Grillos y larvas en el plato: ¿estamos preparados para comer insectos?
El consumo de insectos comestibles, habitual en la dieta de algunos países asiáticos y latinoamericanos, busca hacerse un tímido hueco en Europa pese al abismo cultural que existe. La UE ya permite el uso de cuatro invertebrados en productos alimentarios y algunos chefs experimentan con ellos


Durante muchos años, el consumo de insectos ha sido algo impensable, al menos en los países occidentales. ¿A quién se le ocurre llevarse a la boca una oruga o un grillo? Nada que ver con lo que sucede en lugares como México, Colombia, Tailandia, Vietnam, Perú, Camboya o China, tan arraigado en su tradición culinaria desde tiempos inmemoriales. En Asia y en Latinoamérica es habitual encontrar cucarachas crujientes, brochetas de escorpiones, tarántulas guisadas o salsa de larvas de hormiga. La entomofagia, que así se llama a la dieta de insectos en la alimentación humana, poco a poco comienza a derribar tabúes y a traspasar fronteras.
En Europa, ya hay algunos (pocos) restaurantes que han apostado por servir estos bichos en sus cartas. Ocurre en Londres, Berlín, Copenhague, Bruselas y París. Incluso en España es posible degustar estos animales, aunque su consumo aquí es anecdótico y no va más allá de algún entrante o snack, y de catas especializadas. La propia legislación europea restringe su uso. En la actualidad, la UE solo permite la comercialización de cuatro especies: larvas de gusano de la harina, langosta migratoria, grillo doméstico y larvas de escarabajo del estiércol.

Estas variedades legales de insectos son las que ofrece Alberto José Pérez en Insectum, un negocio único en España situado en el mercado de Ruzafa, en Valencia. Su catálogo abarca desde tarros de grillos, gusanos y langostas naturales (ahumados, naturales, al tomate, bañados en chocolate, en polvo…) a barritas de proteínas, chips y cerveza con insectos. Pérez reconoce que la legislación lo condiciona todo. Antes de 2018, cuando se aprobaron las primeras leyes regulatorias en España y en la UE, se podían importar los invertebrados de aquellos países donde fueran legales. “Vendíamos cucarachas, escorpiones, hormigas, gusanos de varios tipos. Incluso tarántulas y escorpiones. Pero hoy eso ya no es posible, y el negocio ha sufrido un frenazo importante”, lamenta Pérez.

Pese a las dificultades, sí ha apreciado un cambio de actitud en los últimos años. Del rechazo inicial se ha pasado a una cierta aceptación popular. “La gente ya admite que los insectos se pueden comer. Otra cosa es que luego lo hagan, pero saben que es una opción que está ahí y muchos se animan a probarlos”, comenta. Por su tienda han pasado desde ciudadanos particulares a chefs, profesionales de la restauración, empresas de catering, escuelas de cocina… “Hasta el Ejército me compró alguna vez”, destaca.

Un negocio residual
Aun así, el dueño de Insectum cree que, “en este momento”, ni en España ni en el resto de Europa hay suficiente demanda para que el negocio deje de ser residual. “Falta cultura y tradición, hay que romper cuanto antes esa barrera. Objetivamente, los insectos son nutritivos y están ricos. Pero pasarán varias generaciones hasta que se dé ese salto”, vaticina. Pérez admite, además, que es un producto caro porque se consume poco. El kilo de grillo, por ejemplo, supera los 70 euros. En su opinión, el consumo masivo, si es que llega alguna vez, será como ingrediente mezclado con otros alimentos (panes, bases de pizza, chocolates...).
“Cuando se prueban, crean adicción”, comenta Isaac Petràs, un pionero en la comercialización de insectos en España. De 2003 a 2008 vendió en el emblemático mercado barcelonés de La Boqueria hasta 40 referencias. Aquello comenzó como una especie de juego con sus clientes, porque la familia Petràs ya se dedicaba desde hacía décadas (aún lo hace) a la venta de setas. Su idea era dar a conocer estos ingredientes al público, ampliar su abanico de gustos y contribuir a derribar prejuicios. “Aquí comemos caracoles, ancas de ranas o conejo, y lo vemos como lo más natural del mundo. Pero la gente que viene de fuera no lo concibe. Con los insectos pasa lo mismo. Si pruebas una hormiga culona de Colombia o un gusano del bambú frito con aceite de coco, alucinas con lo rico que está”, afirma.
Conscientes del abismo cultural que existe en nuestro país con respecto a la entomofagia, los Petràs optaron por vender insectos que sabían que iban a funcionar aquí. “Huimos de lo desagradable y fuimos a lo fácil: al bichito tostado con un poquito de condimento que supiera rico, a unos grillos cubiertos de chocolate que estaban de lujo, teníamos unos huevos de hormiga roja de México que saben mejor que el caviar, unas piruletas con un gusano dentro del caramelo…”, recuerda.
Aquella experiencia la plasmó en el libro Comer insectos (Planeta), donde relata sus viajes a países lejanos en busca de estos animalillos e incorpora distintas recetas en las que abundan saltamontes, grillos y hormigas. “Simplemente pretendo que la gente se divierta en la cocina”, señala Petràs, quien reconoce que él seguirá comiéndolos en Tailandia, en Sri Lanka o en México. “Pero en España, por mucho que me gusten, quizá no es el sitio. ¿En un futuro vamos a dejar de comer cocochas para pedir gusanos? Lo veo difícil”, razona.
En el restaurante mexicano Cantina Machito (Carrer de Torrijos 47, Barcelona) han servido durante años un surtido con tres variedades: hormigas chicatanas envueltas en tortilla chalupa de maíz acompañada de salsa morita; xumil (una chinche), en salbutes de maíz con salsa de tomatillo verde, y chapulines en un taco con guacamole y pico de gallo. Cada semana despachaban en torno a seis comandas. “Era un plato que se nos terminaba enseguida y estábamos durante meses sin stock, porque era complicado conseguirlos”, confirma Javier Ruiz, su chef y propietario. Cada una de estas especies tiene su propio sabor. El chapulín posee una textura crujiente parecida a la cabeza de gamba y un gusto tostado. Los xumiles recuerdan de alguna manera a la carne ahumada de vacuno, y la hormiga chicatana evoca a especias como al clavo y la pimienta. Pese a la buena acogida del plato, la legislación ha obligado a Ruiz a retirarlos de la carta.
Innovación y alta cocina
Aun con todo, sí hay cocineros que experimentan e innovan con estos ingredientes. Desde hace más de 15 años, el chef Diego Prado, que ha trabajado en departamentos de investigación en restaurantes como Alchemist o Noma (ambos en Copenhague) e inició el proyecto de Fango en Ávila junto a Esther Merino, indaga con las posibilidades que tienen distintas especies de invertebrados en la alta cocina, siempre con una premisa indiscutible: que sus preparaciones estén deliciosas. “Jamás serviríamos un plato solo por el hecho de poner una mariposa encima. Es algo que no tiene sentido”, expone. Prado destaca la versatilidad que tienen los insectos en los fogones, y explica que cada especie específica tiene sus propias particularidades. “Hay muchos tipos de grillos o de hormigas, y cada uno sabe y se comporta distinto. Es como comparar una merluza con un atún. Los dos son pescados, pero no tienen nada que ver”, aclara.
El chef chileno, ahora profesor asociado en el Basque Culinary Center, ha investigado con polillas, mariposas, larvas de gusanos de seda (incluidos sus excrementos, que sirven como infusión gracias a sus toques a almendra y cereza), hormigas, grillos y hasta libélulas. Su experiencia demuestra que es posible incorporar estos productos en la cocina más vanguardista. Las propuestas de Prado destacan por su creatividad y su carácter innovador, y sobre todo se sirven en pop-ups y en catas muy específicas en las que los comensales buscan ser sorprendidos en la mesa. “Es un cliente abierto a probar cosas nuevas, por eso viene a nuestras citas. Y cuando los prueban, dicen: ‘¡pero si está buenísimo!”, remacha.
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