Monjas, crucifijos y éxtasis místico: la cultura se vuelve hacia Dios
Ya sea de forma crítica o curiosa, las obras artísticas se interesan por la religión dejando atrás la subversión y la ironía, y en consonancia con una mayor exposición pública de la fe


El 20 de octubre de 2025 Rosalía presentaba su nuevo disco por las calles de Madrid, causando gran revuelo en la Gran Vía. En la plaza de Callao se proyectaba la portada de Lux, donde la artista aparece vestida con atuendo de monja. Era la gran noticia: Rosalía daba un giro —al menos estético— hacia lo religioso, coincidiendo con un crecimiento de la exposición pública de lo espiritual.
Sucede en una coyuntura que algunos interpretan como un retorno a tiempos preilustrados: crisis de la democracia liberal, contestación del saber científico, reivindicación de la moral tradicional, regreso de la religión católica. No es la única manifestación cultural de ese fenómeno: lo religioso, sea de forma crítica o espiritual, vuelve a tener presencia. Rosalía propone en sus nuevas canciones la salvación por la fe, aunque sin beatería: en la primera pista, Berghain, suena “te follaré hasta que me quieras”.
“El fenómeno no se reduce al auge de la espiritualidad, la expansión de las iglesias pentecostales o la New Age, que ya se manifestaban; hablamos del contraataque del catolicismo tridentino”, explica el antropólogo Manuel Delgado. A su juicio, la escalada global de la ultraderecha está acompañada de una intensificación del catolicismo más conservador.
Sin embargo, no ve en Rosalía —la Rosalía que tuiteaba “FUCK VOX”— una expresión de ese fenómeno: “No veo el eco de lo que fue el nacionalcatolicismo. No hay un contenido ideológico asociable a la ultraderecha: el tema es la salvación por la fe, pero la imaginería es la del catolicismo popular: la Virgen María, el Sagrado Corazón o el rosario”. Para Delgado, Berghain apela quizá a un público internacional que asocia lo latino y lo hispano con la iconografía católica.

La temática religiosa ha sido central en la historia del arte, aunque siempre coexistieron miradas críticas o irreverentes, como las de El Bosco, Caravaggio o Goya. Con la llegada de la modernidad y la “muerte de Dios”, la religión perdió su lugar central en la vida occidental y en sus representaciones. “El siglo XX fue la era del descrédito de lo cristiano, o quizá de su irrelevancia”, dice el historiador del arte Pedro Ortega Ventureira, cofundador de revistas como Mistérica Ars Secreta o Herejía y Belleza. Entonces, explica Ortega, lo sagrado comenzó a manifestarse en otros ámbitos: la pintora surrealista Leonora Carrington lo buscó entre celtas y mayas; la música underground lo usó para subvertirlo, como hicieron antes los simbolistas. Desde Diamanda Galás hasta Marilyn Manson o Lady Gaga, los símbolos cristianos han sido tratados de forma herética o provocadora.
“La anomalía es lo que sucedió en el último siglo: que la iconografía religiosa estuviera fuera de la cultura popular”, dice la escritora Ana Iris Simón, autora de Feria (Círculo de Tiza) y colaboradora de EL PAÍS. “Si se utilizaba, era para subvertirla, a veces de manera lógica: ir contra el poder en España era ir contra la iglesia asociada de manera infame al nacionalcatolicismo”. Como señala Simón, otro proceso sucedía en paralelo: con la conversión de la cultura popular en una cultura de mercado, el capitalismo va haciendo desaparecer lo religioso (un ejemplo patente es la secularización de la Navidad, donde ya no es tan fácil encontrar referencias religiosas).
Pero la iconografía religiosa nunca desapareció del todo de la cultura pop: de Like a Prayer de Madonna al cine de Pedro Almodóvar o las pinturas de Costus. Mención aparte merecería la amplia y compleja relación de los crucifijos (muchas veces invertidos) con los diversos géneros del heavy metal. “Pero ha llegado el siglo XXI y nos encontramos con el fenómeno de Rosalía, que parece traer de nuevo el tema de la religión, y tiene la apariencia que va a ser una reivindicación de lo sagrado. No olvidemos que en Motomami ya había un Diablo”, dice el historiador.

El lanzamiento de Lux coincide con otros productos culturales que dialogan con lo religioso de muy diversas maneras: la película Los domingos, de Alauda Ruiz de Azúa, sobre una joven que decide entrar en un convento; el podcast Las hijas de Felipe, de Ana Garriga y Carmen Urbita, que revisa con humor y rigor la vida de las monjas barrocas; la serie La mesías, de Los Javis, sobre la religiosidad asfixiante; o el éxito grupo cristiano Hakuna, muy popular entre los jóvenes. También el videojuego I Am Jesus Christ permitirá dentro de poco ponerse en la piel de Cristo, y el lanzamiento de El profeta (Ediciones B), de José María Zavala, viene acompañado estos días de la frase promocional: “La gran novela de Jesús de Nazaret”. Incluso C. Tangana volvió a las iglesias y procesiones en los vídeos Demasiadas mujeres o Ateo, rodado en la catedral de Toledo.
“Lo sagrado no ha vuelto porque nunca se fue, solo se despistó nuestra atención. Tampoco es que regrese la religión, sino lo religioso. Y un poco travestido”, dice el artista Ernesto Artillo, que aborda la fe desde una mirada no dogmática. En un mundo en el que todos los consensos, esperanzas y certezas parecen derrumbarse ante un futuro abolido, es necesario asidero emocional, ya venga este de las prácticas de mindfulness, del auge del tarot y de la astrología en las redes sociales, o de, como vemos ahora, de la religión tradicional. No resulta descabellado regresar a seguridades de antaño.
Ya Max Weber acuñó a principios del siglo XX el término “desencantamiento del mundo” para describir esa modernidad, regida rígidamente por el racionalismo, que no deja espacio para lo irracional o lo espiritual. Pero la necesidad de lo trascendente siempre se acaba colando por alguna grieta. En estos tiempos de policrisis y de estilos de vida acelerados y superficiales, el regreso se hace más evidente.

El mundo contemporáneo implica una exposición constante bajo el continuo escrutinio de los demás, el mandato de competir esforzándonos al máximo y el imperativo de acumular consumo y experiencias memorables. Es agotador. “Y ante ese agotamiento colectivo, lo espiritual aparece como una posibilidad de descanso. La juventud que no vislumbra un futuro estable en la tierra levanta la mirada al cielo. Frente al exceso de elección, surge el deseo de obediencia: que alguien te diga qué hacer y poder, por fin, descansar de ti mismo”, señala Artillo.
Ante un mundo lleno de artificialidad el aire recogido del Barroco puede parecer acogedor. “Las generaciones criadas entre pantallas y logos corporativos buscan ahora refugio en lo barroco: en el oro falso de los altares, en las vírgenes de plexiglás, en las procesiones de LED. El gesto divino, sin fe, se convierte en styling. Pero incluso en ese artificio late una búsqueda sincera de trascendencia: el deseo de una liturgia común en un mundo fragmentado”, opina el artista. Como señala Simón, las representaciones de la religión en el pop han pasado de ser irónicas (el nazareno en skate en el vídeo de Malamente, de Rosalía, o el baile subido de tono en la catedral de Toledo, en Ateo, de C. Tangana) a mostrar una curiosidad sincera, “preirónica”.

“No estamos en tiempos de meros creyentes, sino de practicantes. Lo que regresa no es el reclamo de una religión institucional, ni de los dogmas, ni de las creencias rígidas. Lo que se manifiesta es el anhelo de la experiencia de la divinidad, lo que viene siendo el corazón de todas las religiones tradicionales: la mística”, dice Raquel Ferrández, experta en filosofía india y contemporánea y autora de Inmortalidad digital (Herder). Ahí está la mística contenida en Lux de Rosalía, pero también la mística sufí en la película Sirat, de Oliver Laxe, o la mística india en las modalidades menos “deportivas” del yoga. “Es un buen momento para la mística”, insiste Ferrández, que también señala la película Aro berria, de Irati Gorostidi, que narra la historia de unos obreros de los años setenta que cambian la asamblea fabril por un retiro en las montañas para buscar experiencias catárticas.
La religión está sobre la mesa de debate. Desde novelas como Todo empieza en la sangre (Alfaguara), de Aixa de la Cruz, y El loco de Dios en el fin del mundo (Random House), de Javier Cercas; hasta la conversión al catolicismo de influencers musculados como René ZZ o Amadeo Lladós. “Veo un ambiente intergeneracional de acercamiento con la mirada más limpia y desprejuiciada al hecho religioso, a la iconografía e incluso a la institución eclesiástica. A veces se queda en lo identitario, pero muchas otras ahonda más”, apunta Ana Iris Simón.
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