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Francesca Albanese, relatora especial de la ONU: “Gaza será un museo del genocidio”

Su papel en los territorios palestinos ocupados ha cobrado relevancia creciente a raíz de la masacre perpetrada por el ejército de Netanyahu. Incansable en su tarea de denuncia, la abogada italiana no tira la toalla y desoye las críticas y amenazas desde Israel y EE UU

Berna González Harbour

Las olas llegan picadas a la arena de Túnez, donde un viento repentino remueve la espuma y trae rumores de marejada en esta orilla sur del Mediterráneo. El paisaje es similar al que puede haber en playas de Sicilia, Alicante, Santorini o el que podría tener Gaza si no fuera por las bombas: barquichuelas que se entrechocan con calma, casas blancas que asoman al mar, buganvillas esplendorosas en rojo, rosa o color vino y sillas que se oxidan rápidamente en los patios por la acción corrosiva del mar. Pero Francesca Albanese no puede ni visitar ni vivir en Gaza o Cisjordania, las áreas sobre las que trabaja como relatora especial de Naciones Unidas sobre la situación de los derechos humanos en los territorios palestinos ocupados desde 1967. Lo hace desde su casa en este barrio residencial donde vive con su familia con las únicas herramientas a su alcance: el wifi y la pantalla. Con ello está moviendo montañas.

—¿Desde cuándo no puede viajar a Cisjordania o Gaza?

—Nunca he podido pisar el terreno desde que empecé mi mandato, en 2022, porque Israel veta mi entrada, como hizo con mis predecesores. Pero yo nunca acepto un obstáculo como límite. Lo circunvalo, lo convierto en activo. Y cocino con lo que hay en el frigorífico. Quienes me conocen lo saben muy bien.

Francesca Albanese, nacida en Ariano Irpino (Campania italiana) hace 48 años, nos recibe en su casa de La Marsa, Túnez, donde algún balón de fútbol y las aletas de buceo de talla infantil se cuelan y conviven con informes sesudos sobre Oriente Próximo, un atlas de Palestina o biografías de Nelson Mandela. Su estudio es una pequeña habitación anexa en la que Teresa Rasella, su asistente especial, ya está tecleando para preparar sus próximas reuniones. Cada día, después de que sus dos hijos marchen al colegio, Albanese se conecta desde aquí para hacer un sinfín de entrevistas por Zoom. Habla con asesores, con organizaciones, con pasantes que la ayudan desde distintas universidades con las que ha llegado a acuerdos, con gobiernos y con periodistas; organiza focus groups según los temas que investiga; y teje una agenda que se va multiplicando y que la lleva a llenar auditorios y a que la paren por la calle en muchas partes del mundo.

Para bien y para mal.

En general, para aclamarla como si fuera una estrella. A veces, para insultarla en vivo o en las redes, tras haberse convertido en el rostro más visible de la resistencia ante el horror en Gaza, en el clamor por una justicia que hoy parece imposible y en la denuncia más temprana de un genocidio hoy ya reconocido por una comisión de expertos nombrada por la ONU. Ella fue de las primeras en atreverse a romper el tabú, a llamar “genocidio” a lo que sufre la Franja, lo que le ha valido una persecución inclemente y duras sanciones por parte de Estados Unidos.

Nacida a 100 kilómetros de Nápoles, tiene grabados en la memoria dos capítulos extremos que ocurrieron en su primera infancia: el primero fue el terremoto que destruyó su pueblo cuando ella tenía tres años. Fue en 1980. Y el segundo, cuando apenas tenía cinco, la matanza de Sabra y Chatila, la masacre de refugiados en Líbano que las tropas israelíes permitieron a las falanges cristianas. “Fue la primera vez que oí la palabra ‘Palestina’ y tengo un recuerdo muy vívido. En Italia y en mi familia se hablaba mucho de ello, y yo crecí en ese ambiente. Aquello fue horrendo”. Albanese rememora a su padre, abogado ya fallecido, y a su madre, ama de casa, en una Italia que entonces era mucho más abierta al exterior, más concienciada y movilizada por causas que estaban ocurriendo fuera. “Mi hermano mayor tenía en su habitación pósteres de Palestina, eran tiempos de la primera Intifada, y también un compañero que era un refugiado palestino de Jordania. Esa fue mi primera conexión”, relata. Los años de Berlusconi, asegura, trajeron después un ensimismamiento que llevó a los italianos a mirarse al ombligo y a tener ojos solo para sí mismos. Pero ella había respirado otra cultura y, tras estudiar Derecho en la estela de su padre, se fue a la Universidad londinense de SOAS a especializarse en Derechos Humanos. Así empezó a profundizar en el drama que ha forjado su carrera: “Muchos pueblos han sido traicionados y olvidados y los palestinos han sido traicionados, pero no pueden ser olvidados. Ellos aún resisten, no se rinden, y ayudarlos es levantar la voz para que otras causas no sean olvidadas”.

Después siguió enlazando investigaciones universitarias y trabajos para organizaciones de derechos humanos. Y con su marido, economista del Banco Mundial, ha podido compartir destinos como Ginebra, Washington, Indonesia y hoy Túnez. Pero los años que probablemente más la marcaron fueron los tres que ambos vivieron en Jerusalén (2010-2012), hasta que decidió marchar.

“Yo tenía 32 años cuando fui por primera vez, quería trabajar en Palestina, contribuir. Tenía allí una entrevista con la UNRWA [Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados Palestinos] y aquello no me gustó nada. Casi deseaba que no me cogieran porque sabía que no podía ser feliz allí, aunque tampoco iba a ser capaz de decir que no”. En aquel primer viaje tomaron un tour con guías israelíes que, asegura, los adoctrinaban con su punto de vista sobre la ciudad. Así que al tercer día eligieron un guía alternativo, de nombre Abu Hassan, que los llevó a muros muy distintos del de las Lamentaciones: a los que Israel levantaba para cortar el paso a los palestinos, a sitios donde registraban a los niños, donde separaban a las familias o a los agricultores de sus tierras, donde cortaban las calles comerciales antes más transitadas, donde sellaban puertas y los colonos arrojaban orines y basura a los patios árabes desde viviendas más altas que habían conquistado y construido en Hebrón o Belén. “Esa fue mi primera semana en Palestina”.

Pero se quedaron. “Por un lado, desde el punto de vista personal, era una bendición conocer a tanta gente buena. Hice muchos amigos palestinos y relaciones maravillosas con mis colegas. Pero era horrible contemplar ese apartheid, un sistema que aún no sabía nombrar, la humillación constante de los palestinos. ¡Era tan fácil morir!”. Albanese pateó los territorios, hizo contactos, conoció a fondo la situación e iba a empezar un nuevo destino en la propia Franja de Gaza cuando el embarazo de su primera hija la hizo frenar. Siguiente destino: Washington.

Intentó desvincularse de la zona y se comprometió a no tratar con Palestina nunca más: “Estaba tan traumatizada que no quería hacer nada relacionado con la zona cuando me proponían cosas”. Pero empezó la guerra de Gaza de 2014, volvió a engancharse y por primera vez se hizo activista, unida a voces judías movilizadas por la paz. También aceptó una oferta para investigar y escribir y, tras cuatro años de trabajo, firmó junto a Lex Takkenberg un libro que le ha cambiado la vida: Palestinian Refugees in International Law (refugiados palestinos en la ley internacional, Oxford University Press, 2020).

Este libro se convirtió en obra de referencia y en epicentro de debates y webinars que proliferaron durante la pandemia y a las que llegaban a conectarse 700 personas simultáneamente desde Asia, Europa, Oriente Próximo o EE UU. “Uno de ellos fue Michael Lynk, mi predecesor, que me dijo: ‘Creo que serías una gran relatora especial’. ¿Yo?, le dije, incrédula. ¡Si no tengo 70 años, no soy viejo, no soy calvo y no tengo las características habituales!”. Pero en 2022 se convirtió en la primera mujer en un cargo que rinde ante el Consejo de Derechos Humanos de la ONU de forma independiente, sin sueldo ni apenas recursos y que, de inmediato, cobró una notoriedad muy superior a la de sus predecesores.

Massimiliano Cali, marido de Albanese, hace su aparición. Italiano acogedor, de aspecto afable y con la voz “de un megáfono”, en palabras de ella, llena la habitación con energía pletórica y una ropa de andar por casa en la que no falta un “stop, genocidio”. El economista sénior del Banco Mundial en Túnez ha logrado prorrogar un año más su destino en este país —donde llevaban cuatro—, consciente de que no puede volver a Washington. Y asume con deportividad las dificultades que afronta la familia. “Estoy orgulloso de lo que hace Francesca por la justicia y yo puedo cuidar a los niños cuando viaja”, dice.

Pero la vida familiar se ha visto seriamente afectada.

Los primeros informes que firmó Albanese como relatora especial se centraron en el derecho a la libre determinación en un contexto colonial (septiembre de 2022); en el carceral continuum o realidad carcelaria como un todo psicológico y físico dentro y fuera de las prisiones (junio de 2023); y en la situación de los niños (octubre de 2023). En esos dos primeros años, relata ella, la presión se limitaba al acoso en redes, la habitual etiqueta de antisemitismo que el Gobierno de Israel coloca a cuantos le critiquen e informes que la acusaban de violar los códigos de conducta sin suficiente recorrido como para prosperar.

Pero fue a partir de Anatomía de un genocidio, el informe de marzo de 2024, cuando apuntó a la palabra prohibida y cambió el patrón de ataque. Empezaron las amenazas reales contra ella y su familia mediante llamadas y correos en los que, por razones de pudor y seguridad, no quiere profundizar. Los ataques han escalado tanto que el embajador de Israel ante la ONU, Danny Danon, llegó a acusarla en octubre de “bruja malvada” desde su escaño en Naciones Unidas en Nueva York mientras ella se veía obligada a explicar por pantalla su último informe. Estados Unidos le ha prohibido entrar al imponerle sanciones similares a las que afectan a jueces y personal de la Corte Penal Internacional (CPI) que investiga a Israel. Desde julio, su casa y la cuenta corriente de la pareja en Washington han quedado bloqueadas tras ser acusada de ser “amiga de terroristas”, un extraño estatus que nadie ha probado en procedimiento ninguno. Más acusaciones: colaborar con la CPI, vomitar “un antisemitismo descarado”, apoyar el terrorismo y despreciar abiertamente a Estados Unidos, Israel y Occidente.

—¿Cómo le han afectado las sanciones?

—Me han hecho más vulnerable, claro.

—¿Tiene miedo?

—Sí. Claro que sí.

—¿Le tienta dejarlo, tirar la toalla?

—Sí, pero no lo he hecho, no puedo. Ahora mismo estamos ante algo histórico. Antes solía decir que lo hacía para que otros niños pudieran vivir como mis hijos. Ahora digo que es por mis propios hijos. Estamos ante una aceleración histórica que puedo oler en el viento y, si no resistimos ahora, si no usamos y protegemos el sistema legal, no creo que mis hijos puedan disfrutar del mismo nivel de libertad que mi marido y yo.

¿Y acaso ellos lo pueden entender, aceptar, asimilar? Esa es la pregunta que acecha, el gran interrogante que se abre ante el patinete tirado en la entrada, los balones quietos en el jardín, las maletas abiertas en el suelo que muestran la ropa que va o que viene y las noticias que ella y su marido intentan dejar fuera de casa. “Los niños lo viven, lo sienten. Para ellos el término ‘genocidio’ es parte de su normalidad y eso me asusta porque no debería. Y porque mucha gente me para por la calle, soy una figura pública. Ahora cuando voy con ellos intento con el gesto pedir a la gente que me dejen, por favor, por favor, que no me hablen. Por ellos. Los niños no han elegido esto”.

Hace unas semanas, Albanese paseaba por Roma y quiso enseñar a su hijo la plaza y la estatua dedicadas a Giordano Bruno, un filósofo y matemático del siglo XVI que fue quemado vivo por hereje. “Le dije que ese era el hombre al que debía su nombre, que le quemaron vivo y que fue doloroso para él, pero que su figura ha viajado por los siglos de los siglos hasta llegar a él”, relata. “¡Y ahora me encuentro con que multitud de jóvenes se han concentrado allí, en esa plaza, disfrazados de brujas, para condenar que me llamaran bruja!”. Esta acusación, asegura, nos traslada a un territorio de poderes oscuros ajeno al marco de la Ilustración y la racionalidad, en el oscurantismo de una Edad Media en la que te pueden quemar viva y silenciada. Prefiere no ahondar en las acusaciones de “prostituta de Hamás” y cosas peores ante las que, dice, ha desarrollado una piel gruesa. “Y ese grosor no viene de los insultos, sino del genocidio”.

Efectivamente, numerosos jóvenes se concentraron en la plaza Giordano Bruno el 2 de noviembre para denunciar los ataques a Albanese. Ellos y miles de seguidores abarrotan auditorios, la aclaman y la paran por la calle en distintas partes del mundo. A ella le llaman especialmente la atención los jóvenes de 17 y 18 años, en los que ve renacer la conciencia que ella misma vivió a esa edad. “Estamos mucho más desconectados de esa generación que nuestros padres de nosotros, seguramente por el abismo tecnológico que nos separa, y no los entendemos. Yo intento sintonizar y explicarles lo que pasa, pero no quiero que miren la realidad a través de mis ojos, sino que tengan sus propias coordenadas. A esta generación le han quitado las herramientas que yo tuve para orientarme en el espacio público y entender lo que era Palestina, pero buscan las suyas. Y me gano su respeto”.

Es hora de bajar a la playa y lo hacemos por una escalera de cemento que desemboca en la arena. Muy cerca de aquí, en el puerto de Sidi Bou Said, la Flotilla de la Libertad recibió en septiembre un ataque con drones cuando apenas empezaba su navegación rumbo a Gaza. Ella acababa de comer con Ada Colau y otros miembros de la misión y apenas se habían despedido cuando la llamaron para contarle lo ocurrido. Una enorme bandera palestina está pintada en el puerto con esta frase escrita en inglés: “Todos los ojos en Gaza. No dejéis de hablar de Palestina”.

Lo cuenta mientras observa el Mediterráneo, el mar que comparte el Túnez que la acoge con su Italia de origen, con la Albania que le dio el apellido generaciones atrás y con la Gaza a la que no puede viajar. “El Mediterráneo es un lugar de vida y conexión, nos conecta en la belleza y la diversidad, pero se ha convertido en lugar de muerte, de división, de frontera, y yo estoy en contra, no me gustan las fronteras, que son el concepto político menos natural que existe. Si puedo hacer algo para su rehumanización lo haré, como hago por Palestina”.

—Habla de la muerte de personas. ¿También está muriendo la ley internacional? ¿Es Gaza el cementerio de la justicia?

—Es diferente. Gaza nunca ha sido un pilar de la justicia, sino de la injusticia, porque desde 1948 es un gueto. Donde se está muriendo y enterrando la ley es en Washington, en Bruselas, en las capitales de los países occidentales. Están poniendo los recursos para hundir el sistema internacional de justicia y proteger a Israel y sus aliados árabes. Y el verdadero idiota de esta historia es Europa. Europa no ha entendido nada.

Albanese aún mantiene la esperanza en la justicia internacional, que tanto a través de la CPI como de la Corte Internacional de Justicia (CIJ) ha dado pasos importantes para investigar a Israel, pero contempla la esperanza como “una disciplina y un ejercicio activo”. “¿Qué vamos a hacer? ¿Cómo protestar, cómo parar el tránsito de armas o bienes, cómo golpear más y más de forma no violenta y no ortodoxa?”, se pregunta. “El público europeo ha olvidado cómo tomar las calles para proteger los derechos, y antes o después pagarán por ello”.

Hemos vuelto a casa y hacemos un alto en la conversación. Teresa Rasella le consulta detalles de sus próximas reuniones y su marido busca por la casa el paracetamol. “Max, Max, amore, ¿puedes bajar la voz?”, le pide ella, y luego confiesa, divertida: “Cuando salimos, si le pierdo, cierro los ojos y reconozco su voz porque me la trae el viento. ¡Es como un trombón!”. Él, ahora compuesto y arreglado, sale con una maleta mientras ella se prepara para proseguir. Aún hay mucho de que hablar.

—¿Cómo se siente cuando Estados Unidos la acusa de ser amiga de los terroristas?

—He desarrollado bastante nervio ante todo esto porque se comportan como si tuvieran 12 años. Yo no soy amiga de terroristas, que me den una prueba de ello y dimito mañana mismo. Los reto a que prueben si Hamás me ha pagado o yo a ellos, si los he defendido. ¡Nunca, nunca! Pero sí he defendido el derecho de los palestinos a protegerse de la ocupación porque la ocupación es ilegal. Igual que Israel tiene derecho a defenderse si la atacan, ellos también.

Una reflexión pareja hace con la etiqueta de antisemitismo que el Gobierno de Israel desgasta a diario. “Los que la usan son muy poco sofisticados. El antisemitismo es discriminación a los judíos por ser judíos, y eso existe. Pero pedir a Israel que cumpla con la ley internacional no tiene nada que ver con la religión, como pedir a la Iglesia que persiga a curas pedófilos no es anticristiano, sino cuidar los principios y valores. Yo no soy anti-Israel, soy antiapartheid, y mientras Israel se comporte como un Estado de apartheid se encontrará enfrente mi criticismo”. Los palestinos que atacan a Israel, como ocurrió el 7 de octubre de 2023 en un atentado que condena, no lo hacen tras un pensamiento sofisticado basado en la religión, dice, sino porque actúan “contra sus carceleros”.

—¿Cómo ve Gaza dentro de 10 años? ¿Será un resort de Trump, un Estado palestino?

—No. Será un museo del genocidio.

La palabra vuelve una y otra vez a su discurso sin miedo a que se gaste porque antes, asegura, “se va a gastar el tiempo que las palabras”.

Francesca Albanese eligió estudiar Derecho cuando estaba confusa, dice. Acababa de perder a su padre y vio en esa carrera un territorio de confort, una sensación de seguridad que enseguida se le quedó corta porque lo que en realidad quería, dice, era “cambiar cosas sistémicas”. Y esa es hoy su ambición en su segundo mandato como relatora especial, cuando se propone rebañar lo que está a su alcance, en su frigorífico, para seguir cocinando.

—¿Hasta cuándo y cómo aguantará la presión?

—No lo sé y no me lo pregunto. Solo actúo. No les permito entrar en mi espacio, que ya es suficientemente turbulento con el genocidio y el dolor. Lo que digan, me da igual.

Cerca de aquí, las olas siguen golpeando una costa que ha desafiado imperios, que ha visto y sigue viendo muerte y que también ha sabido reconstruirse. A pocos minutos de su casa están las ruinas de Cartago, la tierra mítica de la que partió Aníbal para desafiar a Roma en batallas que acabó ganando Escipión. Los muertos y las guerras se han amontonado en el Mediterráneo a lo largo de la historia y hoy golpean una costa más lejana. Pero, en este momento y en este lugar, bajo el sol poderoso de noviembre, parecen dar un respiro. “Yo no quiero vivir en el imperialismo. Era erróneo entonces. Y es inaceptable en 2025”. Y punto.

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Sobre la firma

Berna González Harbour
Presenta ¿Qué estás leyendo?, el podcast de libros de EL PAÍS. Escribe en Cultura y en Babelia. Es columnista en Opinión y analista de ‘Hoy por Hoy’. Ha sido enviada en zonas en conflicto, corresponsal en Moscú y subdirectora en varias áreas. Premio Dashiell Hammett por 'El sueño de la razón', su último libro es ‘Goya en el país de los garrotazos’.
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