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Tribuna
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En el Valle de la infamia, menos constructoras y más historiadoras

El concurso para “resignificar” Cuelgamuros presentado por el Gobierno no cumple con la que tendría que ser su principal función

Exterior de la basílica del Valle de los Caídos en Cuelgamuros, Madrid.

El Valle de los Caídos se erigió, según el artículo primero del Decreto del 1 de abril de 1940, para “perpetuar la memoria de los que cayeron en nuestra Gloriosa Cruzada”; es decir, para celebrar el golpe de Estado y la terrible Guerra Civil que le siguió —porque, recordemos, el golpe fracasó—. Sería mucho después, en 1958, cuando se reformuló la literatura de sus objetivos fundacionales, restando agresividad al mensaje e incidiendo en la idea del perdón cristiano para maquillar el futuro mausoleo ante las potencias internacionales. Para ello, se exhumaron —en la mayoría de los casos sin consentimiento ni información a los familiares— los restos de decenas de miles de personas procedentes de cientos de fosas, llegando a inhumar en las criptas de la basílica más de 33.000 cuerpos, lo que la convierte en la mayor fosa común del Estado.

Afortunadamente, después de 64 años —23.448 días, para ser exactos—, el 12 de julio de 2023 comenzaron las labores de localización, exhumación e identificación de las víctimas. Y cuatro años antes, el 24 de octubre de 2019, se logró, al fin, exhumar al dictador de su lugar de enterramiento privilegiado en el altar mayor de la basílica. Un honor que, por cierto, supuso una excepción sin precedentes al derecho canónico, ya que ese espacio está reservado para obispos o santos. Este dato revela la colaboración necesaria e inquebrantable —ya fuera por acción u omisión— entre la Iglesia católica y la dictadura franquista. Una lealtad que aún perdura y que se manifiesta en la ominosa resistencia a abandonar el Valle.

Parecía que, tras tantas décadas de democracia, se empezaba a desmontar el terrible significado de todo ese complejo arquitectónico, construido por las manos de miles de presos políticos para empresas como Huarte y Cía. (hoy parte de OHLA). Esta, además de levantar de buen grado la futura cripta faraónica del dictador, se ahorró los costes laborales empleando trabajadores en condiciones de semiesclavitud. El periodista José María Calleja recogió en una de sus obras el testimonio de Trinitario Rubio, uno de esos trabajadores, que decía que a los presos les daban 50 céntimos por día, que pagaban al final de la semana, y el Estado se quedaba con una parte en concepto, decían, de manutención. “Fuera, en la calle, el jornal era de 13 o 14 pesetas diarias. La diferencia entre lo que se cobraba en Cuelgamuros y lo que cobraban los obreros que no estaban allí, iba para un fondo que servía para pagar las obras del Valle”, relataba. A través del sistema de “redención de penas por el trabajo”, los empresarios afines al régimen lograron ascender social y económicamente, en clara ventaja sobre quienes tenían la “mala costumbre” de pagar sueldos dignos.

La democracia no ha pedido cuentas a esos empresarios —ni a los sucesores y herederos de esas grandes fortunas, que, por cierto, siguen ocupando posiciones privilegiadas en nuestra sociedad—. Y, para colmo, cuando después de tanta reivindicación los nietos de las víctimas comienzan a ver reparados algunos de sus derechos, como el de exhumar los restos del abuelo, nos encontramos con una medida muy tramposa por parte del Gobierno. En 2018, de hecho, una proposición de ley de memoria democrática del grupo parlamentario entonces llamado Unidas Podemos pedía la resignificación de ese mamotreto ignominioso que sigue dominando imperturbable el paisaje democrático. Y, por fin, medio siglo después de la muerte del dictador en la cama, aparece una propuesta de concurso arquitectónico para convertir el Valle de Cuelgamuros en Lugar de Memoria. Un concurso negociado, no con las víctimas, sino con la Santa Sede, que colaboró estrechamente con los victimarios: Pío XII y Juan XXIII contribuyeron decisivamente a sancionar el monumento franquista; el primero, convirtiendo el monasterio en abadía; el segundo, elevando el templo a basílica.

La sorpresa de historiadores y asociaciones de memoria, como la ARMH, es mayúscula al comprobar que el concurso público para la supuesta resignificación del Valle resulta, cuando menos, problemático.

Para empezar, quedan fuera del proyecto la abadía y la cruz, dos elementos fundamentales del programa monumental. Para el resto de las estructuras se pide “respeto” —ni más ni menos—. Una resignificación tremenda se va a lograr si se respeta un monumento totalitario como si fuera la catedral de Santiago de Compostela. El Valle, además, no es un espacio que se pueda intervenir a medias. Requiere un proyecto holístico y radical, a la altura del monumento que se pretende transformar. Cualquier intento tibio será devorado por el monstruo.

Abordar el Valle en su integridad implica intervenir todo el paisaje. Por algo hablamos del Valle de los Caídos, y no solo de la basílica. Basta con leer a los ideólogos del monumento para entender que los edificios eran solo una parte del programa. Y aquí se encuentra otro de los grandes fallos del concurso: todo el paisaje de Cuelgamuros —desde los pinos hasta las rocas, pasando por la carretera— es un producto cultural destinado a exaltar la visión franquista de la guerra y la dictadura. Pero en ese mismo paisaje están también las huellas materiales de la violencia sobre la que se construyó el monumento: los destacamentos penales donde malvivieron los presos y sus familias durante años, en condiciones penosas.

Los restos de esos destacamentos y chabolas se conservan y pueden musealizarse sin gran coste. Los hemos excavado, así que sabemos de lo que hablamos: las ruinas y los objetos tienen el potencial de cambiar profundamente la forma en que se visita y se percibe el Valle. Sin embargo, en el concurso, los trabajos forzados se reducen a una breve mención, lo que significa que bastará con poner unos carteles en el centro de interpretación. Si es que eso ocurre, porque, al parecer, un miembro de la curia formará parte del jurado. ¿De verdad creen que es posible resignificar un espacio que, en parte, seguirá sacralizado y que no ha contado con el consenso de las víctimas de la dictadura?

Otro fallo flagrante es la aproximación esencialmente arquitectónica e ingenieril a la resignificación. Sin duda, necesitamos arquitectos (¡y artistas!) para repensar y transformar el Valle. Pero la reflexión patrimonial es la clave. Es la piedra angular sobre la que debe construirse todo lo demás. Y el patrimonio cultural, como problema social, cultural y político, es el campo de trabajo de la historia, la antropología, la historia del arte y la arqueología. Todo esto, sin embargo, queda reducido a un mero apéndice de la arquitectura en el concurso presentado por el Gobierno, cuyo requisito más importante es “haber realizado al menos un trabajo con las siguientes características: redacción de proyecto y dirección facultativa, de obra nueva o rehabilitación, con PEM [presupuesto de ejecución material] superior a dos millones de euros, entre 2010 y 2025”. Frente a la preponderancia otorgada al proyecto arquitectónico, la parte histórica y patrimonial queda relegada a “un titulado en Historia o Historia del Arte”, en una posición claramente subalterna.

Señoras y señores del Gobierno: los 30 millones de euros presupuestados para este concurso dedíquenlos mejor a sufragar investigaciones y proyectos de científicos sociales, a financiar exhumaciones y a llenar de aulas didácticas de memoria democrática todos los rincones de España. Pero, por favor, no dejen en manos de las constructoras más boyantes de este país (cuyas fortunas, por cierto, puede que provengan de las que se enriquecieron tras el golpe de Estado) la concepción y desarrollo del proyecto de resignificación de este enclave paradigmático. Confíen en las ciencias sociales y no permitan que, a costa de la Historia, se perpetre un nuevo pelotazo inmobiliario, para beneficio, entre otros, —¡esto ya es el colmo!— de la Santa Sede.

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