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El verano según tu clase social: cómo el dilema norte/sur sigue marcando el turismo de los españoles

La dicotomía del verano fresco y exclusivo del norte y el caluroso y popular del sur ya no funciona exactamente así: un cambio de paradigma climático y social ha trastocado los estereotipos

Una pareja se relaja en un banco al sol en Torremolinos en el año 2006.
Enrique Rey

Raffaella Carrà lo tenía claro: “Para hacer bien el amor hay que venir al Sur”. Ella, por cierto, era del norte. La cantante lanzó este clásico de las verbenas en 1978, justo cuando más brillaban algunos destinos del Mediterráneo español como Marbella, La Manga del Mar Menor o Torremolinos. Entonces, todo lo que hoy nos parece kitsch o camp era una novedad, y muchos trabajadores accedían a sus primeras vacaciones convencidos de que las provincias más meridionales de España, fueran o no el mejor sitio para lo que proponía la canción, sí que serían un buen lugar para bañarse y pasear. Especialmente, en comparación con las gélidas playas del Cantábrico (o con la alternativa más realista: otro verano en un pueblo de interior). Siete años más tarde, el grupo asturiano de punk Ilegales (tan lejos de Carrà en lo estético, aunque no en lo político) lanzaba un mensaje sobre el Norte capaz de espantar a cualquiera, y es que Jorge gritaba que por allí arriba todo está lleno de sangre y frío y “siempre llueve en domingo”.

Como han señalado filósofos y sociólogos (de Antonio Gramsci a Enrique Dussel), el norte y el sur no son solo referencias geográficas, sino que además funcionan como coordenadas culturales y económicas. Durante décadas, más allá de paisajes, climas y realidades sociales, esta oposición entre lo septentrional y lo meridional se ha construido a través de canciones, películas, anuncios y otros discursos que han marcado qué tipo de vida y qué costumbres asociamos a cada latitud. La manera de vivir el verano dentro de nuestro país no es una excepción y, en el mejor de los casos, el tópico indicará que un verano norteño puede ser sofisticado y tranquilo, mientras que su equivalente al sur sería apasionado y placentero; en el peor, asociará el primero con mal tiempo y aburrimiento y el segundo con calores sofocantes y vulgaridad.

Familias en la playa de San Sebastian en los años cincuenta.
Vista de la playa de Ondarreta, en San Sebastián, en agosto de 2017.

Mientras el turismo crece a todos los niveles y en todas partes, en proporción, quienes más están acudiendo a esa “España Verde” son los nacidos en otras zonas de España, es decir, los llamados “turistas nacionales”. Como demostración, cabe señalar que en la Región de Murcia las pernoctaciones de extranjeros rondan el 45% del total, según datos del INE, cuando en Asturias, una comunidad autónoma de un tamaño similar pero muy distinta en cuanto al clima, este porcentaje es de alrededor del 18%. Está claro: las playas del norte, donde la aristocracia descubrió las bondades de los “baños de ola” hace más de un siglo, interesan hoy a cada vez más españoles.

De hecho, muchos de quienes solían veranear en el Mediterráneo reconocen en privado que han llenado provincias como Lugo de alertas de Idealista que les avisarán de oportunidades inmobiliarias, y ya se habla de la Cornisa Cantábrica en términos de refugio climático. Después de décadas de dominio del sur y el Mediterráneo como destino y paradigma del veraneo, parece que miramos al norte. Pero, ¿qué tiene que ver todo esto con nuestra personalidad? ¿Por qué se ha convertido esta elección de destino en una parte más de nuestra marca personal y en una cuestión estética y de clase?

Dos imaginarios enfrentados

Fotografías como las de Carlos Pérez Siquier en Roquetas de Mar (años setenta), Martin Parr en Benidorm (años noventa) o Slim Aarons en Marbella (años setenta y ochenta), parecen haber construido el verano que recordamos e imaginamos. Aunque las del primero retratan ambientes más populares y las del último, solo a “personas atractivas haciendo cosas atractivas”, en todas aparecen playas soleadas, pieles bronceadas y cierta masificación alegre y promiscua. Sin embargo, el verano en Europa comenzó mucho antes para los aristócratas y la alta burguesía. Testimonios como el de Marcel Proust (que frecuentó la localidad costera de Cabourg, en Normandía) muestran que el veraneo ya era algo habitual para los más ricos a principios del siglo XX. Entonces se empezaba a hacer “vida de playa”, aunque esto sorprendiera mucho a los obreros y las clases medias que observaban a aquellos primeros turistas extrañados, como si fueran “peces y moluscos extraños”.

Alfonso de Hohenlohe, fundador del Marbella Club y valedor del turismo de lujo en el Mediterráneo español, en una lancha en los años setenta.
Una gaviota sobrevuela el puerto de Baiona, en Pontevedra.

“En España, la diferencia entre los dos modelos depende sobre todo de a quién imita cada uno”, comenta Guillermo López, director de la revista Salvaje y licenciado en Ciencias Ambientales. “Hay una distancia de 50 u 80 años en la irrupción del turismo a favor del norte, donde los primeros veraneantes tenían muy claro que querían imitar a las burguesías francesa e inglesa. En el Levante y en el Sur a quien se imitó fue a las clases medias u obreras de Inglaterra y de Escandinavia, que de repente descubrieron que les gustaba mucho el sol del Mediterráneo. Unos se dedicaban a la navegación, a la vida social o a las casas de baño, de modo que no les importaba tanto que pudiera llover una semana seguida porque gran parte de sus actividades eran de interior, pero el modelo mediterráneo está claramente basado en la playa y en el chiringuito, en algo barato y asequible para todos”.

Noemí Sabugal, autora de Laberinto mar (un recorrido por las costas españolas editado por Alfaguara en 2024) recuerda que “la impronta de los veraneos del norte se debe a los primeros baños de ola de la Casa Real”. “Los de agua de mar son el consejo que le dieron los médicos a la reina Isabel II para su enfermedad de la piel. María Cristina de Austria, casada con Alfonso XII, será quien popularice aún más esos veranos en Donostia, con una residencia de verano en el Palacio de Miramar. Después, su hijo Alfonso XIII acudirá al Palacio de la Magdalena en Santander”, explica la autora.

Turistas y rascacielos en Benidorm.

Desde entonces, toda la estética alrededor del verano en el norte, tal y como explica la periodista Raquel Piñeiro, autora de Manual de supervivencia para viajar por España (Planeta, 2024), ha sido más bien “pija”: “Hoy esa estética tiene mucho que ver con la ropa de marcas marineras ligadas a las regatas (chalecos sin mangas, polos con banderitas de colores) y con la sudadera, porque en el norte refresca. En el Mediterráneo no necesitas una sudadera en verano a no ser que tengas baja tolerancia al aire acondicionado”. Piñeiro, además, observa que el norte se está convirtiendo en un concepto que da prestigio: “Esto se ve de forma muy clara en casos como los de María Pombo y sus hermanas: veranean en Cantabria y cada verano sus cuentas de llenan de frases tipo qué ganas de ir al norte, necesito norte”.

Moreno Paleta (Plasson&Bartleboom, 2025) es una novela de Sergio V. Jodar que, como hiciera Panza de burro de Andrea Abreu, con el verano de dos niñas tinerfeñas, recorre las vacaciones de un niño de clase obrera en cualquier pueblo del levante más urbanizado. Es una novela llena de Coca-Cola y abuelas que ven Aquí hay tomate. “El verano sigue oliendo a crema solar y a salitre, sabe a Frigopie y es el Tour al mediodía”, explica Jodar. Frente a otros veranos más exclusivos, pone la playa como ejemplo de espacio público bien aprovechado: “La playa es lo más democrático que hay: es gratis, puede ir todo el mundo el rato que quiera, los días que quiera y encima es un refugio para veranos como este y los que están por llegar. Me encanta ver esas sombrillas gigantescas o esas carpas con toda la familia junta, una nevera enorme, cervezas y sandía”.

Vista de la costa de Santander en un día nublado de verano.

Posiblemente, el verano es uno de los pocos fenómenos sociales cuya versión más popular, masiva y accesible (aunque cada vez menos) continúa siendo más escenificada por la ficción y atendida por los medios que sus variantes más presuntamente exquisitas. López lo tiene claro: la serie Verano Azul tiene buena parte de la culpa. Él detecta un hilo que la conecta con toda representación del verano posterior: “Durante cuatro décadas esa serie ha construido la mirada sobre el verano. Una serie de la época de la Transición o de comienzos de los años ochenta, hija de los cambios sociales de aquella época, cuyo legado ha pervivido y llevamos grabado. Y creo que sobre ese legado se ha construido una reinterpretación, que es la que vemos en los anuncios de cerveza, de modo que lo que prima en nuestra cabeza es una metaimagen. Verano Azul ya era una interpretación, pero muy ligada a las experiencias reales de los veraneantes en el Mediterráneo, mientras que la imagen que tenemos ahora está construida sobre una construcción”.

Un refugio climático que también puede masificarse

A día 4 de julio de 2025, el agua en la playa de Gandía (Valencia) estaba a 27,6 grados. En la playa de Sopelana (Vizcaya), a 20,4, y en la de Riveira (Coruña) a 19,4. Parece que, durante los meses de julio y agosto, el agua del Mediterráneo apenas refrescará a los bañistas (podría ser la consecuencia menos grave del aumento generalizado de temperaturas). Así que, con el cambio climático manifestándose de formas tan evidentes, incluso quienes se declaran incondicionales del levante, como el propio Jodar, han empezado a plantearse cambiar de destino: “Cada año lo comento con mi pareja: si tenemos 30 días de vacaciones, seguramente nos bañamos 27 o 28. Es verdad que las temperaturas lo están haciendo cada vez más insoportable, sobre todo por la noche. Estaba repasando las últimas escapadas veraniegas, y me salen Cádiz, San Sebastián, Lisboa… Nada mediterráneo. Este año vamos a Cantabria y miro cada día las temperaturas y soy feliz”.

Una pareja camina hacia la playa por las calles de Chipiona (Cádiz).

“Creo que el cambio climático está sucediendo tan rápido que la gente no comprende sus implicaciones: las olas de calor, la gota fría, los incendios de nueva generación… Todavía no ha calado la idea de que ya no te refrescas si vas al Mediterráneo: el agua está cinco o seis grados por encima de su temperatura media, y las noches son tropicales, el hecho de que la temperatura nocturna no baje de 22 grados durante un mes es agotador”, explica López. “A mi alrededor ha empezado a comentarse mucho no ya la posibilidad de ir de vacaciones al norte, que siempre ha sido una alternativa agradable, sino la de comprar allí segundas residencias, incluso en el interior, como en el caso de unos estadounidenses que han comprado entre varios una casa en el centro de Avilés para convertirla en su residencia de jubilación, motivados por el cambio climático”.

El riesgo es evidente: esa autenticidad (que se podría medir comprobando si la vida de los habitantes locales continúa desarrollándose junto a la de los turistas o se ve desplazada) de la que todavía presume el norte, podría evaporarse a medida que atrae a más veraneantes, un proceso que no es nuevo y que ya se ha dado en algunas zonas del propio Atlántico o Cantábrico. “En cada comunidad autónoma, ojo, ya existen un ejemplo o más del otro verano: en la Comunidad Valenciana o Andalucía existen lugares ligados al veraneo pijo como Benicassim o Caños de Meca; y en Cantabria o Euskadi o Asturias o Galicia hay pequeños Benidorms entendidos como poblaciones dirigidas a un turismo más masivo y de gran construcción”, observa Piñeiro. Sabugal está de acuerdo y es que, según sus palabras: “Muchas veces se habla del exceso de cemento en las costas del sur, pero Galicia en algunas rías no le va a la zaga, es decir, también en el norte hay lugares muy cementados y muy construidos”.

De esta forma, mientras algoritmos como el de Instagram, algunas instituciones y quienes todavía consideran que el veraneo es un símbolo de estatus se empeñan en amplificar las diferencias, el cambio climático y sus consecuencias hacen que el verano español sea cada vez más homogéneo. Lo ideal sería poder disfrutar de los dos modelos y Noemí Sabugal pone un ejemplo antiguo pero muy conocido de alguien que lo logró: Joaquín Sorolla. El pintor no solo disfrutó, sino que representó el veraneo en ambos lugares: “En Valencia o en Xàbia, pero también en San Sebastián y Zarauz, con cuadros que todos recordamos en los que aparecen su mujer y su hija con vestidos blancos, sombreros con velo y parasoles. Además, también reflejó con interés a las otras personas del mar, como los pescadores y las pescaderas, para quienes las playas eran un lugar de trabajo”.

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Sobre la firma

Enrique Rey
Madrileño, reside en Murcia desde 2019. Colabora en ICON y otras secciones de EL PAÍS desde 2020. Intenta acercarse a asuntos cotidianos o a fenómenos pop desde la literatura y la filosofía. Tras una intensa adolescencia en redes, ha escrito para casi todos los medios online, de VICE en adelante. Vive para navegar (por Internet y por el Mar Menor).
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