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Alcohol y familia: cuando mi madre se ponía a bailar y yo pensaba que el futuro no sería tan terrible

Beber se acepta como parte de una celebración y los adultos aleccionadores de pronto adquieren nueva ligereza, escribe la periodista francesa Alicia Dorney en un ensayo del que ‘Ideas’ adelanta un extracto

Alcohol

La infancia y la embriaguez son dos estados ajenos el uno al otro y, a excepción de ese vodka dejado por descuido demasiado cerca de la trona, la colisión no suele producirse por lo general hasta el despertar de las primeras emociones adolescentes. Si las ebriedades antes de los 15 años son clandestinas, el primer contacto con el vino suele ser un asunto de familia y sigue siendo altamente simbólico. Desde el dedo mojado en champán que se le ofrece al niño el día de su bautizo hasta el bizcocho mojado en una copa de [vino de] Monbazillac a la hora de la merienda, tantos y tantos pequeños rituales transmitidos por las generaciones que me han precedido, vividos antaño como deliciosos sacrilegios, pero que a los padres de hoy les costaría la intervención de los servicios sociales.

Puesto que se acepta como parte de una celebración, la ebriedad familiar, la mayor parte de las veces, suele tener lugar en pleno día. Antesala del infierno para unos, momentos entrañables para otros, la comida de los domingos y otras fiestas familiares —confirmaciones, bodas, comuniones— son también ocasiones en las que se mezclan la ebriedad de los mayores, el primer trago de los adolescentes, y a veces hasta los inocentes excesos de los niños que apuran el culín de las copas antes de ser desenmascarados, tambaleándose entre las mesas con el paso de un escuadrón de cangrejos. De niña fui testigo, desde mi más perfecta inocencia, de la extraordinaria metamorfosis de los adultos de mi entorno, de repente investidos de una energía y un garbo que yo no les conocía. El alcohol parecía aportar a esas personas ansiosas y aleccionadoras una nueva ligereza, una sorprendente cercanía con mi propio mundo, el de las travesuras, los excesos y las caídas inofensivas. Durante esas sobremesas interminables, viendo a los adultos recobrar un espacio de despreocupación, a mi padre reír a carcajadas mientras perdía jugando a la belote [un juego de cartas], y a mi madre, de ordinario tan tímida, ponerse a bailar, pensaba que el futuro no podía ser tan terrible. Que yo también lograría llegar.

No sabía que un día esa inquietud cambiaría de bando. Porque nuestra ebriedad, con el tiempo, se convierte inevitablemente en una fuente de ansiedad para otra persona. Empezando por nuestra madre. Algunas personas construyen su relación con el alcohol como espejo o como rechazo de la de sus padres, lo que resulta tan doloroso como la orientación universitaria. Otros buscan en la ebriedad una forma de renacer. Antes de mi entrevista sobre vino y literatura con el escritor Yannick Haenel, nunca había equiparado la ebriedad a un “segundo nacimiento”. Pero es precisamente ahí donde toca una forma de lo absoluto. Después de una de esas ebriedades que nos plantan de lleno los pies en la existencia, algunas personas cuentan haber experimentado una conmoción emocional tan poderosa como la que les trajo al mundo. Hay en ese extraño momento de epifanía una especie de “renacer a sí”, independiente de toda filiación, como si por fin empezáramos a vivir. Pero pensando en ello, quizá el descubrimiento de la deliciosa sensación de “abandonarse” a la ebriedad pone fin momentáneamente a ese miedo al abandono que nos atormenta desde la infancia y no solo a quienes aún recuerdan haber sido olvidados en un área de servicio de la autopista durante las vacaciones.

Las primeras ebriedades respondían menos a una búsqueda de placer que a un deseo de transgresión. El propio término “ebriedad” no parece aplicarse a la adolescencia, donde preferimos hablar de “cocido”, “pedo”, “mamado” o “moña” y, hoy en día, también de toda una serie de expresiones que mi limitada exposición a la franja de entre 15 y 18 años no me permite reproducir aquí. Se aprende a beber como se aprende a caminar y, en ambos casos, la claudicación y las caídas dan lugar a innumerables dramas y carcajadas. Entre los adultos de toda condición que tuvieron la amabilidad de contarme su primera ebriedad, raros son aquellos que me hablaron de grandes añadas descorchadas frente a la chimenea mientras leían a Chateaubriand. La mayoría de las veces se trata más bien de litros de cerveza ingeridos, en el caso de los más afortunados, durante un campamento de bádminton en Inglaterra, y para el común de los adolescentes, en una fiesta de pueblo o de pie en un aparcamiento.

Esos momentos patéticos y fundacionales escapan a la vigilancia de los progenitores, quienes solo los constatan por los estragos en los rostros de sus vástagos o por las botellas que faltan en la bodega. Pero, más allá del lado gamberro de estos primeros contactos con el alcohol, me he dado cuenta de que a menudo estaban asociados a un periodo de crisis, a una voluntad de olvido, de ruptura con una cotidianidad llena de dudas: la del malestar adolescente. Debido a mi temprano distanciamiento, tanto simbólico como geográfico, mi crisis adolescente fue silenciosa. Salí del regazo familiar refugiándome en el trabajo, escolar primero y profesional después, con una especie de ascetismo que no tenía otro objetivo que empezar de cero. Ninguna comida ni ninguna bebida resultaba apetecible a mis ojos, especialmente las que me ofrecían mis padres. Durante muchos años, comimos en la misma mesa, pero no el mismo plato, según un acuerdo tácito que consistía en preparar para mí un menú aparte.

Por alguna extraña asociación de ideas, estaba convencida de que comer y beber lo mismo que ellos terminaría por volverme como ellos. A pesar de la ausencia total de conflicto abierto, tuve que romper por un tiempo los vínculos carnales. Y solo mucho más tarde comprendí lo absurdo de ese razonamiento.

Porque es también una invitación al relajamiento y al olvido, la ebriedad ofrece un terreno propicio para la reconciliación, ya sea con un amigo, con un hermano o con un pariente. En mi caso, la reconciliación filial no tuvo lugar ante una botella de sancerre, pero sigo convencida de que mi pasión por el vino ha sido una forma de reconectar con la vida y, por extensión, con aquellos que me la dieron. En cada uno de mis retornos al domicilio familiar, pocos pero regulares, me han acogido como al hijo pródigo. Sigo siendo “la que ha triunfado”. En qué, no lo sé muy bien, pero el caso es que ahora soy siempre yo quien elige el vino. Beber con mis padres ha caldeado el frío que se había instalado entre nosotros, proporcionándonos un tema de conversación a la vez rico y perfectamente neutral, nada de vacunaciones, ni de mis múltiples tumbos sentimentales y profesionales, y menos aún del suspense digno de un thriller escandinavo que sobrevuela el estado de mi cuenta bancaria.

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