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TRIBUNA
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Quién paga la factura de la corrupción

La ceguera selectiva de los votantes con las corruptelas de los partidos a los que apoyan es hoy mayor que en el pasado, pero los de izquierdas siguen siendo más críticos que los de derechas

Quién paga la factura de la corrupción. Eulogia Merle
Oriol Bartomeus

La corrupción se ha adueñado otra vez de la conversación pública y, como en ocasiones anteriores, no la va a dejar. El último (o penúltimo) giro del caso Koldo nos sitúa de lleno en un escenario ya conocido, aunque de contornos difusos, puesto que no se sabe hasta dónde va a llegar la mugre que impregna al trío formado por los dos últimos secretarios de organización del PSOE y su asesor para todo. La corrupción ligada a la actividad política ha sido una constante de la España democrática, en todos los niveles de gobierno (local, autonómico y estatal) y en buena parte de los partidos (más en aquellos que han ocupado más plazas de poder).

La corrupción impacta de lleno en los partidos que se ven implicados en ella. O no. O no directamente. En enero de 2013, se hicieron públicos los llamados papeles de Bárcenas. En marzo, la corrupción y el fraude eran considerados uno de los tres principales problemas del país por el 44% de los electores, que aumentó hasta el 64% en noviembre de 2014. A pesar de ello, el PP de Mariano Rajoy ganó las elecciones un año después, aunque con una caída importante en votos y escaños. ¿Quiere esto decir que la corrupción no pasa factura a los partidos que se ven implicados en ella?

Los trabajos científicos son claros al respecto. La corrupción impacta en los partidos, pero con dos salvedades. Una primera es que probablemente su impacto es menor del que quisiéramos, en el sentido de que la implicación en un caso de corrupción no dinamita los partidos, no los borra. Les inflige un correctivo, a veces severo, pero no es una condena de muerte. En segundo lugar, este correctivo a la corrupción no se da siempre y en todos los casos, sino sólo cuando concurren ciertas circunstancias.

En primer lugar, para que la corrupción afecte al apoyo a un partido, su votante debe considerarla como algo especialmente grave, algo que no siempre sucede. En este sentido, la corrupción afecta más a los partidos de izquierda que a los de derecha, puesto que una parte mayor del voto a estos últimos tiende a considerar la corrupción como algo consustancial al ejercicio de la política, de manera que, cuando afloran los casos de corrupción, una parte del voto de la derecha no entiende que deba modificar su elección. Entre los votantes de izquierda, en cambio, el efecto de la corrupción resulta más devastador, puesto que son más entre estos los que consideran que la corrupción no es indisociable de la actividad política, sino todo lo contrario. Para la mayoría del voto de la izquierda la corrupción es literalmente inadmisible, y por ello el impacto de un caso de corrupción tiende a ser mayor en los partidos de este espacio.

Pero más allá de esta diferencia de base entre votantes de izquierda y de derecha, la reacción ante la corrupción depende de diversos factores. Por lo general, los electores no quieren votar a partidos o líderes que estén implicados en casos de corrupción, pero para no hacerlo deben darse una serie de circunstancias. En primer lugar, esos electores deben conocer el caso de supuesta corrupción en la que ha incurrido su partido. Aunque esto parezca obvio, no lo es tanto, pues no sólo se debe conocer el caso, sino que se debe entender como tal; es decir, el elector debe asumir que aquellas informaciones que le llegan realmente apuntan a un aprovechamiento de la posición del partido para fines espurios. Y eso ya no es tan sencillo, puesto que existen cortafuegos cognitivos en la mente de los individuos que les permiten no creer aquellas informaciones que contradicen sus ideas preconcebidas.

En este espacio es donde juegan tanto los partidos como los medios de comunicación cuando estalla un presunto caso de corrupción. Es lo que se ha llamado estos días “perimetrar” del caso. Uno puede asumir que el partido por el que habitualmente vota está implicado en un caso de corrupción, pero al mismo tiempo estar convencido (o querer estar convencido) que dicho caso no afecta al partido como tal sino a algunas figuras, por más relevantes que sean. Si se entiende el caso como circunscrito a unas cuantas personas determinadas (las “manzanas podridas”), el elector no verá la necesidad de cambiar su voto. Si, además, la información que le llega sobre la supuesta corrupción se la sirve un medio que no merezca credibilidad por parte del votante, el impacto de la corrupción sobre este será nulo, o incluso reforzará su elección.

Este tipo de ceguera selectiva es hoy mayor que en el pasado. La segmentación de los entornos comunicativos permite la coexistencia de mundos paralelos que viven en realidades opuestas, alimentadas por medios que se dirigen a públicos muy selectivos, a los cuales nutren con dietas informativas que buscan la retroalimentación de ideas preconcebidas. Uno de sus efectos es la futbolización de la política, la conversión de los electores en hooligans y de la información política en información cuasi futbolística, convirtiendo los programas políticos en un remedo de El Chiringuito de Jugones. El resultado es un elector que ve penalti en cada jugada en el área contraria, pero se muestra incapaz de verlo en el área propia. De aquí que el posible efecto de la corrupción de los propios quede matizado (que no perdonado) y no implique la inmediata retirada del apoyo.

Además de esa ceguera selectiva, el elector que se encuentra con un caso de corrupción en su partido sólo lo castigará si se cumplen dos condiciones. La primera, que exista una alternativa viable en la que recalar el voto, cosa que no siempre ocurre, y aún menos en un escenario de polarización en el que el votante percibe una distancia enorme entre los partidos, casi existencial. Un ejemplo de ello es el escasísimo tránsito que detectan las encuestas entre PP y PSOE respecto a hace 30 años y, en cambio, el intenso trajín en los extremos (especialmente entre el PP y Vox). En segundo lugar, este votante debe considerar que el supuesto caso de corrupción es suficientemente importante como para prescindir de cualquier otro factor. Al fin y al cabo, la decisión electoral no depende de una sola variable, y el elector tiende a jerarquizar los diferentes temas que baraja para tomar su decisión final de votar por un partido determinado. Por ello, los partidos afectados intentan esperar a que amaine el ruido desatado por los escándalos de corrupción antes de llamar a las urnas, del mismo modo que sus rivales aprietan para tener elecciones cuanto antes, precisamente para que el elector sitúe la corrupción en lo alto de los ingredientes que va a mezclar en su coctelera.

Más allá del efecto inmediato que pueda tener sobre determinados partidos, la factura de la corrupción también se paga en diferido. La corrupción actúa como una termita del sistema democrático que va horadando sus cimientos poco a poco, minando la confianza de la ciudadanía en sus representantes y reforzando la idea que “los políticos” son todos iguales y que sólo buscan su interés personal. El 75% del censo electoral así lo cree, según el CIS. Los que más creen eso son los nacidos en las décadas de los ochenta y noventa del siglo pasado, la generación de la democracia, más que sus padres y madres, los que hicieron la Transición. Algo ha salido mal en la transmisión de los valores, y lo estamos pagando. Y lo vamos a seguir pagando en el futuro.

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