La palabra partido
Los políticos, a medida que triunfan en sus partidos, se van alejando más del resto de los ciudadanos


Se puede tomar partido, y eso te pone de un lado o del otro. Se puede sacar partido, y eso hace de cualquier negocio un buen negocio. Se puede encontrar un buen partido, y eso hace del amor un buen negocio. Se puede tener el corazón partido, y eso hizo del amor un mal negocio que un cantante transformó en muy bueno. Se puede ver un partido y eso hacemos: mirarlos. Se puede haber partido, y eso, a veces, no tiene vuelta atrás.
Con partido se pueden compartir tantas filigranas, pero cuando le llega el artículo determinado la indeterminación se pierde y la palabra se deja de risitas. Partido es una cosa, el partido algo muy diferente: una de esas cosas que algunos dicen con reverencia —y ahora la mayoría con desdén. Tanto que la palabra partido te lleva más rápido a 22 muchachos o muchachas corriendo por el césped que a 100.000 marchando por las anchas avenidas.
Esta idea de “partido” se inventó, dicen, en Francia y en el Renacimiento para decir que una cantidad de personas —entonces una cantidad de hombres— se unía en pos de un objetivo compartido. Hay palabras que se vengan, de una manera rara, de quienes creen que las están usando: que una entidad nacida para unir tenga el nombre de lo desunido es un sarcasmo que sólo el castellano. (En otras lenguas cercanas el chiste no es el mismo: parti y partito, francés e italiano, hablan del que se ha ido, que ha partido —o partido una unión con su partida. En inglés, en cambio, la chanza es más gozosa: un party, lo sabemos, si no es political es fiesta.)
Ahora, en todo caso, los partidos son las unidades en que se organiza el descalabro de nuestra vida pública, ese tótem sin cabeza que solemos llamar democracia. Por una de esas piruetas tontas de la historia los partidos políticos, que eran el resultado dinámico y enérgico de la voluntad de esas personas que se reunían para adaptar el mundo a sus ideas, ahora son estructuras muy duras, muy constituidas, donde ingresan personas para adaptar sus ideas al mundo. Los partidos ya no son espacios vocacionales para que los jóvenes empiecen a desarrollar sus pasiones políticas; son, si acaso, la vía para una carrera en la política —que es lo menos político que se puede pensar.
Hay un rasgo que siempre me impresiona: hace mucho que no escucho a un adolescente más o menos expectable diciendo que lo que quiere en la vida es meterse en un partido para hacer política. Los mejores, ahora, intentan inventar aplicaciones, emprender, viajar al mundo, respetar el mundo, hacerse ricos, cooperar, a lo sumo ser médicos o ingenieros o bioquímicos o, incluso, hacer política. Pero ya no dicen me voy a meter en un partido para trabajar con los que piensan como yo y realizar los mismos sueños. Y si algunos lo hacen, no suelen ser los más lucidos. Por eso, también, la desconfianza de tantos ciudadanos hacia los partidos. Es un círculo vicioso: por esa desconfianza los mejores no se integran y porque los mejores no se integran crece esa desconfianza —y estamos como estamos.
Los partidos, ahora, son estructuras viciadas por las querellas y reyertas de poder, donde lo importante es anotarse en el bando correcto, pegarse al ganador, serle leal y útil y, sobre todo, no meterse en líos. La carrera política es un largo aprendizaje de los trucos y recursos necesarios para no joder al que no hay que joder y gustar al que sí hay que gustar, y mandar más. Y así los políticos, a medida que triunfan en sus partidos, se van alejando más del resto de los ciudadanos, se vuelven más y más piezas del aparato, van olvidando —si alguna vez lo recordaron— que se supone que están ahí para servir a los demás, buscan las formas de servirse de ellos: lo llamábamos democracia encuestadora —o bien politiqueo.
Por eso, entre otras cosas, ahora los partidos no usan esos ladrillos que llamaban programas: identidades sólidas, propuestas bien diferenciadas que hacían que votarlos mantuviera un sentido. Los partidos, vaciados, se transformaron en iglesias, pertenencias, algo que se elige una o dos veces en la vida, se ejerce poco, y ya. O, peor, el aura confusa que se despliega alrededor de la cabeza del que ganó el partido, el triunfador que consiguió pasar por encima de todos los demás y que ahora ofrece una sonrisa y promesas vagarosas para que millones le entreguen su confianza y renuncien a toda participación y empiecen a quejarse. Lo llamamos democracia y, encima, nos sorprendemos de que a tantos les importe tan poco. Ya perdimos, está claro, ese partido; habrá que pensar en jugar otro, pensar a qué jugar.
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