La boca torcida de la ley (de amnistía)
Determinados jueces han desterrado su obligación de ser imparciales para actuar como auténticos militantes antisistema


Un símbolo es la representación abreviada y material de un concepto para que sea comprendido de forma emotiva o convencional por parte de una comunidad de individuos. Por eso, a la representación de Themis, la diosa griega de la justicia, le fue añadida una balanza como imagen alegórica de la equidad y la imparcialidad que debe regir las decisiones judiciales. Ya durante la Ilustración, ante la prolijidad caótica de los textos y el casuismo se defendió el derecho como algo racional, justo y bueno. En palabras de Montesquieu, el juez era “la boca de la ley”. Y si antiguamente se exigía respeto a la labor del legislador como sujeto virtuoso, en términos contemporáneos esa decencia vendría a ser la legitimidad que le confiere su elección democrática. De donde, en nuestro sistema de derecho continental o romano, a diferencia de lo que acontece en el sistema de common law anglosajón, el juez se ve obligado a resolver los pleitos al margen de afectos, intereses o ideología, limitándose a aplicar la voluntad del legislador.
Ello viene a colación porque, un año después de que el Congreso de los Diputados aprobase la ley de amnistía, tras un sinuoso itinerario parlamentario debido a la corrosiva hostilidad de la derecha política y judicial, los datos arrojan la cifra de 328 personas beneficiarias de la misma: 173 manifestantes; 26 políticos, cargos públicos y empresarios, y 129 policías. Y se ha denegado a 103 personas: 76 manifestantes y activistas, 23 políticos y altos cargos, como los máximos dirigentes independentistas, y 4 policías, en concreto, los que participaron en el disparo de la pelota de goma que costó un ojo al fotoperiodista Roger Español el 1-O en Barcelona. En el capítulo de los rechazos ocupa un papel destacado la fronda protagonizada, entre otros, por la mayoría de la Sala Segunda del Tribunal Supremo para la que la ley del olvido penal es como si no existiera. Su rebeldía deja fuera, de momento, a Carles Puigdemont, Toni Comín y Lluís Puig, todavía en Bélgica, y a Oriol Junqueras, Jordi Turull, Raül Romeva y Dolors Bassa, condenados en el juicio del procés, indultados parcialmente, pero que continúan inhabilitados para cualquier cargo público, con la transcendencia política y social que ello tiene.
Y no solo eso. Por lo que ha transcendido, la máxima instancia penal no se va a sentir concernida ni interpelada por una sentencia del Tribunal Constitucional que ya sabemos que, salvo tres aspectos menores, va a declarar la constitucionalidad de la ley, por interpretar que la malversación por la que se condenó a los líderes del procés queda fuera del perímetro de la misma con el delirante argumento de que “los actos de disposición del patrimonio de la Administración estuvieron radicalmente vinculados a un beneficio personal y tuvieron un carácter patrimonial marcado, habiendo permitido que los encausados obtuvieran determinados bienes y servicios sin disminución de su peculio o patrimonio”. Además, por si ello no fuera poco, fuentes judiciales señalan insistentemente que la togada obstinación de la Sala que presidió Manuel Marchena va a proseguir, reforzada con el argumento de que el Constitucional va a abstenerse de hacer por ahora ningún pronunciamiento sobre ese particular porque el recurso del PP, que es el que el tribunal va a resolver a finales de este mes, no aborda ni cuestiona el artículo de la ley relativo a la malversación y solo la menciona de paso al referirse a las euroórdenes.
La cosa tiene su enjundia. Ciertamente, el Tribunal Constitucional se va a marchar de vacaciones habiendo dictado la primera de las sentencias sobre la ley, la que, como se ha dicho, atañe al recurso del PP. Pero lo relevante es que hasta septiembre no va a examinar los 15 recursos de las comunidades autónomas (tributarios de la doctrina aznarista de “el que pueda hacer, que haga”), que abordan las mismas cuestiones generales del “recurso madre” interpuesto por diputados y senadores del PP, pero también algún extremo más concreto de la ley. Seguidamente, el alto tribunal deberá abordar las cuestiones de inconstitucionalidad planteadas por la propia Sala de lo Penal del Supremo y por el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña, y, finalmente, los recursos de amparo interpuestos por los condenados a los que se ha denegado la aplicación de la norma. Para cuando el Constitucional haya culminado esta homérica tarea, parecería que al Supremo no le quedaría otra alternativa que concluir si amnistía o no la malversación. Pero ello se nos antoja que no va a ser tan fácil.
En efecto, el mismo Supremo ya advirtió hace casi un año de que se guardaba la carta de recurrir a Europa en caso de que la decisión del Constitucional le fuera adversa, por la vía de elevar una cuestión prejudicial ante el Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE). Se trata del procedimiento previsto en el artículo 267 del Tratado de Funcionamiento de la Unión, por el que un juez nacional puede y, en algunos casos debe, plantear ante el tribunal de Luxemburgo una duda sobre la interpretación o validez del derecho de la UE en un caso concreto o su compatibilidad con la norma nacional. En este caso, la peregrina conexión de la malversación con el derecho europeo se establece con algo que ya es una realidad en el derecho interno: el artículo 325 de dicho Tratado dice que los Estados tienen la obligación de proteger los intereses financieros de la Unión y la Directiva (UE) 2017/1371 (conocida como Directiva PIF), ya transpuesta, obliga a garantizar la investigación y sanción penal de los delitos considerados de corrupción.
Pero lo mismo da. Ya se verá. Lo importante es que, aunque la cuestión no sirve para suspender toda la ley, sí la puede suspender en los casos concretos en que deba aplicarse, aunque no sea automáticamente, pues debe justificarse la posible causación de un daño irreparable al aplicar la ley, la existencia de una presunción de buen derecho de la norma invocada por el juez nacional o la necesidad de garantizar la eficacia de la futura decisión del TJUE. Todo apunta que la cosa va a ir por ahí. No hay más que ver las maniobras de los magistrados conservadores del Constitucional, César Tolosa, Enrique Arnaldo y Concepción Espejel, que pidieron en su día paralizar la tramitación de los recursos contra la amnistía hasta que Europa se pronunciase, pese a que el presidente Cándido Conde-Pumpido y la mayoría del tribunal les paró los pies. Luego, los de Alberto Núñez Feijóo recogieron el guante e hicieron idéntica petición como recurrentes, al parecer fuera de plazo, y el Constitucional volvió a descartarla. Igual desenlace tuvieron las mismas pretensiones deducidas por el Senado, en nombre del PP claro está, visto el control asfixiante que ejerce en esta Cámara con su mayoría absoluta. En este caso, además, la Cámara expresó su deseo de frenar la tramitación de los recursos para preguntar al TJUE nada menos que sobre siete puntos de la ley, como la seguridad jurídica, el delito de malversación o una presunta discriminación ideológica.
O sea, aunque los jueces indóciles del Supremo y sus cómplices políticos —los mismos que equiparan la amnistía con la pederastia— son muy conscientes de que Europa les va a llamar al alto, también son sabedores de que antes de que eso ocurra va a pasar mucho tiempo. Se proponen alcanzar así una pírrica victoria provisional. Su orgullo patriótico y sus pulsiones políticas quizás se verán resarcidas por un tiempo, pero lo más probable es que la justicia española coseche un nuevo revés. Un batacazo solo explicable por la actitud de quien prescinde de la voluntad de las instituciones democráticas nada más que porque no les gusta, y que han desterrado su obligación de juzgar y hacer ejecutar lo juzgado para actuar como auténticos agentes subversivos y antisistema, invadiendo los espacios reservados al activismo político militante, falseando sin disimulo los postulados de la democracia jurídica basada en la ley, esto es, en el respeto a la voluntad emanada del legislador democrático. La boca de la ley se tuerce cuando los jueces aplican el derecho a su libre albedrío, según sus preferencias políticas y morales. Cuando se arrogan la sagrada misión de resolver en estrados lo que debería resolverse en la escena política.
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