Apagón desinformativo: ni luz ni bulos
Sin redes sociales, WhatsApp o Telegram extendiendo falsedades estuvimos mucho más tranquilos


El lunes no solo volvimos por unas horas a una civilización sin electricidad. El apagón nos hizo experimentar, también, un breve regreso a un mundo donde no existía la desinformación digital. Sin redes sociales, WhatsApp ni Telegram para recibir o extender bulos. Con un puñado de medios de información accesibles, emisoras de radio consolidadas, cada una con su enfoque editorial. Y con solo unos pocos portavoces disponibles, todos ellos oficiales y con conocimiento de los hechos, fueran gubernamentales o corporativos. Fueron unas horas sin ruido digital. Sin chistes, sin hilos de pseudoexpertos, sin memes políticos en los chats de grupo, sin vídeos y audios reenviados con teorías descabelladas, sin influencers o personajes públicos difundiendo opiniones infundadas. Sin (y esto es muy importante) campañas de desinformación —internas o externas― coordinadas para intentar desestabilizar el sistema. No pudimos acceder a la información durante el apagón, pero tampoco a la desinformación. Si los buenos no podían emitirla, tampoco los malos.
“Hubo desinformación analógica”, me dice Clara Jiménez Cruz, fundadora del medio de verificación Maldita. A ella, como a mí, nos paraban por el barrio los vecinos al vernos con transistores. Nos preguntaban si lo que habían escuchado o les llegaba en los breves parpadeos de conexión era cierto. La duda siempre estaba en la pregunta: ¿es verdad esto que he oído de que va de Finlandia a Italia? Recordé la teoría de Robin Dunbar de que el cotilleo nos hace humanos, porque es una forma de cohesión social, como el despioje de los monos. Parece que, de alguna forma atávica, estamos muy bien equipados contra el rumor tradicional, y le damos a la comunicación oral informal el valor que tiene: relativo. El rumor digital, incontrolable y más sensible a manipulaciones interesadas, es otra cosa. Ante la falta de conexión, en las oficinas de Maldita en Madrid se pasaron al factchecking analógico: escribieron en una pizarra lo que sabían y la colocaron en la calle. Clara repasa los actos de desinformación que monitorizaron en las primeras horas: que si Alvise diciendo que era ciberterrorismo, que si Ursula von der Leyen declarando que era un ataque a la “soberanía europea”, que si la CNN reportando un “ciberataque crítico”. Pero claro, que los bulos se lancen no quiere decir que lleguen.
Pregunto también por su opinión a Raúl Magallón, profesor experto en desinformación de la Carlos III, que tiene una idea interesante: “Sin la dopamina de las redes la gente estuvo más tranquila”. La información estaba muy limitada, me dice, pero vimos que no pasaba nada grave y eso bajó el nivel de incertidumbre general. Clara cree que ―independientemente de la actuación del presidente del Gobierno― las previsiones de Red Eléctrica, que a las dos horas del apagón ya dio información correcta sobre cuándo y cómo se iba a recuperar la luz (en 8 o 10 horas, por zonas), fue fundamental para mantener la calma.
Resumiendo: durante unas horas confiamos en los medios tradicionales y en los expertos, vimos que sus predicciones se iban cumpliendo, hicimos caso a nuestros propios ojos y sustituimos la dopamina de las redes por la dopamina del contacto social. Dudo que existan precedentes de un experimento social y comunicativo parecido, que abarque países enteros.
Ahora la cosa cambiará. Tras este paréntesis, la industria de la desinformación ha vuelto, sembrando la idea de la inconveniencia de las energías renovables.
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