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Lo mejor que un muerto puede enseñarnos es a saber morir

La inteligencia artificial y otras tecnologías hacen cada vez más probable un futuro en el que tengamos que legislar nuestro derecho a desaparecer tras la muerte, escribe la filósofa Raquel Ferrández en un ensayo del que ‘Ideas’ publica un adelanto

Muerte e inteligencia artificial

En el año 2012 todavía se consideraba una novedad asistir por videoconferencia al funeral de un ser querido, o que el padrino de bodas llevase su discurso escrito en su smartphone. Ambos sucesos son ya habituales, aunque tal vez no hayamos tenido ocasión de contratar servicios funerarios online o de solicitar la opción de videoconferencia en uno de estos rituales ante la imposibilidad de desplazarnos. La industria funeraria es muy consciente de estos avances tecnológicos en los que ciertas empresas del sector son pioneras, mientras otras se limitan a mantener actualizada su página web. La empresa china de servicios funerarios digitales Shanghai Fushouyun organizó en 2022 un funeral en el que sus asistentes pudieron mantener una conversación de despedida con el fallecido, que fue digitalmente “reconstruido” mediante inteligencia artificial y proyectado en una pantalla. “Esperamos hacer entender a los vivos que la muerte no es el fin de la vida. La gente quiere usar la IA para recuperar a los difuntos porque necesita liberar sus emociones”, declaró el director ejecutivo de la funeraria en una entrevista para el Guangzhou Daily. Poco después, él mismo advertía del riesgo de usar la recuperación digital del difunto para “ahogarse” en las emociones que se suponía debía ayudar a liberar entre los dolientes. Recrear digitalmente a un familiar fallecido para decir adiós como nos habría gustado es una cosa; emplear esta reconstrucción digital para fingir que no ha muerto es otra. Tal vez la muerte no sea el final de la vida —si creemos en el tiempo cíclico del renacimiento o en una vida eterna más allá de la muerte—, pero es el final de una vida y ningún avance de la IA puede resucitar a los muertos.

En el año 2014 el Tribunal de Justicia de la Unión Europea ratificó el derecho al olvido que ya había sido reconocido previamente por la Agencia Española de Protección de Datos (AEPD). Este reconocimiento europeo partió de la iniciativa de noventa ciudadanos españoles cuando reclamaron a Google el derecho a que cierta información sobre sus vidas desapareciese de la memoria inmortal del buscador. Shoshana Zuboff describe este episodio como un triunfo del derecho comunitario europeo sobre uno de los gigantes del capitalismo de la vigilancia:

“Para los individuos, [Google] ha significado que toda una información que, normalmente, iría envejeciendo hasta caer en el olvido se mantenga ahora eternamente joven, destacada en el primer plano de la identidad digital de cada persona. La AEPD reconoció que no toda información es merecedora de tal inmortalidad. Hay alguna que debería olvidarse porque es lo que normalmente hacemos los seres humanos”.

Todavía no se ha regulado el derecho de las personas a descansar después de muertas, pero no me extrañaría que formase parte de una batalla jurídica futura. No me refiero únicamente al derecho de un individuo a ser progresivamente olvidado por las generaciones que lo suceden, sino al derecho a estar muerto y a comportarse como tal: callarse, ausentarse, desvincularse. Asombrosamente, las diversas formas disponibles de “inmortalidad digital” forman parte de la lógica de la acumulación de información. Hablo de la “inmortalidad” del llamado “cuerpo informacional” de un individuo, es decir, el conjunto de sus huellas digitales o el legado que constituye su identidad digital. Ideas rocambolescas y propuestas comerciales oportunistas se mezclan con desesperaciones honestas nacidas del sufrimiento que experimenta un ser humano frente a la pérdida de sus seres queridos. Nacidas también del horror a la propia desaparición y de la voluntad de permanecer omnivinculado cueste lo que cueste, incluso legándose a uno mismo a un avatar digital que nos sustituirá tras la muerte.

Morir ya no es excusa suficiente para callarse; desaparecer ya no está justificado en ningún caso; estar muerto no tiene por qué ser sinónimo de estar desvinculado. En definitiva, los llamados “muertos-sin-descanso” (restless deads) son muertos coherentes con una sociedad de vivos omnivinculados. Un vivo omnivinculado es por definición un ser ansioso y sobreestimulado; un muerto omnivinculado es un muerto ocupado, un muerto con vida social, un muerto que se niega a reposar. La omnivinculación no discrimina entre los vivos y los muertos, tiene links para todos nosotros, nubes grotescas en las que chatean los aún no nacidos con sus antepasados muertos. Los muertos incansables desafían el reposo de la tumba y mandan a paseo el tradicional deseo de “que en paz descanse”. En ocasiones, se trata de difuntos a quienes sus seres queridos no les consienten el lujo de ausentarse. “Los rituales asociados al entierro de los muertos para que descansen o reposen en el cementerio durante una eternidad se desplazan hacia una existencia póstuma cada vez más inquieta”, comenta [el investigador] Bjorn Nanser (y compañía):

“Los muertos-sin-descanso emergen a través de estas interfaces híbridas de lo digital y lo físico, se materializan en formas más vivas de medios de comunicación y son exhumados dentro de una red de conexiones sociales y técnicas, antes delimitadas por la muerte biológica, las instituciones sociales, la geografía de los cementerios y la inscripción física en piedra”.

Los muertos-sin-descanso se unen al “éxtasis ocupado” del que habló Peter Sloterdijk:

“El trabajo, la lucha, el amor, el diálogo; estas son las formas principales del éxtasis ocupado. Desde este punto de vista, la ocupación es sinónimo de existencia, y lo contrario de la ocupación no sería el aburrimiento, sino que sería la muerte”.

El éxtasis del muerto ocupado, sin embargo, no tiene nada que envidiar al de un vivo. Un muerto omnivinculado trabaja, lucha, dialoga y ama. Sobre todo, dialoga. Una ingeniería predictiva genera nuevas conversaciones usando el modelo de las viejas y usa las huellas del pasado para predecir nuevas rutas. La memoria del doliente, por su parte, ya no tiene por qué recurrir a la materia prima del pasado: un futuro artificial le sirve de hilo conductor para seguir recordando. El recuerdo de la réplica parlante se mezcla ahora con el del original replicado —hace ya tiempo ausente y callado—. ¿A quién habrá que recordar cuando nadie está dispuesto a morir?

Michel Foucault señalaba que a partir del siglo XIX se había producido en Europa una progresiva individualización de la muerte, con el traslado de los cementerios a la periferia de las ciudades. Con las tecnologías digitales, esta individualización no ha hecho más que aumentar hasta niveles extremos, como el de una página web para conmemorar al difunto. Esta individuación afecta también a las mascotas, junto a nuevas expresiones de antropomorfizar la muerte y, en general, todo lo no humano: sacerdotes-robots que ofician funerales y urnas contienen las cenizas de un perro o de un gato situadas en el salón de sus dueños junto a una fotografía conmemorativa del animal.

Tanto los vivos como los muertos omnivinculados parecen estar de acuerdo en ese “horror a la desaparición” que está en la base de los salvavidas digitales. No la idea de legar la “sabiduría” del muerto a las futuras generaciones, no un impulso de generosidad sapiencial que ahora la tecnología podría ayudarnos a implementar, no una permanencia digital del individuo por el bien común ni por el bien de nadie que no sea uno mismo —ya sea el bien del doliente, que se niega a asumir la pérdida de su ser querido, ya sea el bien del propio difunto, que se niega a asumir la idea de que también a él o a ella le llegará el turno de la ausencia—. La mejor enseñanza que un muerto puede legarnos no viene dada a través de grabaciones de audio, vídeos o legados parlantes adheridos a un código QR. Ante todo, un muerto debería enseñarnos a saber morir, lo cual no es tarea fácil: implica saber retirarse, callarse y desvincularse, no por deserción, egoísmo ni abandono, sino por pura generosidad. Nos olvidamos de que el vacío, el silencio y la ausencia cumplen un servicio fundamental de higiene al que cada uno de nosotros debería contribuir por generosidad y respeto a lo que está por venir. Nuestra relación con la vida sale a la luz en su propio final, como también en la despedida de ciertas personas sin las que nos parece inconcebible seguir viviendo.

Cuando alguien se aferra desesperadamente a una situación, a un ser vivo o a una idea, no está dispuesto a aceptar que saber querer exige saber perder o, al menos, estar dispuesto a aprender a perder. El ejercicio de dejar ir, de permitir que lo más querido se ausente de nosotros para siempre, es lo que hace que querer no se convierta en un infierno, dada la finitud de la que somos carne y hueso. Podemos, desde luego, emprender una lucha hostil contra esa finitud, declararle la guerra a nuestra biología y a toda biología transitoria que se precie. Esta es una opción bastante transitada actualmente; a mi juicio, un deseo en bruto disfrazado de revolución.

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