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TRIBUNA
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Federalismo no es acomodamiento

Es una equivocación proponer para Cataluña soluciones basadas en contentar al independentismo

Federalismo no es acomodamiento. Manuel Cruz
Manuel Cruz

Ahora que la llamada propuesta de financiación singular para Cataluña está dando tanto que hablar, tal vez resulte oportuno rescatar unas declaraciones que José Luis Rodríguez Zapatero hizo en una emisora local de Barcelona hace no mucho y que fuera de Cataluña pasaron casi desapercibidas, a pesar de su notable interés político. Conviene prestarles atención porque, además, nos informan acerca de los planteamientos que, a modo de doctrina, probablemente le son susurrados al oído de quienes tienen el auténtico poder ejecutivo. Por ello mismo, no habría que descartar que, en el plano práctico-político tuvieran ya algo de anticipo o anuncio de lo que en un futuro próximo se nos va a venir encima.

En las mencionadas declaraciones, tras reivindicar “el diálogo como herramienta” política, reivindicación de todo punto inobjetable —aunque, todo hay que decirlo, poco atendida—, el expresidente dibujaba, muy a grandes rasgos, su propuesta para resolver el a estas alturas famoso problema del encaje de Cataluña en España. Lo hacía en unos términos y con unas palabras que, a fuerza de repetidas, habrá a quien le podrán parecer poco novedosas, pero que, si se analizan con un mínimo de atención, se constata que deslizan supuestos que están lejos de resultar obvios. Es más, de algunas de las categorías utilizadas se podría predicar lo mismo que él predicaba, dos décadas atrás, de categorías como la de nación, a saber, que son categorías discutidas y discutibles.

Pongamos por caso, la de identidad, que para Zapatero al parecer resulta fundamental, hasta el punto de que en sus declaraciones no solo defendía en general el reconocimiento de la identidad catalana, sino que ponía dicho reconocimiento como objetivo fundamental que debería guiar todas las concretas iniciativas políticas que se presentaran en lo sucesivo. La verdad es que sorprende tanto énfasis en una categoría que, además de las múltiples críticas que ha recibido desde el punto de vista teórico por la mayor parte de los intelectuales de izquierdas, ni siquiera es reivindicada desde el punto de vista político por un significativo sector del independentismo. Pienso en ERC, que ya desde los tiempos de Carod-Rovira viene rechazando definir su proyecto en términos identitarios. Más aún, es precisamente dicho rechazo el que se encuentra en la base de la estrategia, que la formación independentista sigue manteniendo, de ensanchar su base social. Pero a Zapatero la debilidad de su categoría fundamental no parece amilanarle en absoluto. Por el contrario, la convierte, contra viento y marea, en el corazón de su propuesta, como lo acreditan sus propias palabras. Porque la solución a los problemas que continúan abiertos en Cataluña consiste, según él, en que “aquellos que se sienten solo catalanes puedan sentirse cómodos en el Estado español”. La fórmula para alcanzar dicho objetivo no es otra que la de reconocerles su identidad, esto es, “su lengua, su cultura, su historia, su vocación de autogobierno”.

Ahora bien, que se considere que el sentimiento de una parte de los ciudadanos reclama, no solo una atención específica, sino también la inmediata aplicación de los medios para su satisfacción es todo menos evidente, por más extendida que se encuentre esta actitud. En efecto, vivimos una época en la que el sentimiento de las personas en lo referido a cualquier cuestión parece argumento suficiente para proporcionarle estatuto legal o normativo, de tal manera que basta con que alguien diga “me siento X” o, por el contrario, “no me siento Y” para que se dé por descontado que dicho sentimiento debe obtener una ratificación material en el plano de las leyes y las normas. Como si diéramos por supuesto, sin la menor discusión, que el sentimiento funda derecho.

Pero es que, además, se da la circunstancia de que, incluso si aceptáramos semejante lógica, lo que nos indican instituciones fiables como el CEO (el CIS autonómico) es que el grupo de los catalanes que se sienten solo catalanes y, por tanto, no españoles, en ningún caso constituye la mayoría. La mayoría, al parecer, viene representada por aquellos otros que se sienten tanto catalanes como españoles. Siguiendo la lógica de Zapatero, resultaría entonces de todo punto pertinente preguntarse: ¿se sienten cómodos estos últimos en la situación política actual de Cataluña? ¿Tienen la sensación, sin ir más lejos, de que están representados en la imagen que de la sociedad catalana proyectan sus medios de comunicación públicos o, por el contrario, la sensación que tienen es que dichos medios se dedican en exclusiva a alimentar el imaginario del sector que se siente tan incómodo en España que incluso se resiste a llamarla por su nombre (excepto para decir que “nos roba”, claro está) y prefiera denominarla, de manera sistemática, “Estado español”?

No termina aquí la inconsistencia del planteamiento de Zapatero, que afecta no solo a su diseño del problema, sino también a la presunta solución que propone, una solución que pasaría por reconocer “su lengua, su cultura, su historia, su vocación de autogobierno”. Quizás estas afirmaciones tuvieran sentido en el año 1979, cuando se ultimaba la redacción del Estatut de autonomía de Sau, pero formularlas en estos términos en nuestros días no resulta de recibo. No creo ni que valga la pena a estas alturas detenerse a analizar en qué medida los tres primeros elementos de la relación (lengua, cultura, historia) se encuentran sobradamente reconocidos legalmente; en algún caso incluso, como ocurre con la lengua, hasta el límite de la polémica. Pero tal vez donde Zapatero debería haber hecho el esfuerzo de afinar un poco más en su planteamiento es en lo del “reconocimiento de su vocación de autogobierno”. O, acaso mejor dicho, debería haber sido más claro y atreverse a llamar a las cosas por su nombre, en lugar de dedicarse a introducir una retórica innecesaria y confundidora.

Porque, en efecto, ¿qué forma se supone que debería tener esa “vocación de autogobierno” para que el mencionado sector de catalanes considerara que ya se ve reconocida? Es obvio que bajo el paraguas de tan ambigua expresión igual podrían cobijarse los independentistas que los federalistas o hasta los propios autonomistas. Pero Zapatero prefiere las afirmaciones grandilocuentes, a las que es tan proclive, como que “engrandece a la democracia española” poder ofrecer “a Cataluña” (sic) un “espacio en el que se sienta cómoda”, en vez de especificar qué habría que hacer para que el mayor número de ciudadanos catalanes (y no solo los que se sienten de una determinada manera) se encontraran máximamente cómodos, tanto en relación con España como dentro de la propia Cataluña.

Quienes nos tenemos por federalistas siempre hemos pensado que no hay formulación territorial más adecuada para la solución de un determinado tipo de conflictos que la federal. Pero precisamente por ello, a muchos de nosotros también nos preocupa que, lejos de avanzarse hacia la misma con determinación, se esté incurriendo en lo que Stéphane Dion ya nos advirtió que constituía una estrategia equivocada, la que denominaba estrategia del contentamiento (Zapatero quizá la denominaría del acomodamiento). No es esa la vía. A estas alturas, constituye un secreto a voces que si el independentismo no está por la solución federal es porque la ve como una simple profundización del Estado autonómico, y el reproche fundamental que siempre le dirigió a este fue el de que representaba un “café para todos” inaceptablemente igualitario. Nada iba a cambiar ahora, desde su perspectiva, porque ese café dejara de ser autonómico y pasara a ser federal. En el fondo, para los independentistas hasta la confederación sería una estación de paso.

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