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COLUMNA
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Espadas en alto en la justicia

Enfatizar hoy el necesario respeto a la independencia judicial sin hablar también de imparcialidad suena a mera reivindicación corporativa para laminar cualquier crítica

Felipe VI, este viernes en la foto de familia en el Supremo con la cúpula judicial.
Mariola Urrea Corres

El acto solemne de inauguración del año judicial es uno de los momentos en los que la idea de institucionalidad cobra significado. Los ritos, los mitos y los símbolos que rodean al poder judicial se hacen visibles hasta el punto casi de intimidar. De hecho, impresiona ver cómo el salón de plenos del Tribunal Supremo recibe a las autoridades revestidas de sus togas y con todas las distinciones en forma de medallas. Todo anticipa la importancia del momento, pero refleja también el poder que representan quienes están llamados a ejercer jurisdicción. Luego vienen los discursos mandatados por ley, en el caso del fiscal general del Estado para que recoja en su memoria lo acontecido durante el año judicial, o el de la presidenta del Tribunal Supremo, orientado a definir los desafíos a los que se enfrenta la justicia y, como consecuencia de ello, reclamar al ministro de Justicia, allí presente, que provea los recursos necesarios para que la justicia sea de calidad. Finalmente, es el rey, en nombre de quien la Constitución dice que se imparte justicia, el encargado de cerrar el acto y dar por inaugurado un nuevo año judicial.

No es necesario recordar que el día en cuestión tradicionalmente ha estado regido por la cortesía, la deferencia, la educación y la autocontención. No en vano, es un acto llamado a fortalecer la institucionalidad. No es la oportunidad más vistosa para socavarla, como ha intentado Alberto Núñez Feijóo. Y es que la vida en democracia ofrece también a los miembros integrantes del poder judicial otros espacios adecuados para abandonar la solemnidad y lanzarse de lleno a la confrontación, ya sea discrepando en las salas de gobierno de los tribunales, confrontando en el pleno del Consejo General del Poder Judicial, debatiendo en cada una de las deliberaciones acerca del sentido y alcance de un pronunciamiento judicial o, si lo prefieren, defendiendo sus pretensiones a través de las asociaciones que los representan. De ahí que no sea exagerado afirmar que, tras lo vivido este viernes, la inauguración de este año judicial no será recordada ni por la cortesía ni por la deferencia ni por la autocontención. Ahí quedan las extravagantes peticiones de los vocales conservadores del Consejo General del Poder Judicial al fiscal general del Estado para que no leyera su discurso, o la que pretendía bajar del estrado al ministro de Justicia.

La presidenta del Tribunal Supremo ha recordado en su intervención que “la confianza y la credibilidad en la justicia son un bien común que debe ser preservado, porque de ellas depende la fortaleza misma de nuestro Estado de derecho”. Es difícil no estar de acuerdo con esta obviedad. Pero la potencial desconfianza en la justicia no viene de la crítica legítima y necesaria en democracia, sino como resultado de actuaciones judiciales extravagantes para las que el propio poder judicial no ofrece respuestas, más allá del consabido derecho al recurso, que no está diseñado para depurar comportamientos estrafalarios. De ahí que enfatizar en el contexto actual el necesario respeto a la independencia del poder judicial suene a mera reivindicación corporativa conducente a laminar cualquier elemento para la crítica de otro poder del Estado. Más aún si tal referencia no va acompañada del necesario compromiso con la imparcialidad objetiva y subjetiva que debe acompañar la actuación, dentro y fuera de la sala, de todo miembro de la carrera judicial. Ni una palabra en su discurso a este respecto. Sí habló de la imparcialidad judicial, y también de la verdad, el fiscal general del Estado, en el mismo momento en que mencionaba su particular situación procesal y reivindicaba respeto a la actuación de la Fiscalía.

Tras una inauguración del año judicial digna de olvido, queda muy poco margen para la duda: las espadas están en alto.

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Sobre la firma

Mariola Urrea Corres
Doctora en Derecho, PDD en Economía y Finanzas Sostenibles. Profesora de Derecho Internacional y de la Unión Europea en la Universidad de La Rioja, con experiencia en gestión universitaria. Ha recibido el Premio García Goyena y el Premio Landaburu por trabajos de investigación. Es analista en Hoy por hoy (Cadena SER) y columnista en EL PAÍS.
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