España y el ‘síndrome portugués’
El PP da por hecho que bastará la mera convocatoria de elecciones para acceder de forma casi automática al poder


Hasta hace bien poco, la península Ibérica vino siendo la aldea gala de Astérix, el último baluarte de una socialdemocracia que se hallaba en retirada en toda Europa. Después de las últimas elecciones habidas en el Portugal posterior al liderazgo de António Costa, nuestro vecino ha sido contagiado, sin embargo, por la ola dominante en la mayoría de los países democráticos y se ha inclinado mayoritariamente a la derecha. Los socialistas han sufrido la humillación, además, de casi empatar con Chega, el partido de ultraderecha. Algo así no es previsible en España. En todos los sondeos el PSOE sigue estando lo suficientemente fuerte como para no sufrir un derrumbe similar. Pero lo que está por ver, y esa es la cuestión, es si conseguiría mantenerse en el poder, si nuestro país no se verá arrastrado también por la casi irresistible acometida conservadora que vemos por doquier.
Hay una cosa obvia: cada país posee sus propias tradiciones o peculiaridades políticas, aunque ninguno es inmune a la vez a las influencias que vienen del exterior. Canadá y Australia, por ejemplo, votaron teniendo claro el modelo en negativo de las políticas de Trump. Pero si la volatilidad electoral está hoy a la orden del día no es por un efecto contagio, sino porque todos los sistemas democráticos han de enfrentarse a un enemigo común: la desconfianza en la política establecida. Este es el combustible que mueve a los populismos, a la vez que constituye la mayor losa que pesa sobre quienes ejercen el poder. “Una de las funciones de los políticos es la de defraudarnos”, decía Julian Barnes, como si fuera una ley ineluctable. De serlo, lo cierto es que siempre afecta más al incumbente, al titular del Gobierno, pero de ello tampoco se libra la oposición.
Si trasladamos esta idea al caso español, lo que se observa es que la oposición mira más al deterioro del Gobierno que a su propia erosión. Da por hecho que bastará una mera convocatoria de elecciones para acceder de forma casi automática al poder. O, lo que es lo mismo, que la presunta degradación del adversario la conducirá a él, exigiéndole poco más que la adecuada dosis de confrontación primaria. Probablemente, cree también que el ciclo del que antes hablábamos colocará a Feijóo en La Moncloa por algo así como un designio del contexto político europeo. Como tuvo ocasión de experimentar después de las pasadas elecciones legislativas, esto no es tan sencillo. Mazón sigue gobernando en la Comunidad Valenciana, e ignoramos cuáles son sus compromisos con los ciudadanos respecto de muchas de las imputaciones que hace a Sánchez. Por ejemplo, respecto de la necesaria regeneración de las instituciones. De acuerdo, hay que librarlas de su colonización partidista, ¿pero a qué se comprometería respecto de ellas una vez en el poder? ¿Cuál es el plan?
Luego está su relación con Vox, quizá la mayor espina. Si lo va a necesitar, como ahora es el caso, ¿hasta dónde está dispuesto a llegar en sus eventuales concesiones para poder gobernar? Díganlo, porque otras de las críticas más feroces a Sánchez provienen precisamente de sus “cambios de opinión” respecto de quienes ahora son sus aliados. ¿Cuáles serán sus líneas rojas a este respecto? Y podríamos seguir aludiendo a cualesquiera de las materias sobre las que ejercen su crítica. Imagino que esta será la función del congreso del PP convocado para julio de este año. En teoría para “prepararlo” de cara a unas eventuales elecciones. Implícitamente, pues, porque Feijóo es consciente de que no lo está, ignoramos cuáles son sus objetivos programáticos tanto como el banquillo de que dispone. En efecto, el poder no llega nunca porque sí, menos aún por mera ósmosis con nuestro querido vecino.
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