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editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Colombia y el ciclo de la violencia

El país ha fracasado en el proyecto colectivo de acabar con los grupos armados que comenzó hace una década con los Acuerdos de Paz

Casas afectadas por una explosión, este viernes en Cali (Colombia).
El País

Hace apenas una década, Colombia era vista como un ejemplo de reconciliación. El Acuerdo de Paz del Estado con las FARC en 2016 no solo cerraba un ciclo de violencia de más de medio siglo, sino que convertía al país en un modelo internacional de resolución de conflictos. La imagen de un Estado capaz de negociar con su mayor enemigo y de integrar a miles de combatientes a la vida civil fue celebrada en casi todo el mundo y presentada como la prueba de que la política podía imponerse sobre la guerra. Hoy, todo aquello parece derrumbarse.

Colombia atraviesa la peor crisis de seguridad de la última década. Hace una semana moría un precandidato presidencial, Miguel Uribe Turbay, como consecuencia de los disparos que sufrió por un sicario menor de edad en un mitin. Los salvajes atentados de este jueves, uno en el corazón de la tercera ciudad del país y otro con el derribo de un helicóptero policial, con casi 20 muertos en total, reflejan que la crisis no es solo coyuntural, sino estructural. El país que prometía un futuro de convivencia pacífica vive ahora bajo la percepción de un retroceso al miedo y al horror permanente.

Durante el Gobierno del presidente Iván Duque (2018-2022) no se blindó lo alcanzado por su antecesor, Juan Manuel Santos. Y en este terreno de frustración se incubó la apuesta del actual presidente, Gustavo Petro, por la “paz total”. La idea, ambiciosa hasta la temeridad, consistía en replicar la lógica del acuerdo de 2016 con todos los actores armados de forma simultánea. Lo que nació como un horizonte de reconciliación se convirtió en una negociación fragmentada, sin prioridades claras ni mecanismos sólidos de verificación. Tres años después, los resultados son palpables: atomización de grupos, recrudecimiento de la violencia y la sensación de que la palabra “paz” ha perdido su sentido.

El retroceso no solo se mide en cifras de homicidios, atentados o desplazamientos. Es más profundo: lo que se resquebraja es la confianza en la capacidad del Estado para garantizar orden. Cuando la sociedad percibe que el monopolio de la fuerza está en disputa, que las instituciones carecen de rumbo y que la política oscila entre el voluntarismo y la improvisación, se instala un sentimiento corrosivo de impotencia colectiva.

Colombia está atrapada en una paradoja. El Estado es demasiado fuerte para ser derrotado, pero demasiado débil para imponerse en muchas partes del territorio. La “paz total” naufragó porque se quiso sustituir esa tarea de Estado por la ilusión de que las mesas de negociación podían resolver lo que en el fondo es un problema de ausencia institucional.

El futuro de Colombia dependerá de si logra romper este círculo vicioso. Ello exige una política de seguridad que combine la aplicación de la ley con la construcción paciente de confianza en los territorios; que priorice la protección de las comunidades y de los líderes sociales; que entienda la seguridad como un bien público inseparable de la justicia social.

Colombia fue símbolo de esperanza y hoy corre el riesgo de convertirse en advertencia. El espejismo de la paz muestra lo que ocurre cuando un país confunde la firma de un acuerdo con el final de un conflicto, y cuando se sustituye el trabajo lento de construir Estado por la retórica de soluciones inmediatas. La paz no se decreta, se construye. Colombia, a pesar de este trágico retroceso, aún está a tiempo de hacerlo.

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