La cara oculta de la ONG de protección de menores investigada en Canarias: “Aquí, si te contestan mal, les puedes dar una hostia”
Extrabajadores y adolescentes hablan de violencia y cuartos de aislamiento y describen a los cuidadores como matones. Con 150 millones de euros en adjudicaciones desde 2023, el Gobierno de Canarias busca un plan B


Moha no se sorprendió cuando, el pasado jueves, varios agentes con pasamontañas irrumpieron en el centro de acogida de Gran Canaria donde le había tocado vivir. Los perros olfateaban habitaciones, los policías abrían puertas. Al cabo de unas horas, el centro fue clausurado y dos directivos de la ONG detenidos. Muchos de los menores ya sabían, por lo que circulaba en TikTok, que la entidad encargada de atenderlos estaba siendo investigada por presuntos malos tratos, torturas y otros delitos. Pero Moha, de 17 años, no necesitaba leerlo en las noticias: asegura que lo vivió cada día durante un año. Habla de un cuarto de aislamiento en el sótano. De golpes. De cuidadores con formas y físico de matones. Un patrón que, según extrabajadores y chicos, se repite en varios centros.
Sentado en un parque de Las Palmas, rodeado de otros chicos migrantes que no levantan los ojos del móvil, Moha intenta describir lo que vivió durante el año que pasó en el centro de Arinaga, el segundo recurso precintado de Quorum Social 77. Esta ONG, que atiende a casi 2.000 menores migrantes en Canarias, ha recibido más de 150 millones de euros en fondos públicos desde 2023, pero en pocos meses se ha convertido en el epicentro de una investigación que revela las grietas de un sistema de acogida saturado y sin control. “No era un buen lugar. Las cosas se resolvían a puñetazos”, dice Moha, que mide cada palabra entre calada y calada. Al principio no quiere hablar. Luego cambia de idea. “No pongas mi nombre real”, suplica.
El macrocentro, con 143 adolescentes, no debía ser fácil de gestionar. Los propios chicos, a los que tuvieron que reubicar de urgencia en 20 centros repartidos por toda la isla, reconocen que había tensiones, consumo de estupefacientes, autolesiones y peleas. Aseguran que allí ganaba siempre el más fuerte, y nunca eran ellos. “A mí me han pegado muchas veces”, asegura. También lo encerraron, en un castigo que se parece al que se aplica a los presos en celdas de aislamiento. “Un día, un chico intentó robarme la ropa. Nos peleamos. Me castigaron a mí. Me encerraron tres días en la habitación del sótano”, cuenta, mientras imita con las manos una puerta cerrándose con llave. “Solo me sacaban para obligarme a fregar todo el centro”. Moha cuenta haber presenciado otros castigos físicos. Como cuando un educador arrojó a un menor el agua sucia de un cubo de fregona. “Varios chicos nos han contado que recibían palizas porque sí”, cuenta un trabajador de otra ONG que ha asumido la acogida de varios menores del centro de Arinaga.
El centro de Arinaga tenía mala fama entre los chicos acogidos en la isla, pero era aún más temido el Fortaleza I, más conocido como Bandama, por la carretera donde se encuentra. Era el destino de los más conflictivos y fue el primero que el Juzgado de Instrucción número 3 de Las Palmas, especializado en violencia contra la infancia, ordenó clausurar en mayo. “Siempre les amenazaban con llevarlos allí si se portaban mal”, cuenta un educador bajo condición de anonimato. En Bandama, según varios testimonios, también había un cuarto de castigo donde se aislaba y agredía a los menores. De allí salieron las primeras denuncias de dos menores, un parte de lesiones y un vídeo en el que un trabajador insulta a un chico con un “negro de mierda”, algunas de las evidencias, enviadas por la Dirección General de Protección a la Infancia, que impulsaron esta causa, que permanece secreta.

El caso de Quorum 77 –como el de la fundación Siglo XX, investigada por desvío de fondos–, es fruto de un sistema que en pocos años ha alcanzado dimensiones de gigante. El Gobierno de Canarias —antes con el PSOE y ahora con Coalición Canaria— ha ido insuflando poder y dinero a las ONG para la gestión de miles de niños que llegaban en cayuco a las islas a un ritmo desenfrenado. Y Quorum, que trabajaba con menores de las islas desde 2009, se convirtió en un pilar del sistema. Además de acoger a más de un tercio de los 5.500 menores de las islas, recibió más de la mitad del presupuesto de los tres últimos años, según datos oficiales a los que ha tenido acceso EL PAÍS.
La situación de crisis permanente ha permitido que muchos de los contratos se adjudiquen sin licitación, falta personal especializado y los estándares para convertir un espacio en centro de acogida son mínimos: se ha llegado a habilitar un antiguo criadero de palomas como hogar para 300 adolescentes. La fiscalización, además, ha fallado: las informaciones sobre malos tratos en esta y otras ONG circulan hace años entre abogados, periodistas y organizaciones dedicadas a la infancia, pero también entre fiscales y autoridades. “Vamos a intensificar la labor de inspección que ya veníamos haciendo”, aseguró el sábado el presidente Fernando Clavijo, aunque pidió prudencia. “Esto no es que Quorum 77 tenga un modus operandi. Los delitos los cometen las personas, trabajadores o directivos, pero no podemos generalizar”. Mientras tanto, la consejera de Bienestar Social, Candelaria Delgado, busca alternativas ante la posibilidad de que el juez dicte nuevas medidas cautelares o de que la ONG renuncie a los contratos. Mientras, sigue pendiente el traslado de miles de menores a la Península.
La defensa de los trabajadores detenidos, incluida la presidenta Delia García, atribuye el escándalo a denuncias falsas promovidas por extrabajadores con ánimo de venganza. Pero la causa no es tan débil. Lo que sí tiene esta ONG es un pelotón de exempleados frustrados y enfadados, tanto por el trato a los menores como por el que recibieron ellos mismos. Casi todos tienen miedo a hablar. “Tienen poder y contactos. Pueden hacer que no vuelva a trabajar en esto nunca más”, dice uno de los seis extrabajadores con los que ha hablado EL PAÍS. Sus relatos no describen todos los centros ni a todos los trabajadores, pero dibujan un patrón de indiferencia, violencia, descontrol en varios recursos gestionados por la entidad.
Carlos se ha ofrecido hablar desde Fuerteventura con la condición de no ser identificado. Cuenta que conocía la “mala fama” de la ONG, pero que aceptó trabajar para un centro en la isla porque necesitaba el dinero. “Me justifiqué diciéndome que al ser un centro pequeño allí no pasaría”, recuerda. Nada más incorporarse, un educador le advirtió:
– Aquí, si los pibes te contestan mal, les puedes dar una hostia
— Pero es que yo tengo otro modelo de intervención…
— ¿Y qué vas a hacer si te ridiculizan en público? Pues hostia y punto. Y si no, te los llevas al cuarto de al lado de la lavadora y le das todo lo que quieras
El cuarto de al lado de la lavadora. El equivalente al sótano de Arinaga. Al de Bandama. O a la habitación 501 de un hotel al norte de Tenerife donde, hace un año, un grupo de jóvenes gambianos denunció a EL PAÍS que los encerraban como castigo.
“Yo estaba trabado con todo lo que estaba viendo”, recuerda Carlos. “Bajé a ver el cuarto y lo estaban pintando de blanco. Según bajaba, vi sangre en las escaleras. Subí y bajé cinco veces. ‘Esto no es real’, me decía. Pero entendí por qué lo pintaban”. No aguantó. Se marchó. “El relato de que son conflictivos es mentira. Los menores viven en un sistema de maltrato. Lo único que tienen para desinhibirse es el consumo. Eran unos hijos de puta con ellos”.
Pasa la una de la tarde y Yeray llega apresurado a la entrevista en una terraza del parque San Telmo, en Las Palmas. Educador social, trabajó varios años en un centro de Quorum para niños con discapacidad intelectual y problemas de conducta. No eran migrantes. Pide permiso para vapear y arranca. También bajo anonimato. “Lo más grave es la violencia. Es por lo que estoy aquí. He visto abusos como que un educador le partiera un hombro a un menor, o a una chica la paleta. Tratábamos con chicos con autismo cuya única forma de comunicarse era dándose golpes. Pues yo he visto educadores que los cogían en alto, los ponían contra la pared y les daban cabezazos para calmarlos. O una chica que se hacía pis encima, y le ponían la cara ahí, a la fuerza, como a los perros”. Dice que todo esto lo sabía el responsable del proyecto, que “nunca cambió nada” y que, por el contrario, el patrón de contratación se repetía: “Porteros de discoteca, canis, mataos, gente sin formación que nunca han hecho nada con su vida y lo único que saben hacer es dar leña”.
En ese centro también trabajó Roberto Gil, integrador social de 57 años. A él no le importa que se le identifique. Estuvo menos tiempo: dos etapas de seis meses, en 2021 y 2024. “No vi maltrato explícito, pero sí contenciones muy duras. También supe lo del pis y vi comportamientos inapropiados de algunos trabajadores”. Lo que más le frustró fue la gestión del personal. “Contrataban a gente sin cualificación y despedían de forma arbitraria”. Él, como Yeray, fue despedido.

Tania, de 24 años, pasó cinco meses obsesionada con el centro de Quorum donde trabajó. Se volcaba en cambiar las cosas en horario laboral y, al salir, martilleaba a su entorno con su frustración. “Estaban en manos de gente que no tiene ni idea de nada. Y lo peor: que no querían tenerla”. Su centro de urgencia se abrió de un día para otro en unos apartamentos vacacionales. Ella también pide anonimato. “Quise denunciar, pero me dijeron que era un berenjenal, que ya había otros trabajadores y menores que lo habían hecho y no sirvió de nada. Pero llevo años carcomiéndome por no haberlo hecho”.
La joven abre un cuaderno en el que ha escrito todo lo que quiere contar. Comienza con la atención médica. Con su insistencia para llevar al hospital a chicos con dolor. Con la resistencia de la directora. “La respuesta era casi siempre la misma: ‘¿Tú te crees que en Senegal iban al médico? Que aguanten, que esto no es un hotel’”. Asegura que la propia responsable del centro fomentaba “comportamientos bárbaros”.
Los insultos, dice, eran comunes. “La jefa de tarde creía que eran niños de la calle, que eran malos, y que yo era una hippy que les hablaba demasiado bien. Yo los veía llorar y les decía que me contaran y ella me gritaba que perdía el tiempo, que un día me iban a violar”. No presenció agresiones generalizadas, pero sí habla de un trabajador que solía llegar a las manos. “Todo eran empujones y agarres. Él creaba el conflicto. Él escalaba la violencia”.
Tania cierra el cuaderno:
—Yo lo único que quiero es que se entienda el abandono enorme en el que están estos niños.
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