Nuria Ruiz Tobarra: la valentía de una jueza corriente
La magistrada de la dana encabeza mucho más que una instrucción, en sus manos guarda la verdad histórica de la catástrofe natural más grande del siglo en España

Solo unos pocos de los que la temen la han visto. Pero ella no se ha escondido nunca. Los únicos detalles que coinciden con el estereotipo de jueza son dos: un Mercedes mal aparcado en la puerta del garaje y una maletita de ruedas. Pero cuando uno se acerca un poco, observa que el coche tiene más de 15 años, algunos rasguños, y que su maleta carga con los mismos kilómetros. Lleva un vestido rosa por debajo de la rodilla, una chaqueta de punto roja y negra, el pelo enredado en la parte alta de la nuca en un recogido rápido, como el de una madre que trabaja y no tiene tiempo para tonterías, la cara lavada y cansada, y entra caminando como cualquier vecino por la puerta principal de los juzgados de Catarroja (Valencia, 30.142 habitantes). Se llama Nuria Ruiz Tobarra, nació en Valencia, tiene 52 años, y desde este juzgado pequeño no solo dirige la macrocausa penal por la gestión de la dana, sino que también desenreda la verdad histórica de lo que sucedió en la catástrofe natural más grande de este siglo en España.
Ruiz Tobarra estudió en la Universidad de Valencia, pública. Se sacó la plaza de jueza en 2005. Fue la número 43 de su promoción, con un 41,50 de nota en la oposición (el primero, un 48,01). Aterrizó en el juzgado número 3 de Catarroja hace 17 años y nunca ha cambiado de destino. Fue ascendida a magistrada en 2011, por antigüedad. Pidió al menos una excedencia dos años después para criar a una de sus dos hijas, que ahora son ya adolescentes. Se sabe también que por su sala de vistas desfilaron hombres que conducían borrachos sin carnet, algún que otro asesino, estafadores, hombres que pegaban a sus mujeres, mujeres que querían el divorcio... Uno de los pocos casos que se le recuerda fue en 2014, cuando dos concejales de Esquerra Unida denunciaron a la plana mayor del Gobierno municipal, del PP, por prevaricación: presuntos contratos a dedo temporales pese a los informes negativos de Recursos Humanos. Y Ruiz Tobarra lo archivó.
La única imagen que hay publicada de ella se la tomaron a traición: una cámara de vídeo de la sala de audiencias siguió grabando un momento en el que su marido, también juez de Valencia, y su hija, menor de edad, fueron a verla a su trabajo hace unos meses. Ella tildó esa grabación de “absolutamente repugnante” y denunció una campaña mediática en su contra. Unas acusaciones que buscan afianzar la creencia, sin pruebas, de que su esposo, el magistrado Jorge Martínez, es quien lleva una de las causas más importantes que se investigan en España y no ella.
Ok Diario publicó las primeras imágenes de la instructora y de su marido. En una de las fotografías aparecen ambos magistrados en la sala, charlando con la Letrada de la Administración de Justicia. “No solo [me grabó] a mí y a mi marido, sino incluso a mi propia hija, menor de edad, que también entró en la sala en dicho día, tras la práctica de la declaración”, denunciaba la magistrada en un auto implacable, el primero que dictaba para defenderse. El pseudosindicato Manos Limpias ha llegado a presentar una querella contra la jueza por prevaricación. Y la defensa de la principal investigada presentó en julio una queja ante el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) para denunciar “falta de imparcialidad”.
Ruiz Tobarra podía ser solo lo poco que se sabe de ella, una jueza ordinaria, de un juzgado pequeño de España, que no sale de la oficina ni para ir a desayunar al bar donde van todos sus compañeros cada mañana. Una funcionaria invisible a la que un día de finales de enero le cae la causa del siglo. Podría haberse espantado, haberse inhibido, como esperaban algunos que la conocían. Podía ser todo lo que se dice de ella mientras ella calla y aun así se ha convertido en la única autoridad con la capacidad de legitimar el relato de lo que sucedió ese día. La única voz, entre una nebulosa de mentiras y silencios, capaz de asentar si de verdad, como sospechan miles de afectados en Valencia, esas 229 muertes se pudieron haber evitado.
El 29 de octubre de 2024, Ruiz Tobarra estaba como cada día en su despacho del juzgado de Catarroja. A la hora a la que ella entra a trabajar, ya había caído el doble de agua que en todo el año en las partes más altas de la Comunidad Valenciana. Desde la oficina de la jueza hasta el temible barranco del Poyo, que acabó destruyendo una superficie del tamaño de las islas Baleares, no hay más de 300 metros. Todavía no se había desbordado. Pero desde arriba venía arrasando con todo. Y esa cercanía con el epicentro de la tragedia se iba a convertir, todavía sin saberlo, en un elemento fundamental para esta instrucción histórica. No es un juez de Madrid, ni siquiera de la ciudad de Valencia, quien dirime algo que ella notó en el cogote. No hace falta que le cuenten que a la hora a la que salió de trabajar, a las tres de la tarde de ese terrible martes, fue su horario y no un protocolo lo que la salvó (y probablemente a toda su familia) de acabar en el techo de su coche huyendo de un tsunami letal de barro, ramas y cascotes.
Ese día su última tarea fue el levantamiento de un cadáver que nada tenía que ver con las lluvias. Quién le iba a decir que tres meses después acabaría desgranando las últimas horas de 229 más. Al menos 25 del pueblo donde trabaja. Mientras escucha las historias de las madres, esposas, maridos y hermanos quizá le suceda como a otros cientos de vecinos del municipio, que sienten una culpa extraña porque les pudo haber pasado de todo y no les acabó rozando el agua. Porque frente a tanta destrucción, a ellos los salvó una rutina, una llamada, una valla, un contenedor, un resfriado, un tren con retraso.
Por eso, esta jueza, protagonista involuntaria del después de la catástrofe, destila una contundencia poco frecuente cuando quien pudo hacer algo para evitarlo demuestra que miente en sede judicial, aunque un investigado tenga derecho a hacerlo. Cuando lee los mensajes de esas horas oscuras y, después de que el número dos de Emergencias de la Generalitat Valenciana, Emilio Argüeso (investigado), avisara por un chat de que los barrancos estaban “a punto de colapsar”, descubre que su jefa y vicepresidenta del Gobierno valenciano, Susana Camarero, le respondió: “Jope, si necesitas algo nos dices”. Uno se puede imaginar a la jueza escribiendo los autos en su despacho, frenando en los adjetivos: “... Algunas respuestas producen estupor”.
Desde que el 31 de enero aterrizara en este modesto juzgado el caso de su vida, se han desmontado las dos principales teorías a las que se aferraban los dos altos cargos del Gobierno valenciano (y del PP nacional): el supuesto apagón informativo en las peores horas de la tragedia, es decir, que no sabían lo que estaba pasando y, por tanto, no pudieron tomar las decisiones pertinentes; y que desde ningún cargo político se dirigió la gestión de la crisis, sino que fue un error de los técnicos.
La principal investigada, la exconsejera de Justicia e Interior, Salomé Pradas, que había asegurado en su declaración que ella no organizó nada ese día y responsabilizó a los técnicos, ha aparecido en unos recientes vídeos (ocultos por la Generalitat hasta ahora) del centro de coordinación de emergencias repartiendo el turno de palabra y dirigiendo la reunión en lo peor de la crisis. Las imágenes se incorporaron a la causa después de que la instructora reclamara recientemente al Ejecutivo de Carlos Mazón, del PP, aportar este material tras descubrir que el Consell había ocultado el vídeo durante 11 meses.
La jueza también ha desactivado la denominada teoría del apagón informativo. La tesis sostenía que si el Consell reaccionó tarde fue porque organismos del Gobierno como la Agencia Estatal de Meteorología (Aemet) no informaron con antelación. Esos mismos vídeos recientes muestran que Pradas conocía que había que vigilar el barranco del Poyo y el río Magro por alerta hidrológica a las 12.32 horas y así lo anotó en un documento. Además, Ruiz Tobarra sostiene que la Generalitat tuvo desde el primer momento recursos propios, como la centralita telefónica de emergencias 112, para conocer en tiempo real la dimensión de la catástrofe.
Si ella, que salió a las tres de la tarde de su despacho, y mantuvo el contacto toda la noche con sus compañeros del juzgado mientras se inundaba el sótano del edificio donde trabaja y el agua llegaba ya hasta los 60 centímetros de altura en la planta baja, tuvo acceso a esa información en tiempo real, cómo los que gobiernan Valencia no iban a tenerlo. Así, ha redactado autos en los que define la actuación de los dos exaltos cargos de “manifiesta pasividad”, “grosera negligencia”, “explicaciones absurdas”. Y apuntala la teoría de que si una alerta del sistema ES Alert que llegó a los móviles cuando había ya decenas de personas muertas o atrapadas (a las 20.11 horas) hubiera llegado antes y avisando de que había que subir a los pisos altos, no habría muerto tanta gente.
Quienes han trabajado con ella la describen como una jueza “metódica, prudente, generosa”. “Una curranta”, sentencia un abogado de oficio que ha llevado durante muchos años casos de su juzgado. Que se la imagina zambullida en las carpetas de este expediente enorme como si fuera no existiera nada más. Un caso con más de 40 abogados, más de 350 declaraciones entre las familias de las víctimas, asociaciones de afectados, de desaparecidos, funcionarios, técnicos, que acumula 14 tomos y centenares de diligencias.

“Es una mujer austera, sencilla, incluso conservadora en sus autos, que no ha manifestado ninguna jurisprudencia progresista que le recordemos”, comenta otra letrada que la ha tratado desde hace más de una década, que añade: “Me ha demostrado una valentía que yo no le conocía”. “Tiene una apariencia como de maestra de primaria: seria, pero de maneras amables”, señala otro. “Pide perdón si llega tarde, algo bastante inusual. Y nunca pega un corte, como es habitual entre muchos otros jueces”. Ninguno de estos defensores consultados por este diario participa en la causa que investiga la dana.
El día que Rosa Álvarez, que perdió a su padre ahogado en el garaje de su casa en Catarroja, fue a declarar con Ruiz Tobarra, se sorprendió de que la jueza agarrara su sillón y lo colocara a un lado del suyo. “Puede parecer una tontería. Pero después de meses de sentirnos ignorados, esos detalles importan”, cuenta. La silla de la máxima autoridad de esa sala era igual que la suya y sus ojos se cargaban cuando esta le contaba la culpa que todavía siente su hija por no haber podido salvar a su abuelo. Ernesto Martínez, que sufre las secuelas de una polio infantil y tiene que ir en una silla con motor, recuerda cómo la magistrada le ofreció agua y, antes de acompañarlo hasta la puerta para despedirse, le dio las gracias por venir. “Yo estuve pensando un rato en que la jueza era la mujer que tecleaba desde el estrado [la secretaria del juzgado]. No sabía que era la señora que se había sentado conmigo”, recuerda. “Me trató con una calidez, una cercanía y una empatía que no olvidaré nunca”.
Podía haber caído el caso de la dana en cualquier otro juzgado, incluso en alguno mucho más lejos. Pero lo hizo en el número 3 de Catarroja, que todavía un año después se sacude el barro, convertido ya en polvo sepia finísimo. En las manos de una jueza desconocida para la mayoría, que no se para con la prensa, que no quiere fotos ni más palabras que las que dictan sus autos. Una mujer que está construyendo los cimientos de una investigación que hace temblar al Gobierno valenciano y estrecha el cerco sobre Carlos Mazón.
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