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tribuna
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¿Y si habláramos de política?

Los escándalos y los juicios copan tanto la discusión de los partidos como la información de los medios

El exministro y exdirigente socialista José Luis Ábalos (a la derecha), este lunes tras declarar en el Tribunal Supremo.
Martín Caparrós

Qué bueno sería que los políticos españoles hablaran de política. Qué bueno sería que los periodistas políticos españoles hicieran periodismo político. Qué pena que, en lugar de hacerlo, la mayoría se dedique a discutir asuntos policiales.

Las anécdotas vuelan: un negocito aquí, una muchacha allá, una empresa con sus comisiones, otro imbécil que no supo callarse. Vivimos días de afirmaciones calentorras y muy pocos se hacen la pregunta que me parece clave: ¿por qué la corrupción se volvió el tema decisivo de la política española?

Creo que nadie dudaría de que lo es. La última vez que cambió el Gobierno fue por la corrupción del partido gobernante; es muy probable que la próxima sea igual. Mientras tanto, la Santa Oposición basa su santa oposición en gritar tanto como sus lenguas le permitan las palabras mafia, corrupto, delincuente. Y el Gobierno está feliz de poder hablar de las viejas condenas del Pepe y las que merecerían sus parientes.

La corrupción es, quizá, la forma más bruta de la decepción: personas se ilusionan con que otras van a ser honestas y se encuentran con que no, que roban. Por algo, en su avatar inglés, to deceive significa engañar, estafar. Pero la corrupción también es la manera más fácil de juzgar, la que evita aplicar cualquier idea.

El éxito de esta fórmula es que convierte cualquier debate político en un relato policial: ¿estaba el señor tal en tal despacho con tal señor tal día? ¿Encontrose la señora cual con aquel abogado que alguna vez tuvo relación con esa empresa que sabemos? ¿Y esa foto? ¡Mire usted esa foto! ¡No me va a decir que esto no entra dentro de los considerandos del artículo 6, inciso 39! El éxito de esta fórmula es que favorece y ampara la pereza mental de políticos, periodistas y ciudadanos. Ya no precisan debatir ideas y proyectos, sino buscar rumores, denuncias y renglones del código. Un hecho de corrupción es un puro acto delictivo: todos podemos estar de acuerdo, no hay nada que discutir, hay que ir a la comisaría, castigar culpables. Mientras que la política es todo lo contrario: no estar de acuerdo, debatir, consensuar soluciones.

Así que ahora parece que lo decisivo de los gobiernos fuera su honestidad. Hay quienes lo bautizaron honestismo: la pretensión de que los males de un país o sociedad se originan en la corrupción de sus dirigentes y que, por lo tanto, la forma de solucionar esos males es acabar con ella y que, entonces, lo que más importa es descubrirla y descubrir a sus culpables.

“La honestidad, por supuesto, es indispensable: el grado cero de cualquier actuación, pública o privada —y como tal deberíamos tomarla”, escribí hace tiempo. “Su control debería quedar en manos de una policía y una justicia creíbles. Y la política debería centrarse en quién propone qué, quién pierde, quién se beneficia. Siempre dicen que la corrupción no es de izquierda ni derecha, que está más allá de las ideologías. Es otra falacia del honestismo: la corrupción es, precisamente, el triunfo de una ideología, la que los hace desear plata, lujitos y ventajas en lugar de un lugar en los libros o en el cariño de sus conciudadanos. (Y qué aburrido que todos los corruptos quieran dinero para comprarse coches gordos, caserones, viajes, siliconas, vestidos de etiquetas, joyas, cirugías. A veces parece que lo peor de esta raza es su falta de imaginación, su ambición tan escasa. Otras, que es otra cosa).

Pero la corrupción sigue siendo la cuestión central para políticos y prensa —y, por ende, para muchos ciudadanos—. Son situaciones que se venden bien, permiten bellas moralinas y tienden a la repetición. Discutir una y otra vez sobre lo mismo, insultarse una y otra vez sobre lo mismo sirve para seguir convenciendo a los espectadores de que la política es un espectáculo distante, de que no es el mejor instrumento que tenemos para mejorar nuestras vidas sino esa porquería que hacen los políticos —y que es mejor, entonces, dejársela a ellos: que la manejen ellos, que se ensucien ellos—.

Por un lado —el material—, la influencia real de esa corrupción en las vidas de los ciudadanos es menguada. Todo el dinero que pueden robarse estos señores y señoras no consigue competir ni de muy lejos con la evasión fiscal de cualquier millonario que se precie —que la logra amparado en decisiones políticas de lo más legales—. ¿Cuánto dinero se guardaron las grandes energéticas cuando el Partido Popular, Vox, Junts y PNV eliminaron con gran legitimidad aquel impuesto que pagaban? ¿Cuánto las grandes fortunas en los paraísos fiscales de Andalucía y Madrid, donde evitan las tasas a la riqueza y a las sucesiones?

Lo que sí influye en nuestras vidas es lo que los partidos —aun con la mayor honestidad— quieren hacer con nuestra sociedad. El problema de la sanidad madrileña no consiste en que un hermano o un amigo se hayan pimplado unos millones; consiste en que la política de sus líderes políticos tiende a reducir la salud pública en beneficio de la privada —y eso, válgame Dios, se puede hacer muy honestamente, con los votos y firmas de quienes corresponda—. Eso es lo que habría que discutir y decidir después en elecciones, y es solo un ejemplo: podrían multiplicarse al infinito. Mientras miramos los robos y robines, mientras nos entretienen con insultos e incisos e incenditos, lo que importa pasa, pasa, pasa, en otras partes.

El honestismo sirve para que no lo veamos ni lo miremos y, encima, nos sintamos atentos, vigilantes, probos; somos los mejores: no se nos cuela ni un chorizo. Habría que recordar que los peores, los que hacen daño en serio, no necesitan escaparse ni ocultarse. Pueden hacerlo sin problemas, muy honestamente: les alcanza con hacer política, realmente política.

En este momento el honestismo marcha en turbo: los medios no descansan. En las encuestas sobre las principales preocupaciones de los españoles, la corrupción no suele estar entre las 10 primeras. La vivienda, el paro, la inmigración, la sanidad salen muy por encima. Son cuestiones que dependen de las ideas y decisiones de cada Gobierno, y sin embargo los gobiernos no caen por lo que hacen o no hacen al respecto sino por tristes cuestiones policiales.

Y eso es, con perdón, en buena parte culpa de nosotros los plumones. Es mucho más fácil, más rentable, más descomprometido, contar que un ministro se robó unos miles o millones que trabajar en serio sobre la falta de vivienda de tantos miles o millones, los meses de demora en cualquier cita médica, la explotación de los trabajadores inmigrados. Y ese trabajo de los medios condiciona los fines. Ahora mismo, según el CIS, casi el 70% de los españoles dice que su situación económica personal es buena o muy buena; al mismo tiempo, más del 55% de los españoles dice que la situación económica general del país es mala o muy mala. La diferencia entre esas dos percepciones es el efecto del discurso público, prensa y asimilados. Personas a las que les va más o menos bien, pero escuchan que en verdad les va bastante mal y se lo creen, porque no van a dejar que la realidad, siempre tramposa, los engañe. El honestismo es la forma más sofisticada de este truco: convencerte de que si un Gobierno está privatizando la salud, lo terrible es que algún pariente del Gobierno lo aproveche para algún chanchullo. Lo primero es político, lo segundo es policial. Hemos mirado demasiadas series: ya no sabemos cómo contarnos nuestras vidas.

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Sobre la firma

Martín Caparrós
Escritor, periodista. Premios Ortega y Gasset, Moors Cabot, Roger Caillois, Terzani, Herralde, entre otros. Más de 50 años de profesión, más de 40 libros publicados en más de 30 países. Nació en Buenos Aires, que lo nombró "Ciudadano ilustre", en 1957; vive en Madrid. Su último libro es 'Antes que nada'.
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