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Con la comida no se juega, ¿o sí? Carreras de caracoles, quesos que ruedan por las calles...

Las viandas no solo alimentan, también desempeñan una función social: fortalecen relaciones

La Tomatina es una fiesta que se organiza en Buñol desde hace 80 años.

Dice la sabiduría popular que no hay que confundir tocino con velocidad, aunque debería matizar que la velocidad sí se puede confundir con otros alimentos. En Novara di Sicilia, por ejemplo, adopta la forma de un queso. Desde hace más de 400 años, este pequeño pueblo italiano celebra la carrera del maiorchino, un torneo en el que grandes piezas de queso ruedan por las calles cuesta abajo. Y en Tricio (La Rioja), la velocidad también se viste de alimento con envase y caparazón. Cada 24 de agosto, se celebra un festival con carreras de caracoles que arrastran latas de conservas de 250 gramos. Unas veces son espárragos; otras, pimientos.

La comida no solo alimenta, también desempeña una función social. Fortalece relaciones. Con los productos de temporada, registra el paso del tiempo. Marca hitos en el calendario con preparaciones que son típicas de ciertas fechas, transmite saberes de una generación a la siguiente y construye identidad cultural. Es un poderoso nexo social, aunque este papel no implica necesariamente sentarse a la mesa a comerla. Diferentes fiestas populares están protagonizadas por alimentos que se utilizan de manera lúdica y que no siempre se terminan degustando.

En estas celebraciones —quizá excesivas, pero no pantagruélicas—, los alimentos se transforman: representan otras cosas, recrean momentos importantes, sirven para marcar ritos de paso, son vehículo de la catarsis colectiva o se utilizan para subvertir el orden habitual de una comunidad. De ahí que, muchas veces, este tipo de fiestas coincidan con el carnaval, ese tiempo de juego y desorden pactado en el que incluso los adultos se entregan a la fantasía y se permiten romper ciertas reglas. Entre ellas, una capital: que con la comida no se debe jugar.

Carreras de quesos sicilianos

El municipio italiano de Novara di Sicilia tiene poco más de mil habitantes, pero cada año, en carnaval, se llena de curiosos y visitantes que quieren disfrutar del torneo del maiorchino. El juego consiste en lanzar estos quesos curados —que pesan entre 10 y 12 kilos y tienen un diámetro de 35 centímetros— utilizando unas cuerdas de unos tres metros de longitud, que se enrollan alrededor de cada pieza. Al tirar de las cuerdas con fuerza, las ruedas de queso ganan impulso. El mecanismo es similar al de los trompos y ayuda a que lleguen más lejos hasta completar el itinerario, que recorre una parte del pueblo.

El torneo del maiorchino existe desde el siglo XVII y actualmente está incluido en el Registro del Patrimonio Inmaterial de Sicilia (REIS) por su faceta cultural y por el valor gastronómico de este queso, que se sigue elaborando de manera tradicional con leche de oveja y de cabra, y con cuajo de cordero o de cabrito. Durante la carrera se vive un ambiente de rivalidad y expectación, ya que el recorrido presenta imprevistos y obstáculos, como baches, desniveles o piedras salientes que pueden desviar los quesos, detenerlos o romperlos. Así, tan importante es la habilidad de los competidores como la suerte. El festival finaliza con una degustación de productos típicos de la zona, entre los que destaca —cómo no— el maiorchino, que se ralla para acompañar los clásicos macarrones de carnaval.

Carreras de caracoles conserveros

Algo más breves y lentas son las carreras de caracoles de Tricio, que se celebran en este pueblo de La Rioja desde 1986. La peculiar competición de moluscos es una prueba de velocidad y de resistencia, ya que deben recorrer la pista arrastrando latas de conservas de 250 gramos unidas a su caparazón con un poco de pegamento y un hilo. Cada carrera dura cinco minutos y gana el caracol que consiga llevar su lata más lejos en el tablero donde se disputa la competición. El año pasado ganó Velociraptor, que desplazó una lata de espárragos a lo largo de 12,2 centímetros.

El certamen de este pueblo está orientado al público infantil. Su origen, sin embargo, no está tan claro. Hay quienes se lo atribuyen a un veraneante vasco, que vio cómo un caracol de Tricio arrastraba un zapato y se le ocurrió apostar con el alcalde a ver qué distancia podían recorrer estos animales con un peso a cuestas. Hay también quienes sostienen que la localidad riojana ya era conocida por estas carreras desde antes y se las atribuyen a un tal Tío Chito, que aparece descrito como “juez de paz, cantaor de saetas, prestidigitador, ciclista y organizador de carreras de caracoles” en una crónica de Camilo José Cela, aunque los artículos de esa época lo sitúan en las fiestas patronales de otro pueblo: Murillo de Río Leza.

Sea como fuere, las carreras de Tricio son ya un clásico que concita la atención de locales y visitantes. Con la excusa de ver la prueba —no exenta de cierta polémica en años recientes por maltrato animal—, cientos de personas se acercan para degustar un plato de caracoles con panceta, chorizo, jamón, tomate, pimiento y guindillas, típico del lugar.

La Tomatina de Buñol

Esta es una de las fiestas populares más conocidas de España. Comenzó de manera fortuita, hace justo 80 años. Y empezó con una reyerta, cuando unos jóvenes demasiado inquietos hicieron caer a un hombre que participaba en un desfile. El señor, muy enfadado, empezó a golpear todo lo que se encontraba a su paso. “Por capricho del destino, allí se ubicaba un puesto de verduras que fue utilizado por la multitud enfurecida para soltar adrenalina. Los presentes comenzaron a arrojarse tomates hasta que las fuerzas del orden público pusieron fin a tan particular batalla”, explican los organizadores de la actual Tomatina, que se celebra el último miércoles de agosto en el municipio valenciano de Buñol.

La fiesta no existiría si al año siguiente —1946— los jóvenes no hubiesen repetido el altercado de forma voluntaria, “llevando incluso los tomates de su casa”. Desde entonces, ha ido sumando participantes (y tomates), y no se ha dejado de celebrar en sus 80 años de existencia, ni siquiera cuando se prohibió, en la década de los 50. Hoy goza de tal arraigo y popularidad que hasta se ha institucionalizado. La Tomatina de Buñol está considerada Fiesta de Interés Turístico Internacional por la Secretaría General de Turismo, y actualmente se organizan viajes, se regula el acceso y se aplican normas de seguridad. El año pasado participaron 22.000 personas que se arrojaron 150 toneladas de tomates.

La batalla de las naranjas

Los buñolenses no están solos. En febrero de 1947 comenzó a celebrarse una fiesta parecida a la suya en Ivrea (Italia), aunque con un disparador distinto —recrear los levantamientos populares contra los aristócratas del siglo XIII— y, si cabe, un punto más extrema. La Battaglia delle arance (batalla de las naranjas) se extiende durante tres días y la cantidad de fruta que vuela por los aires multiplica lo de la Tomatina por seis: en total, los participantes se arrojan 900 toneladas de comida.

“Es una batalla descarnada, sin compasión ni treguas. En el casco histórico se multiplican los hematomas, los ojos morados, las caras hinchadas, los esguinces de codo, rodilla y muñeca […] —describe el periodista Federico Kukso en su libro Frutologías (Taurus, 2025)—. Las principales plazas de Ivrea se cubren cada invierno de punta a punta con una alfombra anaranjada, viscosa. Se ve, se escucha, se huele […]. Nadie quiere perderse el bombardeo, la masacre frutal […]. Es el momento más esperado del carnaval en esta pequeña ciudad del Piamonte”.

Kukso también explica que la munición de esta fiesta fue cambiando con los años —primero se tiraban frijoles o habas por la ventana; después se sumaron las naranjas— hasta llegar a lo que es hoy: un momento de evasión. “Es un rito colectivo que conecta a los habitantes entre sí y mantiene vivo el pasado. Las naranjas —no comestibles y posteriormente destinadas a convertirse en compost— representan la cabeza del tirano, son el vehículo de la catarsis y de la cohesión social, un paréntesis en la vida cotidiana en el que el desahogo, la vehemencia, la euforia y el júbilo se mezclan en un fuego cruzado, un ritual marcado tanto por la caótica lluvia cítrica como por hombros, antebrazos, sienes, bocas magulladas, cuerpos salpicados por la pulpa, las cáscaras y las semillas y por un pesado aroma frutal que congrega y fortalece a la comunidad de una manera única”.

Más carnaval: del agua y las frutas a las sardinas y los huevos

Frenesí, liberación, disfrute, derroche… Catarsis colectiva —y consensuada— que se expresa a través de la comida y la violencia. La descripción que ofrece este periodista científico tiene muchos puntos en común con lo que plantea el historiador José Pedro Barrán en uno de sus libros más importantes: Historia de la sensibilidad en el Uruguay (Banda Oriental, 2014). La diferencia, aparte de las armas arrojadizas elegidas, es que Barrán da cuenta de los carnavales uruguayos de mediados del siglo XIX, una guerra que ha perdido proyectiles con los años hasta quedarse solamente con el agua.

“El verdadero clímax de la alegría física y el desborde emocional se lograban cuando el Carnaval se transformaba en combate, en juego en que la agresividad liberada se convertía en diversión violenta, acercamiento físico y risa estruendosa —explica el historiador—. El juego consistía en arrojarse cosas en el límite de la contundencia”. A saber: agua, huevos, harina, frutas, almidón, cajas de sardinas, pan, patatas, zanahorias, porotos y garbanzos con los que se apedreaban los carruajes. “También se sucedían los accidentes y las enfermedades derivadas del agua y los huevazos. Niños que caían de azoteas, brazos y piernas quebrados por resbalarse en los pisos mojados, ojos hinchados o, peor, perdidos para siempre”, añade.

La Merengada de Vilanova

Las fiestas cambian, pero los huevos resisten y todavía hoy protagonizan diversas celebraciones, si bien algunas son más blandas y dulces que otras. Este es el caso de la Merengada de Vilanova i la Geltrú, una singular expresión del carnaval en esta ciudad catalana, conocida por sus comparsas. Desde 1972, cada Jueves Lardero se desata allí una contienda desenfrenada y pegajosa, porque la munición es clara de huevo y azúcar.

El origen de esta guerra albuminosa se encuentra en la pastelería Blanch, que solía vender merengues de distinto tipo en los días de carnaval. ¿Qué cambió en 1972? Que Jaume Blanch, el propietario de la pastelería, preparó un enorme merengue que expuso en el aparador a modo de reclamo. Los niños se acercaron, le pidieron un poquito, Blanch sacó el merengue a la calle… y lo demás es historia. Hoy, el merengue que se elabora es gigante: pesa cuarenta kilos y se saca a la plaza a modo de piñata. También se venden mangas pasteleras con (más) merengue como munición. El resultado: diversión colectiva y pegamento social. A veces, de manera literal.

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