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COLUMNA
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Hacemos política en la mesa de los niños mientras los bárbaros se sientan en la de los adultos

Lo sorprendente es que Eurovisión haya quedado como el único campo de batalla, habiendo tantos frentes donde la democracia se la juega de verdad

Melody, el viernes durante uno de los ensayos de Eurovisión en Basilea.
Sergio del Molino

Hay que descolgarse de un guindo muy alto para enterarse ahora de que Eurovisión es un campo de batalla político. Ahora y siempre: ¿o acaso la dictadura de Franco no aprovechaba la atención para colocar su propaganda del milagro español y modernidad dentro de un orden? Por eso mandaban a Massiel y no a un alférez provisional tuerto cantando el Cara al sol. El festival es la única iniciativa de las radiotelevisiones públicas que concentra las miradas de la mayoría de los europeos, por lo que ningún Gobierno malogra la ocasión para impartir doctrina y fijar posiciones sobre lo que toque cada año. Lo sorprendente no es esto, sino que se haya convertido en el único campo de batalla, habiendo tantos frentes donde los debates son existenciales y la democracia se la juega de verdad. El mismo fin de semana en que Rumania cortaba la respiración a toda Europa y en Portugal se abría otra vía de agua en el muy desportillado casco europeo, los ciudadanos de este continente pasmado estaban peleándose por un certamen de canciones horteras.

Mientras nos tiramos miguitas de pan en la mesa de los niños, las mesas de los mayores donde se toman las decisiones van siendo ocupadas por los bárbaros sin apenas oposición democrática. Un día, levantaremos la vista de nuestras polemiquillas de saldo y nos encontraremos gobernados por los aprendices de Trump o por agentes a sueldo de Putin.

Una consecuencia clara de la polarización y la hiperpolitización de todo el ámbito público es la desmovilización. Parece una paradoja, pero no lo es: si todo gesto es político, la política acaba siendo una sucesión inane de gestos espontáneos y consignas tuiteras que se mezclan en una ensalada autorreferencial. Los espacios propios de la discusión política quedan entonces vacantes y al alcance de cualquier demagogo que proponga soluciones fáciles a los problemas que angustian a mucha gente y no aparecen en Eurovisión. La hiperpolitización polarizada ha ofrecido a los enemigos de la democracia una caricatura eficaz de los demócratas como frívolos, decadentes, ensimismados, egoístas y banales.

Tiene el PP con su congreso una oportunidad rara en un partido de la oposición para marcar la agenda y ofrecer algo más que ruido. Puede decidir si planta cara a la barbarie que viene —sin dejar de plantear la legítima batalla al Gobierno—, si se alía con ella (y se deja devorar) o si prefiere seguir discutiendo sobre canciones horteras y la tontería que toque cada semana. No confío en que decida lo primero, pero sería lo único coherente en un partido que se reclama democrático en la Europa de hoy.

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Sobre la firma

Sergio del Molino
Es autor de los ensayos La España vacía y Contra la España vacía. Ha ganado los premios Ojo Crítico y Tigre Juan por La hora violeta (2013) y el Espasa por Lugares fuera de sitio (2018). Entre sus novelas destacan Un tal González (2022), La piel (2020) o Lo que a nadie le importa (2014). Su último libro es Los alemanes (Premio Alfaguara 2024).
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