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Tribuna
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La solución fácil de la guerra

Para dirigentes tan diferentes como Putin, Netanyahu, Trump, Merz, Starmer o Macron, el conflicto ofrece una forma de afirmación personal

Donald Trump y Benjamin Netanyahu, el 7 de julio en Washington.

“¡Los muy imbéciles! ¡No ven que esto es servirnos!”, escribió María Antonieta a su amante sueco en diciembre de 1791. Francia estaba a punto de ir a la guerra con Austria, y tanto la Corte de Luis XVI como los girondinos la empujaban como vía de escape ante la crisis interna. Como resumió después el gran historiador de la Revolución francesa Albert Soboul, aquella guerra no fue inevitable: fue una estrategia de restauración. El enemigo exterior ofrecía una salida fácil a un poder que se descomponía desde dentro.

Más de dos siglos después, el pasado mes de junio, el ex-presidente de los EEUU Bill Clinton apuntaba en una entrevista en The Daily Show: “Netanyahu quiere la guerra con Irán porque así puede mantenerse en el poder eternamente.” No hace falta remontarse a la Revolución Francesa para entender cómo la tentación de la guerra sigue operando como una manera de reforzar el propio poder político. La frase pasó casi desapercibida, pero sintetiza una lógica persistente: en el siglo XXI, la guerra no es solo una cuestión de geopolítica, sino también de supervivencia personal para líderes en dificultades.

En un contexto global marcado por el derrumbamiento acelerado del orden internacional, que surgió de la Segunda Guerra Mundial, y el correspondiente descrédito de las élites políticas, la guerra reaparece como una vía fácil de restauración del poder. Para dirigentes tan diferentes como Putin, Netanyahu, Trump, Merz, Starmer o Macron, el conflicto ofrece una forma de afirmación personal. La guerra otorga autoridad. En lugar de gobernar la complejidad y hacer frente a los problemas domésticos, la retórica del enfrentamiento o, de manera directa, el uso de la fuerza son garantías para mantenerse al mando. Un enemigo, a quien además tengo derecho a matar, permite proyectar control donde solo queda debilidad.

Antes de llegar por primera vez a la Casa Blanca, Donald Trump ya había entendido y denunciaba esa lógica. En agosto de 2013, aún bajo la presidencia de Barack Obama, el magnate neoyorquino tuiteó: “Recordad que predije hace mucho tiempo que el presidente Obama atacaría Irán debido a su incapacidad para negociar adecuadamente.” Irónicamente, hoy es él quien ordena los bombardeos. De vuelta a la Casa Blanca en 2025, ya no pretende deslumbrarnos con sus dotes negociadoras, ni preservar la hegemonía estadounidense en base al soft power. Su objetivo es otro: exhibir fuerza, demostrar quien manda. Los bombardeos de las instalaciones nucleares de Irán no responden a un plan estratégico para Oriente Medio, sino a un impulso personal: proyectarse como dominador del mundo, del mismo modo que un día logró imponerse en el mercado inmobiliario de Nueva York. Tanto es así que hasta sus propios servicios de inteligencia han negado la eficacia del ataque.

En su Tratado de polemología, el sociólogo francés Gaston Bouthoul lo formuló con crudeza: “Para el hombre de Estado, la guerra es la solución de facilidad. Es el reposo de los gobiernos.” Cuando las tensiones internas se recrudecen y arrecian las críticas, la guerra aparece como atajo: da autoridad, eleva al jefe a una posición casi sagrada y estrecha el margen para la disidencia. Uno deja de discutir con la oposición y pasa a dirigirse a la patria en nombre del destino nacional. Ya no se le pide que gobierne bien, sino que lidere con grandeza. La gestión diaria y las aburridas reformas pasan a un segundo plano. “Inmediatamente después de declarada —escribe Bouthoul—, el más insignificante de los hombres políticos llegados al poder se convierte en una especie de pontífice sublime y aureolado.” Muchas veces no se busca ganar la guerra, sino ocupar ese lugar: el del líder incuestionable.

Quizás Benjamin Netanyahu es el ejemplo más claro en nuestro tiempo: acusado de corrupción, cercado judicialmente y erosionado en las urnas, ha encontrado en la guerra permanente contra Gaza y en la tensión creciente con Irán una vía para prolongar su poder. Vladimir Putin, enfrentado a una sociedad civil cada vez más crítica, a una economía en dificultades y al agotamiento de más de 25 años en el poder, recurrió a la guerra en Ucrania también para restaurar la imagen de una Rusia imperial y reafirmar su liderazgo. Esa espiral arrastra incluso a quienes no iniciaron la guerra. Volódimir Zelenski, elegido presidente con un discurso de renovación democrática, ha quedado atrapado en la lógica bélica impuesta por unas circunstancias excepcionales. Desde el inicio de la invasión, su legitimidad política se apoya en su papel como comandante en jefe. En estas condiciones, la paz también se vuelve difícil de gestionar: no porque Zelenski no la desee, sino porque cualquier repliegue lo expone al riesgo de perder el capital simbólico acumulado durante la resistencia y a las acusaciones de traición.

También Emmanuel Macron, en la agonía de su segundo mandato, ha recurrido a la retórica del “rearme moral y material” como forma de recuperar iniciativa. Incapaz de resolver la crisis de las pensiones, pero presente en cada conversación entre Zelenski, Putin o Trump, ha desplazado su centro de autoridad hacia el exterior. El rearme francés, presentado como respuesta a Ucrania, funciona también como un intento de armar una salida digna para un presidente que ha perdido todo su capital político.

El mecanismo es, sin duda, reconocible. Cambian los contextos, pero la lógica se repite. De Bismarck, a Churchill, pasando por Bush, de las Malvinas, a Libia o Irak, la historia está llena de episodios en los que el conflicto exterior se utilizó como una coartada para el interior.

Dedicamos horas de tertulias, columnas y debates políticos a discutir si, dadas las circunstancias, procede un rearme europeo, y apenas unos minutos a preguntarnos qué está fallando cuando incluso líderes democráticos abandonan la política y eligen la guerra. ¿Y si el reto no fuera militarizar nuestras sociedades y dotar a los gobernantes de poder militar, sino reconstruir la capacidad de conflicto democrático sin recurrir a la guerra? ¿Pueden sobrevivir las democracias que acuden a la lógica del enemigo para silenciar la crítica y la disidencia? ¿Qué tipo de ciudadanía se forja cuando se pide obediencia sin deliberación y sacrificio sin preguntas? Y si ahora, con la guerra en el corazón de Europa, es el momento oportuno para hablar de rearme, ¿cuándo lo será para tener una conversación seria sobre el lugar que aún le damos en nuestras sociedades a la política?

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