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TRIBUNA
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El paradisíaco verano infernal

Tenemos que asumir la nueva realidad medioambiental y vivir de manera consciente un calentamiento global imparable en vez de ignorarlo

Una mujer se abanicaba al atardecer en Córdoba, este domingo.
Azahara Palomeque

Hoy la temperatura ha alcanzado 45 grados y le he hecho una foto a mi geranio, cuyas hojas crujientes se desbaratan si las rozas: está muerto. Hoy, también, he pasado la tarde pegada al teléfono porque dos de mis amigos se encuentran en una zona donde se ha declarado un incendio.

— ¿Estáis bien?

— Sí, no nos han desalojado.

— Bueno, pero no bajéis la guardia, cargad los móviles por si tenéis que salir corriendo.

Hoy, media España arde literalmente; la otra lo hace figuradamente, igual que ayer, mientras miles de personas se empeñan en continuar con unas vacaciones que conllevan viajes de largo recorrido, vermús al brindis de este sol que parece un verdugo, festivales y vírgenes en angarillas. Sin embargo, todo lo que hoy se concentra en la convención de un reloj que ha girado sólo 24 horas responde a una estación que ya no es como era, y nos devuelve el malestar de un extrañamiento sentido a veces inconscientemente, otras veces desde la alerta informada. Quiero decir: el verano se ha bifurcado entre el placentero asueto de los días luminosos y la imposibilidad de llevar a cabo sus tradicionales usos y costumbres debido a la crisis climática. Se observa mejor el fenómeno a partir de ejemplos.

El telediario ha dedicado buena parte de su cobertura a documentar las llamas desaforadas que devoran pedazos de nuestra geografía (y otros puntos de Europa). Resulta doloroso comprobar una falta de medios —hasta cierto punto, políticamente deliberada— y contemplar el llanto de quien ha perdido su casa o sus animales. Porque la pérdida es inestimable en términos económicos; con cada hectárea calcinada se desploman lugares de memoria vecinal, objetos que constituyen hogares que siempre se pensaron seguros. Esa pena tiznada de nuestros pueblos cuenta historias de éxodos y abandono, un mundo rural cuajado de mitologías que sus habitantes no idealizan, y los demás tampoco deberíamos, especialmente cuando se transforman en combustible. Cuando amaine el temporal, la ceniza se habrá convertido en el olor del miedo, como el rumor del agua en las víctimas de la dana representa un canto maldito. La ceniza, además, seguirá contaminando bosque y ríos durante meses, y ecosistemas enteros ya no podrán ser el lar de muchas criaturas. El telediario afirma más o menos eso, en el lenguaje aséptico que lo caracteriza.

Pero también, minutos más tarde, ha enfocado con las cámaras a los viajeros que se han quedado varados en alguna estación, a la espera de que llegue el tren que habría debido transportarlos hacia los destinos de ocio previamente reservados: hoteles, casas rurales… Enojados, reclaman frente al micrófono soluciones, como si los vagones pudiesen transformarse en naves intergalácticas ignífugas, como si muchas carreteras no estuviesen cortadas al amparo de la seguridad que evita más catástrofes. Cae el turismo, de la misma manera, por el calor sicario; se desmoronan como las hojas de mi geranio cadáver unas expectativas estivales que, no obstante, persisten en la imaginación colectiva. Aquí no pasa nada —esgrimirán algunos—; yo merezco mi paraíso en el infierno, desvirtuando el libro homónimo de Rebecca Solnit, que propone la existencia de comunidades que se ayudan mutuamente cuando sobreviene algún desastre. Sin embargo, lo que yo quiero explicar es otra cosa: es la línea discontinua entre los veranos de antes y los de ahora, su simultaneidad en el tiempo, la esquizofrenia histórica que implica querer proseguir con las vacaciones habituales en mitad de un clima completamente insólito. Pero este clima, al contrario que los turistas, ha llegado para quedarse.

Tenemos que hacernos cargo de la nueva realidad medioambiental y no otorgar la misma importancia a un paisaje o una aldea quemados que a una línea ferroviaria suspendida a causa de una emergencia. Priorizar la casa sobre la habitación de hotel; las cosechas frente al chiringuito. Y esto no es un capricho, ni siquiera un acto de voluntad, sino habitar de manera consciente un calentamiento global imparable en vez de ignorarlo. Para ello, serían necesarias la colaboración y responsabilidad de todas las administraciones públicas, cada partido político, y una epifanía ciudadana. En cambio, lo que estamos protagonizando ahora es una suerte de danza macabra entre la economía nostálgica de las playas abarrotadas, su consiguiente porcentaje de PIB y, por otra parte, la suspensión de la vida que imponen las inundaciones, el fuego descontrolado, en definitiva, la era implacable del planeta en ebullición. Entre una y otra circunstancia no media el equilibrio sino la desigualdad; es más, la convivencia de dos paradigmas incompatibles está generando todavía más confrontación política, y un gran desasosiego en quien construyó su subjetividad creyendo que su descanso sobre la arena nunca correría peligro, el trasiego de vehículos jamás se interrumpiría, y podríamos seguir siendo eternamente felices en el edén veraniego.

Hoy asumo en plena canícula un duelo que es también dual. Como si saltase de epitafio en epitafio dibujando cruces, me he desprendido de la posibilidad de visitar enclaves lejanos y he dicho adiós al termómetro amable. Por fortuna, mis amigos siguen bien; volveré a plantar geranios. Ojalá no sufra más gente.

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