando ven a las autoridades con chalecos, placas y armas grandes, simplemente recorriendo las calles”, dijo Montes. “Estoy bastante seguro de que eso está asustando a muchos de ellos y los está llevando a esconderse”.
Jason Buch es un periodista de investigación independiente en Austin. Originario de Texas, ha cubierto la frontera desde 2007, escribiendo sobre temas que van desde el lavado de dinero hasta el pez lagarto (alligator gar) en el Río Grande.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
¿Tienes una suscripción de empresa? Accede aquí para contratar más cuentas.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.