Ir al contenido
_
_
_
_
a gusto
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Hacer una tortilla de patatas es un acto de amor

Cocinar me salva, me ubica y me hace sentir capaz y valiente. Me recuerda quién soy y por qué y para quién hago lo que hago

Tortilla de patatas
Maria Nicolau

Llego a casa tarde y cansada, después de una jornada de talleres de cocina a horas de coche de distancia y le digo “déjame, que apesto a fritanga”. Él me dice “ven, que hueles a croqueta”. Tengo suerte. En casa nos queremos mucho. Sobre esta certeza, cada uno capea los temporales de la superficie como buenamente sabe y puede. Yo doy gracias por tener la cocina. Ella rellena los huecos y las grietas que mis carencias, mi torpeza, mis viejas heridas y mi orgullo dibujan en mi madurez emocional.

Cuando me siento inquieta, inútil, floja, o tengo atascadas en la garganta las ganas de llorar, cocino. Corto cebolla y fuerzo el desahogo, si hace falta, y luego me siento mejor. Cocino cuando estoy exultante; cuando me siento tan feliz que la energía me desborda. Entonces cocino, invito, reparto y comparto, y visto la mesa con la vajilla de guardar. Cocino cuando me siento sobrepasada o cuando llevo días cumpliendo con la agenda en piloto automático; cuando me cruzo en el pasillo con mi propio cansancio al pasar por casa solo para fichar, dormir y volver a empezar. Y cocino cuando me siento mala madre, y ese día no hay niña en el colegio con un bocadillo mejor que el de mi hija. Cocinar me salva, me ubica y me hace sentir capaz y valiente. Me recuerda quién soy y por qué y para quién hago lo que hago.

Unos días más tarde de la escena del olor a croqueta, de buena mañana, estoy en la cocina. Él todavía duerme. Anoche le monté un cristo antes de acostarnos. Rabié y gruñí, malhumorada, durante más de diez minutos: “Más te vale tener cuidado. No hagáis el burro, ¿me oyes? Si vuelves paralítico, te dejo. ¡Me planto y me largo! ¡No tengo tiempo de cuidar lisiados! Te cuidaré cuando seas viejo, te llevaré del brazo a ver las golondrinas, pero no me vengas con una vértebra rota por hacer el idiota, ¿te enteras? ¡Cada cual es responsable de su salud!”, y me largué de la habitación sin darle oportunidad de responder.

Me he levantado temprano, para ir a trabajar. Afuera aún es de noche. Hago café. Me marcharé en un rato, y cuando vuelva, por la tarde, él ya no estará. Hoy se va tres días a correr rally. Hace unos años logró cumplir su sueño de adolescente: ser copiloto. ¡Estoy tan orgullosa de él! Procuro siempre marcar en la agenda con una cruz los días de las carreras importantes, para ir a animarle. Con sus amigos, nos plantamos en alguna curva y gritamos cuando pasa. Es imposible que nos vea, pero sé que le gusta saber que estamos ahí. Esta vez, el trabajo me ha sobrepasado y no podré ir a verle, ni saltarle encima en la zona de boxes, justo cuando salga del coche tan guapo, tan alto, con su casco debajo del brazo, con ese mono de copiloto. Y no estaré en la cena después de la carrera, para escucharle contar, con la boca llena, diez veces cada anécdota, cada avería salvada por cuatro bridas mal puestas, cada curva cogida por los pelos.

El pronóstico del tiempo hace días que anuncia lluvia para hoy y para mañana, y noto una pequeña punzada en el corazón. Miro el reloj y veo que tengo tiempo. Pelo un par de patatas. Corto una cebolla. Lloro un poco más de lo que cortar esa cebolla justifica. Pongo una sartén al fuego con un buen chorro de aceite. Casco unos cuantos huevos. Bato. En veinte minutos habré terminado.

Él ya lo sabe, porque me conoce, que cuando me siento vulnerable me blindo, me armo y me defiendo con fiereza de ataques inexistentes, forcejeo como un tejón se rebelaría contra cualquier amago de abrazo, y me dice, sonriente, después de mi ristra de aspavientos injustos y desagradables, “no te preocupes, iremos despacio”, y me acaricia el pelo.

Le he dejado la tortilla de patatas sobre la encimera, cubierta con un plato hondo, para que no se la coma el gato. Entiendo a la madre de Carlos Sainz, cuando le decía a su hijo “tú gana, pero no corras”.

Todo lo que querría decir y no puedo está en esa tortilla.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

¿Tienes una suscripción de empresa? Accede aquí para contratar más cuentas.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Sobre la firma

Maria Nicolau
Es cocinera de oficio y por vocación. Durante más de veinticinco años ha trabajado en restaurantes de España y Francia. Autora del libro ‘Cocina o Barbarie’, prologado por Joan Roca en catalán y Dabiz Muñoz en castellano. Actualmente vive en Vilanova de Sau, Osona, donde ha conducido el restaurante de cocina catalana El Ferrer de Tall.
Rellena tu nombre y apellido para comentarcompletar datos

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_