¿Y si el mal turista soy yo? Cómo irse de vacaciones e intentar no ser parte del problema
Visitar a amigos, evitar lugares atestados o adaptarse a las singularidades de cada ciudad podrían ser parte de la solución


En 2019 se habló mucho de la “vergüenza de volar”, un sentimiento al que los suecos llaman flygskam que consiste en el pudor que aparece cuando se viaja en avión y, a la vez, se es consciente de las emisiones de dióxido de carbono que genera. Se llegó a decir que el flygskam, que dio lugar a todo un movimiento social (algunas figuras del deporte o de la cultura comenzaron a usar trenes o veleros para sus desplazamientos), amenazaría el negocio de las aerolíneas, con pasajeros bajándose cada vez más abochornados de sus vuelos comerciales. Sin embargo, datos como los de España (222 millones de personas pasaron por nuestros aeropuertos en 2018, mientras que 236 lo hicieron en 2023) demuestran que la conciencia ecológica de los ciudadanos todavía no es tan fuerte como sus ganas de conocer mundo.
No obstante, aunque el número de vuelos sigue creciendo, durante el último lustro las cosas han cambiado bastante, y, recientemente, muchos otros gestos y servicios asociados a las vacaciones se han cargado de posibles remordimientos. Si bien hace décadas que el turismo de masas no es ninguna novedad (menos todavía en un país mediterráneo como el nuestro), hasta no hace tanto esta actividad económica estaba concentrada sobre territorios especializados en ella (la ciudad de Benidorm es el paradigma de este modelo) pero hoy amenaza con devorarlo todo. Del centro de las ciudades a las zonas rurales más atractivas, alcanzando con sus tentáculos también las periferias obreras. Esta propagación de los efectos del turismo tanto sobre el mapa como sobre las personas (las clases medias españolas, empobrecidas tras la crisis de 2008, ya no son solo consumidoras de turismo, sino que también padecen sus consecuencias en sus propios barrios) hace que haya crecido la percepción de que, como señala el antropólogo y ecologista Emilio Santiago, “nuestra civilización está muriendo de turismo”.

En 2019 eran difíciles de imaginar protestas como las del 18-M en todo el archipiélago canario o como las del 28 de junio de 2024 en Málaga, durante las que las cuestiones medioambientales se entrelazaron con la crisis de vivienda y con el agotamiento de los jóvenes ante un mercado de trabajo injusto y precario. Sin embargo, incluso esos jóvenes explotados durante la temporada alta quieren cambiar de aire cuando llegan sus vacaciones y, si se lo pueden permitir, descansar en un lugar lejano o descubrir nuevos horizontes. O sea, convertirse ellos en los turistas.
La oferta es infinita y, desde el todo incluido a bordo de un crucero hasta la aventura más exótica a través del Himalaya, la industria del turismo ofrece experiencias que podrían interesar a cualquier público, incluso a quienes están hartos de lo que los turistas provocan cerca de sus casas o en sus propias vidas. Así que, como ante la industria de la moda o frente a las grandes plataformas tecnológicas que gestionan nuestros datos, nos debemos preguntar hasta qué punto queremos participar de este negocio y, por supuesto, si nos podemos permitir no hacerlo. Porque, muchas veces, cuando se trata de lidiar con las contradicciones de la sociedad de consumo, renunciar o mantenerse al margen también es un privilegio.
De la culpa a la búsqueda de alternativas
“Uno de los privilegios más grotescos y risibles que mantiene en pie la estructura motivacional del neoliberalismo son los días fuera de casa. En ellos los cuadros técnicos de la sociedad capitalista tienen una efímera licencia para entregarse a alguno de sus tristes pecados desconsolados en forma de fiestas, borracheras o sexo esporádico”, escribe Emilio Santiago en su reciente ensayo Psicogeografía del ahí: paseos poéticos contra la compulsión turística. Sin embargo, poco después, el ecologista también afirma que “impugnar moralmente el turismo, pretender combatirlo revelando la incómoda verdad de sus impactos sociales y ecológicos, es asegurarse una plaza en el fracaso político”.
“Es complicado escapar del turismo, aunque hay algunas fórmulas. Por ejemplo, a mí me gusta hacer turismo visitando a amigos. Visito a personas que llevan tiempo viviendo en sus ciudades, intento comprar productos locales y no ir a franquicias sino a cafeterías, huir del estándar y del circuito turístico”Juan Luis Toboso, comisario y docente experto en arte contemporáneo que reside en Oporto
Puede que la “vergüenza de volar” sea útil para que las minorías responsables de la mayor parte de los vuelos (en Francia, el 50% de los vuelos dan servicio a solo un 2% de la población) se sientan culpables y se replanteen alguno de sus desplazamientos, pero ese tipo de enfoques no son demasiado útiles —ni justos— para interpelar a la mayoría de la población. “La autocontención tiene un punto ascético que no me termina de convencer”, comenta Juan Manuel Zaragoza, profesor de Filosofía en la Universidad de Murcia y autor de Componer un mundo en común, una obra que profundiza en el pensamiento de Bruno Latour y la relación entre sociedad y naturaleza.
“La cuestión no es tanto si podemos viajar como si podemos viajar todos, todo el tiempo, a todas partes”, continúa el profesor. “El hecho de viajar no se limita a esta época, pero lo que sí es característico de la experiencia del viaje ahora mismo es el turismo de masas, que es una cosa distinta que pone en cuestión su sostenibilidad. Pero sí que es posible imaginar formas de turismo sostenible: por ejemplo, por qué no viajar a vela, pongamos por caso, de Ibiza a Cerdeña, pasando tres días maravillosos en alta mar”. Ya en 2001, la ONU elaboró un Código Ético Mundial para el Turismo con 10 puntos destinados a convertir el turismo en una actividad tanto respetuosa con el medio natural como beneficiosa para los países de destino. Ahora que buena parte de la población local en esos lugares de destino siente que esos principios están siendo pisoteados, los expertos coinciden en que el fenómeno depende más de grandes estructuras empresariales y políticas que de la actitud de cada turista.

Por ejemplo, no merece la pena preguntarse si cada viaje es necesario o contingente, sino que es preferible centrarse en las condiciones de ese viaje. “Nunca he sido muy partidario de establecer distinciones entre valores superiores o más necesarios que otros: prefiero pensar mucho más en los contextos concretos”, aclara Zaragoza. “Esos elementos concretos del turismo tienen que ver con una forma de entenderlo muy vinculada a las industrias fósiles, con los desplazamientos en avión o en coche. Es la vinculación entre viajar y la industria fósil la que genera muchos de los problemas que asociamos al turismo desde el punto de vista ambiental”.
Entonces, ¿tiene sentido plantearse si se está actuando correctamente a la hora de planear unas vacaciones? ¿Existe, además de ese código universal de la ONU, alguna ética que nos pueda orientar más individualmente cuando nos convertimos en turistas? “Podríamos pensar en una ética como conjunto de normas y valores, pero lo que deberíamos buscar, más que normas concretas, serían principios morales más generales que guiasen nuestras acciones”, responde el filósofo. “Podemos partir del hecho de que habitamos en los que algunos llaman zona crítica, que es lo mismo que Isabelle Stengers llama Gaia, esa fina piel del planeta en la que la vida es posible”, continúa. “Nuestro impacto o interacción en esa parte del planeta debe contribuir a mejorar sus condiciones, es decir, debe conseguir que la parte del mundo en que estamos sea más habitable, no solo para los humanos sino también para el resto de especies con las que convivimos. Podríamos plantear vínculos que nos permitiesen entender eso; así que la primera pregunta que nos haríamos al viajar podría ser: mi presencia en ese territorio, ¿contribuye a que este sea más habitable? O, al contrario, ¿sirve para que la clase trabajadora esté más explotada?”.
Turistas que sufren el turismo
“El turismo es como un pulpo que mete sus brazos por muchos sitios”, lamenta Juan Luis Toboso, comisario y docente experto en arte contemporáneo que ha visto cómo Oporto, la ciudad en la que reside desde hace más de una década, se ha transformado en muy poco tiempo. “Es triste ir por una ciudad llena de lugares con los que no te identificas y de situaciones de las que no participas. Te acabas preguntando qué haces en un sitio del que te sientes ajeno”, explica. “Una de las sensaciones que más me agobian es la de que, de repente, esta ciudad tiene diferentes ritmos. Siempre ha habido ritmos distintos para las personas que ocupan el espacio público: los trabajadores nocturnos, los niños que van a la escuela, los que madrugan para correr… Pero ha llegado un momento en que todos los que nos desplazamos por la ciudad para producir nos hemos visto colonizados por unas personas que llevan otro ritmo. Está el ritmo de la gran masa de turistas (que a su vez se puede descomponer: el turismo más sénior, el de los juerguistas, el de los excursionistas) y, por otro lado, está el tuyo, que es muy distinto. Cuando vas a coger el metro y todavía tienes que hacer la compra, de repente no puedes pasar por la acera porque hay 40 personas bebiendo sangría”. Cuando esa es la experiencia cotidiana que alguien tiene del turismo, cabe preguntarse cómo plantea ese ciudadano sus propias escapadas. ¿Qué hace Toboso cuando sale de su “ciudad colonizada”?
“Es complicado escapar del turismo, aunque hay algunas fórmulas”, contesta. “Por ejemplo, a mí me gusta hacer turismo visitando a amigos. Visito a personas que llevan tiempo viviendo en sus ciudades, intento comprar productos locales y no ir a franquicias sino a cafeterías, huir del estándar y del circuito turístico. Pero claro, eso hace que, en un futuro, esos sitios puedan ser turistificados. Una de las causas del problema es nuestra obsesión por postearlo todo. Cuando yo como bien en un sitio, ya nunca les doy la referencia a amigos de mis amigos porque no quiero que vayan allí, hagan fotografías y aquello empiece a rodar. Yo te llevaré a un restaurante estupendo, pero no lo difundiré ni te dejaré hacer una fotografía”, advierte.

Raquel Agea es una fotógrafa y cineasta que nació y creció en Benidorm. Agea cuenta que su adolescencia en una ciudad tan orientada al turismo la ha ayudado a ser consciente de muchos problemas invisibles para los visitantes y ha provocado que, constantemente, se pregunte si sería posible un turismo justo con los trabajadores y los ecosistemas. “También como usuaria me encantaría conocer la respuesta a esa pregunta. Supongo que si la gente fuera menos egoísta y acaparadora, la experiencia general sería diferente”, observa. Ella tampoco ha renunciado a viajar, pero intenta hacerlo de la manera más sostenible posible: “Cuando viajo lo que busco es empaparme del lugar, adaptarme a él, sentir que formo parte de él por un tiempo, conocer todos sus matices y encontrar su identidad plena. Creo que eso ya supone una parte importante de consciencia sostenible al viajar. Normalmente los lugares turísticos acaban adaptándose a la gente que lo visita y la clave es todo lo contrario: como turista, como visitante, acercarse desde el respeto, desde la atención, desde el cariño”.
Eso sí, Agea es consciente de que, como muchos otros discursos sobre la lentitud o la sostenibilidad, la idea de “turismo responsable” también puede llegar a esconder una trampa de clase o una noción elitista sobre algo que sigue siendo un derecho. O lo que es lo mismo: muchas veces hacemos lo que hacemos a sabiendas de que no es lo mejor porque es lo único que nos podemos permitir: “Todo se puede resumir en la economía; en la clase a la que perteneces: si no tienes dinero y tiempo, al final vas a acabar optando por la opción más fácil y rápida. Y, para una vez al año que puedes viajar, sientes que tu derecho está por encima de la sostenibilidad”.
Como cualquier otra industria, especialmente cuando desarrolla propuestas de bajo coste, el turismo genera sensaciones contradictorias insoslayables. Existen opciones para reducir los impactos de cada uno o para medir la huella de carbono, y por fin es posible implicarse en alguna de las plataformas que exigen cambios políticos y económicos hacia un modelo productivo más justo. Pero mientras el sistema cambia, quizá lo mejor sea asumir con deportividad esas contradicciones. Y es que, tal y concluye Agea, cuando ejercemos de turistas, todos nos convertimos en parodias de nosotros mismos: “Es gracioso ver a personas que, conforme las connotaciones respecto al turismo van siendo más negativas, niegan ser turistas cuando viajan porque dicen que huyen de las trampas para turistas. Inevitablemente, ellos también forman parte de eso que están negando”.
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