El debate | ¿Sirve el actual modelo de Selectividad como forma de acceso a la Universidad?
La Prueba de Acceso a la Universidad (PAU) comenzó este martes en toda España, menos en Canarias y Cataluña. Unos 300.000 estudiantes afrontan uno de los mayores cambios de la Selectividad, un modelo con cinco décadas de vida que sigue en discusión

Los expertos suelen decir que la Prueba de Acceso a la Universidad (PAU) es, más que un proceso de selección, un método para ordenar la concesión de plazas en aquellas carreras universitarias donde la demanda supera a la oferta. Se trata de un sistema permanentemente cuestionado que, pese a ello, lleva medio siglo en pie y al que se le han ido haciendo modificaciones que no acaban de poner de acuerdo a la comunidad educativa.
El catedrático de la UNED Juan Manuel Moreno razona que la prueba es el consenso más antiguo de nuestro sistema educativo y aunque es una aceptable herramienta de evaluación, requiere cambios para que sea justa como prueba de acceso. Para Antonio Amante Sánchez, presidente de la Confederación Estatal de Asociaciones de Estudiantes, la Selectividad está desfasada y no es coherente con el objetivo de una educación centrada en el aprendizaje y no en la supervivencia ante una prueba.
Un mal menor sin alternativa de consenso
Juan Manuel Moreno
Hay pocos consensos en materia de educación en la España de hoy. Tal vez uno de ellos sea la opinión cada vez más generalizada de que la Selectividad está fracasando como modelo para regular la admisión a la educación superior. Para unos, ha producido una espiral inflacionaria de calificaciones que conduce al apocalipsis académico; para otros, ha desatado una aceleración de la competitividad que, además de causar estrés y ansiedad en los estudiantes, desvirtúa el Bachillerato y reproduce desigualdades. Sin embargo, el consenso educativo más longevo en nuestro país está precisamente en la persistencia de este examen desde los años setenta con solo algunas modificaciones por el camino.
A lo largo de cinco décadas, la Selectividad se ha mantenido como herramienta clave de la política de admisión a la Universidad, mientras todo a su alrededor, empezando por la propia educación superior, se transformaba por completo. Si sobrevive en el siglo XXI es, en parte, porque seguimos asumiendo que la mejor manera de regular el acceso a la Universidad es un examen de graduación-reválida de la secundaria. Esta es la filosofía que subyace a la Selectividad y la razón por la que, aunque de iure es solo de acceso, de facto tiene una doble función: graduación y acceso. El enorme peso del expediente de Bachillerato en la nota final así lo atestigua. Quizá por eso ha sido un aceptable examen de graduación, pero una deficiente prueba de acceso. A medida que la secundaria se hizo cuasi universal y la educación superior se masificó y diversificó, ha sido cada vez menos eficaz y justa en su función de acceso. El que, como examen de graduación, haya supuesto una garantía de cohesión del sistema educativo y un instrumento eficaz para el control y el cambio curricular en secundaria hace que su ineficiencia para regular el acceso se tolere como mal menor.
La Selectividad se ha mantenido como un modelo de consenso porque ha permitido y favorecido la expansión del sistema universitario. Los cambios que se han introducido a lo largo de los años, e incluso la evolución al alza de las calificaciones, podrían verse como la respuesta adaptativa de un examen del siglo pasado a la enorme expansión de la oferta universitaria —tanto de instituciones como de grados, másteres y otras titulaciones— y al crecimiento simultáneo de la demanda que ha tenido lugar en este siglo. Mientras que el acceso a las carreras de élite ha continuado siendo tanto o más competitivo que en cualquier otro momento del pasado, el acceso a los estudios superiores en general se ha hecho más asequible para más estudiantes, hombres y, sobre todo, mujeres, de procedencia socioeconómica desfavorecida, inmigrantes o de comunidades autónomas que partían de tasas de matrícula muy bajas. A pesar de que haya agudizado la segmentación entre el sector de élite y el de masas, cabe poca duda de que la Selectividad ha tenido un efecto redistributivo, incrementando la democratización del acceso a la educación superior. Las profundas brechas de desigualdad que siguen existiendo en nuestro sistema universitario no son resultado directo del examen, sino que se explican por la clase social de los estudiantes, el nivel de estudios de sus padres, el lugar de residencia, la rama de estudios o la duración de los distintos grados universitarios. No obstante, para una prueba de su relevancia, no hay capital más preciado que la confianza pública. Al percibirse ahora como un instrumento arbitrario, sesgado a favor o en contra de ciertos colectivos o territorios, proclive a crear desigualdades o a no ser fiable, la confianza pública podría seguir deteriorándose hasta crear una seria crisis.
Lo cierto es que tanto radicales como pragmáticos dan implícitamente por bueno el statu quo de mal menor de la Selectividad, al menos porque ninguno presenta una alternativa sólida y políticamente viable. Si, como escribió Calderón, “el mayor bien es pequeño”, se comprende que el menor mal sea tan llevadero en lo que a la Selectividad se refiere. No parece ser el problema más urgente de nuestra educación superior, ni tampoco la reforma pendiente que permitiría resolver otros que lo son más (la financiación de las universidades públicas, por ejemplo). Aun así, es ya obligado reconsiderar su diseño como prueba de acceso y renovar su filosofía como examen de graduación.
Un instrumento que ha quedado desfasado
Antonio Amante Sánchez
A pesar de las recientes reformas, la Prueba de Acceso a la Universidad (PAU) sigue siendo un modelo que no refleja adecuadamente la preparación y capacidad real del alumnado para afrontar la vida universitaria. Este año, la PAU ha introducido cambios importantes: se han incorporado preguntas competenciales obligatorias con un peso mínimo del 25% del total de la prueba y se han establecido penalizaciones más severas por errores ortográficos y gramaticales, que pueden llegar hasta un 20% de la nota en asignaturas como Lengua Castellana y Literatura. Además, se ha reducido la opcionalidad en los exámenes, obligando al alumnado a dominar la totalidad del temario.
Estos ajustes no abordan el problema fundamental: la PAU continúa siendo una evaluación concentrada en apenas dos o tres días, en la que el alumnado se juega gran parte de su futuro académico y profesional. Durante los dos años de Bachillerato, los estudiantes deben ser evaluados de forma continua por su profesorado, mediante exámenes, trabajos, participación en clase, etcétera. Esta evaluación continua permite una visión más completa y personalizada del progreso de un estudiante. ¿Tiene sentido duplicar esa evaluación con una prueba externa que simplifica la valoración a un único momento?
Además, resulta importante conocer la presión emocional que genera esta prueba. El alumnado se enfrenta a una situación de alta exigencia en un corto periodo de tiempo, lo que afecta de forma muy negativa a su rendimiento, independientemente de su preparación real. Situaciones personales, problemas de salud o simplemente un mal día pueden llegar a tener consecuencias desproporcionadas en el resultado final.
Otro aspecto que refuerza la invalidez del modelo es el tipo de contenidos y metodología que prioriza. Pese a los avances por dar más peso a la parte competencial, las pruebas siguen girando mayoritariamente en torno a la repetición de conocimientos teóricos y la aplicación mecánica de procedimientos. Se sigue premiando una buena memoria antes que el pensamiento crítico, la creatividad o la capacidad de conectar saberes. El resultado es una prueba descontextualizada, poco estimulante y alejada del tipo de razonamientos que se valoran posteriormente en la Universidad. En lugar de fomentar una cultura de aprendizaje profundo, la PAU favorece la preparación intensiva a corto plazo, muchas veces basada en técnicas de estudio superficiales, academias especializadas o modelos prefabricados de respuesta.
La solución no es perfeccionar una prueba única y estandarizada, sino apostar decididamente por un sistema donde el peso del expediente académico y la evaluación continua realizada durante el Bachillerato ocupe el 100% de la fórmula para el acceso a la Universidad. Así se reflejan de manera más fiel las competencias, habilidades y conocimientos adquiridos a lo largo del tiempo. Y lo que es más importante, permitirá una valoración más justa y equitativa, teniendo en cuenta el esfuerzo sostenido y la evolución individual de cada estudiante. No obstante, para que este enfoque sea verdaderamente equitativo resulta imprescindible establecer mecanismos que eviten la inflación de notas en determinados centros. Recientemente, EL PAÍS se hacía eco de las prácticas que se producen en centros concertados y privados, que ofrecen múltiples oportunidades para subir calificaciones, incluso permitiendo repetir exámenes hasta alcanzar la nota deseada. Esta situación es claramente un ejemplo de competencia desleal frente al alumnado de centros públicos, en los que las evaluaciones son más rigurosas y mucho menos flexibles. Por tanto, cualquier reforma que otorgue mayor peso al expediente académico debe ir acompañada de sistema de control que garanticen la equidad en la valoración del rendimiento estudiantil en todos los centros educativos.
La PAU ha cumplido una función durante décadas, pero hoy es un instrumento desfasado. No se trata de hacer el acceso a la Universidad más fácil, sino más justo, más útil y más coherente con el tipo de educación que como sociedad decimos querer construir: una educación centrada en el aprendizaje y no en la supervivencia ante una prueba.
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