Turbonutricionismo: cuando la obsesión por las proteínas no deja ver los alimentos
El auge comercial de las proteínas, que se venden hasta en el agua, ensancha los límites de un fenómeno conocido como ‘nutricionismo’ y explota la desconexión con los alimentos y la cocina

Hay dos maneras de trocear un pollo: la primera es con cuchillo y tabla de cortar; la segunda, con calculadora y tabla nutricional. Mientras una hace pensar en recetas con aroma, sabor y textura, la otra olvida al alimento para centrarse en sus nutrientes. La percepción ante un mismo producto es distinta. Si una promete una pechuga a la plancha, unos contramuslos estofados o unas alitas fritas, la otra ofrece una visión mucho más reduccionista: el pollo ya no es el ingrediente de un plato, sino un saco inerte de proteínas, fósforo y vitamina B3.
Elegir —y promocionar— alimentos en función de sus nutrientes es una práctica habitual hoy en día. El nutricionismo, como lo denominó el experto en política alimentaria Gyorgy Scrinis, marca nuestra relación con la comida. Se produce, por ejemplo, al hacer la compra y escoger unas galletas en lugar de otras porque son ricas en vitaminas, pero también al estar pendientes de la composición nutricional de cada alimento ingerido. Una práctica, esta última, que deja poco margen para el hedonismo.
Pensar solo en vitaminas, minerales o macronutrientes se aleja de la gastronomía y se aproxima a la contabilidad. “Si 100 gramos de pollo tienen 21 gramos de proteína, yo peso 65 kilos y necesito 0,8 gramos de proteína por cada kilo que peso, entonces con 250 gramos de pollo tengo cubiertas mis necesidades diarias de proteínas”. Ese cálculo de gramos por día por peso corporal cotejado con cada alimento que se consume puede ser útil para ejercitar las habilidades matemáticas, pero no para salivar ante la promesa de un plato sabroso.
Marionetas de ingredientes invisibles
El nutricionismo consiste en reducir los alimentos a un nutriente concreto para valorarlos exclusivamente desde ahí. Es la versión alimentaria de ‘la parte por el todo’: si es rico en fibra, es bueno, aunque se trate de un bollo industrial atiborrado de grasas saturadas y azúcar. Con este enfoque, la fibra, las vitaminas, los minerales o las proteínas se erigen como indicadores de alimentos saludables, sin atender a ningún otro parámetro importante, como el sabor del producto, el lugar que ocupa en la dieta, su papel en la comensalidad, el placer de prepararlo o su nivel de procesamiento industrial.
Para Gyorgy Scrinis, autor de Nutricionismo (Columbia University Press, 2013), esta visión dominada por el marketing y la nutrición ha reducido —y distorsionado— nuestra apreciación de la calidad de los alimentos. Tanto que incluso los productos ultraprocesados pueden percibirse como saludables si contienen y destacan algún nutriente que consideramos beneficioso. Así, por ejemplo, llama más la atención un snack con sabor artificial e ingredientes impronunciables cuando presume de proteínas que un bote de altramuces, un par de huevos fritos o un potaje de garbanzos con bacalao, que no tienen nada que envidiarle al snack en este aspecto (ni en muchos otros).
El nutricionismo tiene más visos de fórmulas que de recetarios. Por eso, sus más claros exponentes se concentran en las tiendas de nutrición deportiva y en ciertas zonas de los supermercados, como los lineales de productos procesados, envasados y listos para comer. Galletas con fibra, zumos con hierro, fiambres bajos en grasa, bollería con vitaminas, refrescos sin azúcar, pan de molde con proteínas… Esta manera de presentar los alimentos como meros transportistas de nutrientes relega a un segundo plano la experiencia gastronómica para darle protagonismo al utilitarismo, el rendimiento y la funcionalidad.
No es una tendencia pasajera ni anecdótica. Las declaraciones nutricionales son una práctica comercial tan extendida y consolidada que tiene su propio marco legal. En la Unión Europea, un producto no puede lucir este tipo de mensajes si no cumple con unos requisitos definidos por ley. Y la ley, que tiene casi 20 años, es muy posterior a la práctica. Como apunta el periodista Federico Kukso en su libro Frutologías (Taurus, 2025), esta corriente de pensamiento ha avanzado de tal forma en el último siglo que hoy concebimos hasta los alimentos más sencillos como un compendio de calorías, proteínas, lípidos, hidratos de carbono, fibra, vitaminas “y demás componentes materiales que gobiernan con tiranía nuestras vidas. Somos marionetas de ingredientes que nunca hemos visto”.
El ‘sorpasso’ de las proteínas
No hemos visto esos ingredientes, pero sí vemos constantemente sus nombres. Lucen grandes, coloridos y con letras especiales en los envases alimentarios. Unas veces, anuncian presencias, como en el caso de los minerales o las vitaminas. Otras, reducciones o ausencias, como en el caso del azúcar y las grasas. Pero siempre consiguen desviar la atención de aquello que es importante: la calidad real del producto que se vende ayudándose de estos reclamos.
Ahora bien, entre todos los nutrientes que se usan como cebo, hay uno que ha llegado más lejos que los demás: las proteínas. En los últimos años, las encontramos hasta en la sopa (o, aunque parezca inverosímil, en algunas botellas de agua). La obsesión con las proteínas es tal que hoy es fácil caminar por el supermercado y leer esa palabra mucho antes que el nombre del producto que las lleva. Esto se ve especialmente en las barritas de cereales y los lácteos. Incluso estando cerca de los envases, a veces cuesta distinguir qué tipo de alimento o bebida tenemos delante porque el nombre del nutriente acapara buena parte del espacio.
Si, como dice Scrinis en su libro, “el nutricionismo ha proporcionado un poderoso marco conceptual para transformar los nutrientes en productos alimenticios comercializables”, las proteínas van un paso más allá, porque le han hecho un ‘sorpasso’ a los alimentos y bebidas que las contienen. Casi da igual comprar yogures que barritas que gelatinas o grillos en polvo; lo que importa es una molécula con sus cadenas de aminoácidos. El desenfreno proteico supone una notable desconexión culinaria y abandera el turbonutricionismo: una clara inversión de papeles en la que los nutrientes le arrebatan el protagonismo a los alimentos mientras aumentan su cuota de mercado.
El yogur que se comía con tenedor
El auge de las proteínas ha eclosionado en los últimos tiempos, pero lleva fraguándose desde hace años. “Es una estrategia comercial, no una necesidad real, y es muy fácil seguirle la pista”, dice Juan Revenga, uno de los dietistas-nutricionistas que más ha escrito sobre este asunto en España. “En 2010, las proteínas ya tenían un gran nicho de mercado en el mundo del deporte, el fitness y la musculación —cuenta—. Lo novedoso es cómo se consiguió trasladar esa supuesta necesidad a la población general”. Por si hay dudas, aclara que no tenemos carencia de proteínas y que un consumo excesivo continuado podría tener consecuencias negativas para la salud.
Revenga recuerda cómo dos marcas de yogures —Powerful Yogurt y Danone— fueron pioneras en utilizar las proteínas como reclamo para captar la atención del público masculino en Estados Unidos y Bulgaria. “Esto pasó en 2013 y los anuncios, poco elegantes, estaban muy marcados por la virilidad. Las proteínas se asociaban al desarrollo muscular, y esos yogures, con sus envases de color negro, se dirigían claramente a los hombres. Eran yogures para machotes que se comían con tenedor”, describe.
Una vez abierta la puerta al nutricionismo más rudo, una ristra interminable de productos han ido siguiendo la estela. “Solo tenemos tres macronutrientes: grasas, carbohidratos y proteínas. Los dos primeros fueron demonizados —su reflejo comercial son los mensajes ‘bajo en grasa’ o ‘sin azúcar’—, así que quedaba uno disponible: las proteínas. Y, como no todo puede ser malo, se optó por deificarlas y alzarlas a los altares”, resume.
El interés creciente por las proteínas se ve con nitidez en los mercados, en los envases y en las tendencias de Google, donde las búsquedas de este nutriente han aumentado notablemente desde 2019. Las palabras asociadas, eso sí, se alejan bastante de la cocina: músculo, peso, masa, batido, gramo, sangre, polvo u orina son algunas de las más recurrentes. Aunque las proteínas están presentes en muchos alimentos conocidos y deliciosos, su representación comercial los olvida. No hay recetas con bacalao, atún o judías pintas. No hay soja, lentejas ni una tabla de quesos con cecina. Tampoco hay recetas con pollo ni caprichos especiales con caviar. Los recetarios, como la salud, también son víctimas del turbonutricionismo y su voracidad.
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