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Columna
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Sí, hay que salvar la hostelería

Acercarse al bar durante el apagón fue una respuesta normal: había cerveza, por supuesto, pero también compañía e información

Una terraza de Madrid durante el apagón del lunes.
Jaime Rubio Hancock

Cuando se fue la luz en toda España, yo estaba teletrabajando y creía que se había ido la luz en todo el edificio, así que, tras una espera prudencial, decidí bajar a la biblioteca y aprovechar su estupenda wifi. Pero de camino ya vi que el problema no era solo mío. ¿Se había ido la luz en toda la calle? ¿En todo el barrio? ¿No se habrá ido en todo Torrejón de Ardoz?

Decidí intentar llegar al periódico, a pesar de que cabía el riesgo de que me enviaran de vuelta a escribir sobre lo que en mi cabeza aún era “el gran apagón de Torrejón”. Había gente en la calle tomándoselo un poco a broma. Las familias recogían a sus hijos del colegio, a pesar de que en uno de ellos, una maestra avisaba de que les había dado tiempo a preparar la comida. Un señor se emocionó al ver luz en el centro de salud, hasta que su amigo le recordó que los centros médicos tienen su propio generador. Otro señor, enfadadísimo, decía que Putin había cortado los cables de toda Europa. Pensaba que era un chiste, pero un policía del Ayuntamiento me explicó lo que se sabía entonces, que era poco, y entendí que aquel hombre hablaba en serio. Cerca del Ayuntamiento también conseguí conectarme a internet y cruzarme algún mensaje con mi pareja, mi familia y algunos compañeros. No conseguí subirme al autobús, y menos mal, porque luego me enteré de que la A-2 estaba colapsada.

Sí, había mucha gente en los bares. Por lo que vi ya de noche y a la mañana siguiente, en Twitter y Bluesky hubo un más que comprensible cachondeo con eso de que las terrazas estuvieran llenas. Lo típico de que llega el apocalipsis y lo primero que hace un español es buscar un sitio donde sirvan cerveza. También había bromas desde el extranjero, donde alguno recuperaba la foto del chef Anthony Bourdain en una terraza parisina, convertida en símbolo del estilo de vida europeo más calmado frente a la ambición estadounidense. Pero se hacía, casi siempre, sin recriminaciones. Al contrario, se subrayaba lo bien que casi todos nos tomamos esas horas de desconcierto durante las que las autoridades informaban poco y encima no nos llegaba casi nada.

Lo de pedirse una caña en medio del apocalipsis tiene todo el sentido del mundo, a pesar de que esto recuerde a la ridícula batalla política madrileña por la libertad cervecera durante la pandemia. En los bares no solo había bebidas aún frías y comida caliente, sino también gente que había logrado enterarse de algo. Por ejemplo, que algunos supermercados estaban abiertos y se podía hacer cola en la puerta. También era bueno saber que, sin teléfono, uno podía bajar al bar en caso de emergencia.

Feijoó: SAQUEN AL EJÉRCITO La Razón: CAOS TOTAL Españita:

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— Aquel Coche (@aquelcoche.bsky.social) 29 de abril de 2025, 11:49

🇮🇹Caos de tráfico por el apagón. 🇫🇷Problemas de suministro por el apagón. 🇵🇹Escased de combustible por el apagón. 🇪🇸¡NO SE CABE EN LOS BARES!

— Craca (@cracacraca.bsky.social) 29 de abril de 2025, 18:19

Los bares son un “tercer espacio”, un término acuñado por Ray Oldenburg en su libro The Great Good Place (1989). Se trata de lugares de encuentro al margen del hogar y del trabajo. Espacios abiertos en los que la conversación es habitual, que tienen público fiel y en los que no hay jerarquías (al menos entre los clientes). Oldenburg pone como ejemplo los cafés europeos de los siglos XVII y XVIII y el ágora de Atenas, pero también los bares, los parques, las librerías, las pequeñas tiendas y las peluquerías, a lo que podemos añadir los bancos del paseo de la Chopera, en Torrejón, e incluso un coche con la puerta abierta y la radio puesta en caso de emergencia.

Estos terceros lugares son puntos de encuentro que ayudan a que las comunidades estén más cohesionadas y sean más cívicas. Por ejemplo, los cafés fueron un centro difusor de las ideas ilustradas. Allí se leían los primeros periódicos y se debatían alternativas a la monarquía absoluta. Eran, como escribe el periodista Tom Standage, protorredes sociales. Pero no hace falta planear la llegada de la democracia para que un tercer espacio tenga sentido: podemos charlar del tiempo, de la importancia de una radio a pilas o incluso de las debilidades del suministro eléctrico en España.

Necesitamos muchos terceros espacios a los que acudir, con o sin apagones. No solo bares y no solo de pago, pero también bares. De lo contrario, acabaremos en sociedades solitarias en las que hay que coger el coche para tomarse un café de cadena en un centro comercial, y en las que cuando ocurre algo raro lo primero que se le ocurre a uno es cerrar bien la puerta, por si acaso, en lugar de bajar a tomarse una caña.

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Sobre la firma

Jaime Rubio Hancock
Redactor en Ideas y columnista en Red de redes. Antes fue el editor de boletines, ayudó a lanzar EL PAÍS Exprés y pasó por Verne, donde escribió sobre redes sociales, filosofía y humor, entre otros temas. Es autor de los ensayos '¿Está bien pegar a un nazi?' y 'El gran libro del humor español', y de las novelas 'El informe Penkse' y 'Sitges'.
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