¿Es España un país racista?
Los disturbios en Torre-Pacheco (Murcia), una “cacería” de inmigrantes organizada con la excusa de la agresión a un vecino, nos plantean una pregunta incómoda: ¿somos los españoles xenófobos? ¿O acaso podemos consolarnos y pensar que esta es una ideología minoritaria?

En los últimos tiempos, España se ha enfrentado recurrentemente al debate sobre si debe considerarse un país racista. Diversos episodios —desde los insultos xenófobos en los estadios de fútbol hasta las “cacerías” contra migrantes alentadas en Torre-Pacheco, tras una agresión utilizada como detonante por sectores de la ultraderecha— han reavivado la cuestión sobre la existencia de un racismo estructural y profundo en la sociedad española.
Moha Gerehou, periodista y activista antirracista, propone dejar de preguntarse si España es un país xenófobo y centrar el debate en cómo erradicar el racismo de forma efectiva. A su juicio, la discriminación racial no se relaciona necesariamente con una ideología política concreta, sino que está profundamente arraigada en la sociedad. “Hay profesores y profesoras que seguramente se consideran de izquierdas o progresistas y, aun así, reproducen el racismo que han aprendido. El odio racial se adquiere independientemente de nuestra ideología o color de piel. Yo, como persona negra, he sido criado en un sistema racista”.
Existen organismos, tanto internacionales como nacionales, que estudian el nivel de racismo en distintos países. Según un informe de 2023 de la Agencia de Derechos Fundamentales de la Unión Europea (FRA), el 30% de las personas negras residentes en España afirma haber sufrido discriminación en los últimos cinco años. Esta cifra sitúa a España entre los países con menor prevalencia de discriminación percibida por afrodescendientes en la UE: ocupa el tercer puesto entre los 13 países analizados. Solo Portugal (17%) y Polonia (19%) presentan porcentajes más bajos.
En el plano interno, la xenofobia constituye el principal motivo de delito de odio en España con un peso de entre el 40% y el 45% del total registrado. Esta realidad se refleja en distintos ámbitos de la vida cotidiana. En el mercado del alquiler, por ejemplo, un informe de Provivienda, asociación que defiende el derecho a la vivienda, denuncia la existencia de prácticas discriminatorias sistemáticas: en 2024, el 99% de las agencias inmobiliarias consultadas aceptaron sin reparos las condiciones racistas impuestas por los propietarios.
También las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado reproducen patrones discriminatorios. Diversos estudios han documentado la existencia de identificaciones policiales basadas en el perfil racial. Según datos de la FRA, el 52% de las personas negras encuestadas en España afirma haber sido detenida o identificada por la policía únicamente por el hecho de ser negra, una cifra superior a la media europea, situada en el 48%.
Este tipo de prácticas ha alimentado el discurso de determinados partidos y movimientos de derecha y ultraderecha, que insisten en vincular inmigración y delincuencia. Elisa García-España, catedrática de Derecho Penal y Criminología en la Universidad de Málaga, ha investigado extensamente este tema y rechaza de plano esa asociación. “Cuando se relaciona migración y delincuencia hay una intención claramente partidista”, asegura por teléfono. “No me cabe la menor duda de que saben que es mentira, o son unos ignorantes de gran categoría. No es debatible”.
Sostiene que el proceso penal, en cualquier parte del mundo, es selectivo por naturaleza: no se aplica de forma neutral ni igualitaria, sino que tiende a centrarse en determinados grupos sociales como principales objetivos de control, vigilancia y castigo. En ese marco, las personas migrantes suelen recibir un trato más severo por parte de la policía y la justicia. A esta discriminación operativa se suman barreras estructurales, como el acceso limitado a una defensa legal efectiva o la imposición de medidas cautelares más duras, como la prisión preventiva. “Las estadísticas oficiales de delincuencia no reflejan la delincuencia real del país —advierte—. Responden a otros criterios. Las cifras penitenciarias, por ejemplo, no nos dicen tanto sobre quién comete delitos como sobre cuál es la política criminal del Estado”.

De la pureza de sangre a los delitos de odio
El racismo adopta formas distintas según el contexto histórico de cada país. En el caso de España, Antumi Toasijé —historiador y autor de Memoria negra: retratos de figuras afro de la historia de España (Universidad de Granada, 2023)— señala que existen elementos profundamente arraigados en su estructura social, en parte ligados a su posición geográfica. “España es el país europeo más cercano a África. Tras la expulsión de los musulmanes en el siglo XV, se consolidó un discurso antiafricano que ya venía gestándose. Tiene unas raíces racistas muy profundas y antiguas, imposibles de comparar con otros países donde la presencia africana ha sido más marginal”.
Toasijé descarta que la larga convivencia histórica en España haya tenido un efecto integrador. “Ha derivado en formas de racismo menos visibles y más consolidadas que, por ejemplo, la violencia policial en Estados Unidos, pero no por ello menos peligrosas”.
El racismo científico, que alcanzó su apogeo en los siglos XVIII y XIX y utilizaba argumentos pseudocientíficos para justificar la superioridad de unos grupos sobre otros, tuvo escasa implantación en España. Según Toasijé, el odio racial español adoptó sobre todo un carácter religioso: “La idea de limpieza de sangre estuvo muy presente. Se decía que ciertos pueblos habían sido maldecidos por Dios. Era un racismo de orden ético y moral, que asumía la inferioridad espiritual de algunos colectivos”.
La discriminación racial, en efecto, ha ido mutando a lo largo del tiempo. En la Grecia y Roma clásicas, como señala Benjamin Isaac en The Invention of Racism in Classical Antiquity (la invención del racismo en la antigüedad clásica, sin edición en español, 2004), no existía una teoría racial basada en la biología, pero sí ideas esencialistas que atribuían las diferencias entre pueblos al clima, la geografía o las costumbres. Más adelante, el racismo científico intentó justificar la superioridad de unas razas sobre otras mediante argumentos biológicos, consolidando jerarquías que sirvieron de base al colonialismo, la esclavitud y los proyectos totalitarios del siglo XX.
Hoy, ese discurso persiste bajo nuevas formas, como el racismo diferencialista: no niega que todos los seres humanos tengan igual valor, al menos de forma expresa, pero rechaza su mezcla, alegando la supuesta incompatibilidad de sus culturas, religiones o modos de vida. Es, como explica el filósofo francés Étienne Balibar en Raza, nación y clase (Traficantes de Sueños, 1988), “un racismo sin razas”. Un modelo en el que la cultura funciona como si fuera una naturaleza inmutable.
A lo largo del siglo XX, la violencia racista en España ha atravesado diversas fases. Durante la dictadura franquista, el país permaneció relativamente aislado del exterior y fue, sobre todo, tierra de emigrantes. El discurso oficial promovía una identidad nacional homogénea —católica, castellana— que marginaba a minorías internas como el pueblo gitano. Al comienzo de la Transición, la población extranjera era prácticamente residual: apenas un 0,5% en 1981.
Fue en los años ochenta cuando comenzaron a llegar flujos migratorios significativos: trabajadores marroquíes —tras acuerdos bilaterales—, latinoamericanos (sobre todo peruanos y dominicanos), africanos subsaharianos y descendientes de exiliados. A este proceso se sumó la instalación masiva de turistas europeos en las costas. A finales de la década, con la irrupción de la crisis económica, afloraron los primeros brotes de una xenofobia moderna.
El gran punto de inflexión llegó en 1992 con el asesinato de Lucrecia Pérez, una inmigrante dominicana tiroteada en Madrid por un guardia civil acompañado de varios neonazis. Aquel crimen se considera el primero de odio racista reconocido como tal en democracia. Durante los años noventa y dos mil se sucedieron nuevos episodios: el asesinato del joven bangladesí Neesha (1995), disturbios en barrios con alta concentración migrante y, sobre todo, la revuelta de El Ejido en 2000. Tras un crimen cometido por un ciudadano marroquí, cientos de vecinos atacaron comercios y viviendas de inmigrantes. Fue uno de los estallidos xenófobos más violentos de la historia reciente del país.

La instrumentalización del racismo
Los incidentes en Torre-Pacheco han recordado a ese episodio. Javier de Lucas, catedrático emérito de Filosofía del Derecho y Filosofía Política en la Universidad de Valencia, explica que, más allá de la novedad que supone el auge de la ultraderecha en Europa y la propagación de noticias falsas a través de redes sociales, lo que subyace al racismo es una estructura económica que necesita una mano de obra sumisa e invisible, legitimada por un discurso que convierte a los migrantes en amenaza. “Se quiere reducir todo el problema a una cuestión de racismo cuando lo que hay detrás es la explotación en los campos de plástico de Almería o en los cultivos intensivos de melón y lechuga en el Campo de Cartagena. Una mano de obra explotada que se pretende mantener sepultada en un espacio social invisible”. El racismo no es el fin sino el medio.
De Lucas alerta sobre el error de tomarse al pie de la letra las declaraciones más extremas de algunos líderes políticos, como la diputada de Vox Rocío de Meer, que llegó a proponer la expulsión de ocho millones de inmigrantes. “No es una propuesta real. Ese tipo de mensajes están diseñados para provocar, generar miedo y polarizar el debate”. Según el catedrático, quienes sostienen este discurso no buscan realmente deportar a millones de migrantes, entre otras cosas porque muchos sectores económicos dependen de esa mano de obra. “Lo que se pretende no es expulsarlos, sino consolidar la idea de que su presencia supone una amenaza”. Esa retórica, señala, responde a una lógica estratégica: se crea artificialmente un problema —lo que los sociólogos llaman un “problema-obstáculo”— para luego presentarse como los únicos capaces de gestionarlo y ofrecer una solución.
Berta Álvarez-Miranda Navarro, socióloga y profesora de la Universidad Complutense de Madrid, sostiene que los disturbios de Torre-Pacheco han revelado una realidad inquietante: la existencia de grupos organizados, con conexiones transnacionales, capaces de movilizarse con rapidez y amplificar discursos de odio a través de las redes sociales. “Lo realmente novedoso es la normalización creciente de estos discursos racistas, que permiten exteriorizar con mayor libertad un racismo latente ya presente en la sociedad”.
Álvarez-Miranda subraya que esta escalada discursiva está siendo alimentada por un “empresariado político” que ha convertido el odio racial en una herramienta política rentable, explotándolo con total falta de responsabilidad. “Es un tema muy fácil de instrumentalizar en estrategias de polarización”, advierte. Apunta tanto a quienes agitan el miedo a una supuesta “invasión islámica” como a quienes denuncian un corpus filonazi seguramente exagerado. Insiste en la importancia de no equiparar discursos explícitamente violentos —como los que llaman a “cazar magrebíes”— con las inquietudes de quienes expresan preocupaciones cotidianas, como las listas de espera en la sanidad pública o la disparidad en el manejo del idioma entre los alumnos de un aula.
Todos los entrevistados en este reportaje coinciden en señalar una carencia estructural: falta inversión en políticas de integración orientadas a fomentar la convivencia, la inclusión social y la igualdad de oportunidades para la población migrante. “En los últimos años, los espacios de interacción entre diferentes comunidades han desaparecido”, denuncia Mikel Araguás, de SOS Racismo. La consecuencia, explica, es una sociedad cada vez más fragmentada, con escasos lugares de encuentro. “¿Qué relación tiene la gente de tu entorno con personas racializadas?”, plantea. “Te das cuenta de que esa relación es muy baja o directamente inexistente. Y cuando existe, suele estar marcada por una relación de poder vertical. De arriba abajo. Eso alimenta la rueda de la discriminación”.
¿Es posible imaginar una sociedad sin racismo? “Sin ninguna duda”, responde Moha Gerehou. “Así como el racismo tiene una historia larga y arraigada, el antirracismo también cuenta con un recorrido extenso y exitoso. A lo largo del tiempo, ha logrado enfrentarse —y superar— formas de discriminación mucho más violentas que las actuales”. Aunque hoy presenciemos episodios que parecen anunciar un rebrote xenófobo, Gerehou ve también señales de un movimiento antirracista cada vez más amplio y articulado. La única manera de avanzar hacia ese horizonte, como sostiene el historiador estadounidense Ibram X. Kendi, es adoptar “una postura deliberadamente antirracista”.
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