En defensa de la democracia, hay que ser socialistas
Además de abrazar la ideología ‘woke’, el PSOE se ha sometido a las exigencias de socios enemigos de la Constitución

Del concepto “socialismo” penden, desde hace 200 años, muchas y diversas teorías con sus correspondientes praxis, en general vinculadas al marxismo. Simplificando mucho, todas han tratado de una u otra forma de acabar con el capitalismo, socializando los medios de producción para redistribuir la riqueza de manera igualitaria. Sin embargo, las que han llegado al poder han tenido desenlaces similares: supresión de la libertad, corrupción, pobreza y represión, a veces monstruosa.
En esta historia del socialismo, hay una excepción: la socialdemocracia europea surgida después de la II Guerra Mundial. En 1959, en el programa de Bad Godesberg, el Partido Socialdemócrata Alemán (SPD) culminó su proceso de abandono del marxismo y se declaró a favor de la economía social de mercado. El documento, que tuvo una gran influencia en el resto de los partidos europeos, identificaba totalmente socialdemocracia con democracia, hasta el punto de admitir que sin la segunda es inviable la primera.
El SPD no renunciaba en modo alguno a una redistribución más justa de la riqueza como aspiración básica, pero sí dejaba de lado la socialización de los medios de producción. Por ese camino, se constituyó en la única modalidad socialista de éxito de la historia en términos de libertad y prosperidad, junto con los laboralistas británicos. Fue además, en compañía de liberales y democratacristianos, promotora del proyecto de la Unión Europea, cuyos principios básicos —democracia liberal, Estado de bienestar y economía social de mercado— asumió como propios.
En España, siguiendo la estela alemana, el PSOE abandonó el marxismo en 1979, en sus congresos 28º y 29º. Un año antes, había sido un partido determinante en la elaboración y aprobación de la Constitución; tres años después consiguió una victoria electoral aplastante y en 1985, ya en el Gobierno, firmó adhesión a la UE, hitos todos ellos de una etapa que yo no dudo en calificar como la “edad de oro” del socialismo español.
Sin embargo, desde hace algunos años, la socialdemocracia está en crisis. Muchos apuntan a una cierta alteración de los principios fundacionales: la redistribución de la riqueza a través del empleo y de unos servicios públicos de calidad ha quedado preterida por la llamada ideología woke, que viene a oscurecer la defensa de las clases trabajadoras y de los derechos universales en favor de la lucha de identidades y de defensa de las minorías y ha dejado la vida política reducida a un conflicto permanente entre opresores y oprimidos según su identidad.
El caso es que la reacción de los sectores sociales que se sienten olvidados ha abierto una brecha colosal en el sistema tradicional, muy bien aprovechada por la extrema derecha y ha tenido consecuencias electorales devastadoras en las dos orillas del Atlántico.
La crisis de la socialdemocracia tiene más causas y requiere un análisis mucho más profundo y más prolijo en argumentos. Pero a mí me interesa ahora mismo el caso español, donde para gobernar con una exigua minoría, además de “wokizarse”, el PSOE ha tenido que someterse a las exigencias de “socios” ajenos a su razón de ser y enemigos de la Constitución. El problema es que, como resultado de esa relación, no han sido ellos los que han mutado sino que el que lo ha hecho ha sido el propio Partido Socialista, siendo la primera damnificada la Constitución, que es tanto como decir la democracia misma.
Así, como resultado de esta mezcolanza inverosímil, estamos asistiendo a un progresivo socavamiento del principio de la separación de poderes, aceptando que la mayoría de turno está por encima de la ley y que los jueces deben estar a las órdenes del poder político, en el más puro concepto populista. Por eso, no es de extrañar que el llamado lawfare, tan del gusto de Podemos o de los independentistas, haya sido asumido con gran naturalidad por el conjunto de la izquierda.
Instituciones medulares del Estado como el Tribunal Constitucional o la Fiscalía General están en el disparadero del debate político por razones conocidas. Ni siquiera la Guardia Civil, muy valorada por los ciudadanos por los excelentes servicios que presta, queda al margen de las diatribas partidarias.
El Parlamento está sufriendo un desprestigio creciente, no solo por los espectáculos vergonzantes que nos ofrecen todos los grupos a diario, sino por la perversión de sus principales funciones: el control al gobierno es un puro “diálogo de sordos”, con insultos a cada cual más altisonante, y la tarea legislativa se realiza a partir de prácticas inhabituales en el parlamentarismo, como el uso abusivo de los decretos ley o las proposiciones de ley utilizadas por el Gobierno para salvar los informes jurídicos preceptivos de los proyectos de ley.
La convivencia entre todos los españoles tampoco se beneficia de la prioridad otorgada por la mayoría gubernamental a levantar un muro infranqueable frente a la derecha, que representa al menos a la mitad de los ciudadanos.
La libertad de expresión es consustancial con la democracia. Pues bien, desde esa mayoría gubernamental se penaliza a los medios que no son adictos, aunque al PSOE le hubiera ido mejor si hubiera atendido a tiempo algunas denuncias de estos medios. Si ahora —como se ha anunciado— se legisla sobre los jueces y sobre los medios, dos pilares básicos del sistema, la opinión pública no dudará de lo que realmente se persigue.
Lo más grave, sin embargo, es que, de manera soterrada se está produciendo una mutación de la mismísima Constitución. Al amparo de la teoría de la ponente de que la Constitución no la prohíbe expresamente, es inminente la aprobación por parte del Tribunal Constitucional de la una ley de amnistía pactada y redactada con los beneficiarios de la misma, una medida implícitamente anticonstitucional y oprobiosa en la que el Congreso se ha humillado ante los autores de un delito de sedición a cambio de sus votos para una investidura. Pero no es improbable que esa peculiar interpretación se utilice para dar satisfacción a los independentistas con otros asuntos (el cupo catalán, por ejemplo), para acabar haciendo del nuestro un país confederal y “constitucionalizar” así la desigualdad y el privilegio.
Por fin, la eliminación de contrapoderes internos —como ocurre en otras fuerzas políticas— ha dado lugar a un partido cuyo poder de decisión lo ejerce una sola persona sin ningún control estatutario, lo cual abre una vía diáfana al autoritarismo.
En estas circunstancias, agravadas por la crisis que está devastando al partido como consecuencia de la corrupción, los socialistas nos enfrentamos a una grave disyuntiva: o volvemos a la socialdemocracia de 1979, con la democracia y la Constitución como banderas, o nos dirigimos a otro “socialismo” de los muchos que a lo largo de la historia han acabado en prácticas opuestas a las que prometían, en detrimento siempre de la democracia y, en última instancia, del bienestar de los ciudadanos.
Por lo demás, la democracia está en crisis en todo el mundo, con quebrantos tan demoledores como el que supone Donald Trump, por más que lloviera sobre mojado en muchos países del mundo. Es sin duda el fenómeno político más trascendental de nuestro tiempo, pues está en juego la supervivencia del único sistema del que se ha dotado la Humanidad a lo largo de la historia capaz de garantizar la libertad y la convivencia.
“Hay que ser socialistas”, decía Felipe González en 1979, en el Congreso fundacional de la socialdemocracia española. En mi opinión, es hora de volver a aquella socialdemocracia. Es la única posibilidad de que el PSOE sobreviva a su actual crisis existencial y por esta razón —amén de otras de carácter más universal— la tarea más urgente para nosotros no puede ser otra que la defensa a ultranza de la Constitución y de la democracia.
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