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Tribuna
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Hacia donde nos lleva la mirada

Si solo escuchamos cosas que nos causan miedo, esto también condiciona cómo nos vemos nosotros mismos

Las emociones de una sociedad que se siente polarizada pueden hacernos creer que no hay vuelta que darle, que todo está perdido. Pero si por un momento nos detenemos y preguntamos, qué hacemos para salir adelante, es relativamente obvio que no es posible hacer las cosas sin cooperación, incluso con aquellos que piensan diferente.

Una sociedad con problemas complejos requiere de sus mejores talentos y esfuerzos para solucionarlos. Si no logramos encontrarnos, no sabremos ni la dimensión del problema, ni los factores subyacentes y, mucho menos, cómo solucionarlos. Por eso es que la confianza es una infraestructura crítica que nos puede ayudar a encontrar el camino. Cuando falta, nadie colabora; cuando existe, las cosas funcionan mejor, e incluso, nos atrevemos a equivocarnos y explorar cosas nuevas. Pero hay días en que la esperanza se ve muy lejos y no sabemos cómo llegar. El cansancio mismo de haber probado tantas veces nos hace presa fácil para quienes sólo miden la profundidad de las brechas, en vez de buscar dónde construir los puentes.

La falta de confianza no es solo un déficit democrático, es un paisaje emocional. Cuando la gente siente que no es vista, y que su voz no importa, las relaciones se vuelven frágiles, la política se transforma en un conflicto permanente y las instituciones pierden legitimidad.

No es necesario pensar lo mismo

Construir una «comunidad de desacuerdos» significa aprender a convivir con visiones distintas sin romper los vínculos. Esto puede tomar tiempo. No se trata de borrar ni olvidar, sino de crear los espacios y darse el tiempo para el conflicto, para escucharse sin miedo. Para lograrlo, podemos empezar por pequeños gestos, incluso en lo cotidiano. A todos nos cuesta escuchar sin interrumpir, y nosotros proponemos esperar un momento, escuchar realmente para entender, no para responder inmediatamente. Eso puede ser más útil de lo que parece.

Y para que esa comunidad de desacuerdos pueda sostenerse, hay una habilidad sencilla pero decisiva: aprender a escuchar para comprender lo que hay más allá de lo evidente, porque a veces lo que necesitamos entender está escondido detrás de palabras iniciales, que pueden ser incómodas. Una sociedad que evita escucharse desde sus diferencias, es una sociedad que no aprende de sus errores. Las instituciones que no escuchan, tampoco aprenden. Pueden ser muchas las razones, por ejemplo la falta de voluntad para cambiar de rumbo. Y ahí viene lo difícil, porque las voluntades no se decretan. La voluntad es una emoción que vive muy cerca de la confianza.

Escuchar para entender, no para responder

Escuchar sin interrumpir puede parecer sencillo, pero es un acto de humildad y de respeto. Para algunos, puede ser difícil tomarse el tiempo que es necesario para reparar relaciones. La prisa de lo urgente a veces nos impide llegar más lejos. Cuando un líder dice: «No me digas más, que yo sé lo que necesitas», ¿cómo nos va cuando le decimos eso a alguien cercano? Creo que nos podemos imaginar esa mirada de reproche. Muchas veces las personas que te cuentan alguna situación compleja, saben muy bien que tú no tienes la solución, pero compartir la historia contigo es una forma de buscar reconocimiento a lo que les sucede, sentir, de cierta forma, que no están solos, que lo que sienten y viven, es algo que existe. Escuchar no es debilidad, es una forma de mostrar que te importa. No se trata de tener respuestas para todo, sino de estar y prestar atención, aun en medio del ruido.

Todos podemos aprender a escuchar y a hacer buenas preguntas para entender más allá de las primeras cosas que nos dicen.

Cada situación de crisis es diferente, con sus memorias, sentimientos y urgencias. No siempre el diálogo es la herramienta adecuada y deben estar presentes las condiciones. Para la transformación pacífica de conflictos hay tres herramientas: negociación, mediación y diálogo. Mientras la negociación y la mediación ponen énfasis en los resultados, el diálogo pone más énfasis en el proceso y en la reconstrucción de relaciones.

El diálogo puede ser un proceso de descubrimiento exploratorio, más lento e iterativo, pero que construye confianza para que los adversarios sientan que hay una auténtica voluntad. Aunque suene contraproducente, en situaciones de mucho distanciamiento el diálogo toma tiempo, porque es como afinar un viejo instrumento. Tal vez no se llegue a los grandes acuerdos, pero se encuentran los caminos. Es mucho mejor tener una ruta que andar perdidos en la niebla.

Hay grupos sociales que no se encuentran fácilmente. Cuando no se conocen, es fácil creer que son demasiadas las cosas que nos separan y que no es posible cooperar con quienes piensan diferente. Si tu voz es la única que se escucha, puede ser muy tentador creer en la superioridad de tu propio sector. Así surge una sordera colectiva, que se agrava con prejuicios, miedo y rabia. Pero menos mal, esto no es irreversible.

La soledad de no ser escuchados

En tiempos donde nos sentimos inundados por emociones como el miedo, la rabia o la soledad, no es fácil creer que existen otras realidades. Esas emociones son reales para quien las siente y su mundo se define con ellas. Pero a veces, casi sin darnos cuenta, nos movemos hacia donde no queríamos ir. ¿A quién no le ha pasado que al andar en bicicleta, por mirar hacia un costado, nos hemos salido del camino y nos hemos dado un porrazo?

En psicología, la “heurística de disponibilidad” es un atajo mental que usamos para interpretar en forma rápida lo que creemos que está ocurriendo. Nuestro cerebro tiende a convencernos de que aquello que más vemos, que más escuchamos o que más recordamos con facilidad define el mundo, aunque solo sea un fragmento del panorama. El cerebro confunde lo repetido con lo real.

Si lo que más se escucha en el espacio público son palabras de miedo, imágenes de conflicto o relatos de peligro, podemos terminar pensando que el país está así. La mente toma lo más disponible, lo más repetido, lo más visible, y lo convierte en emociones reales. Si solo escuchamos cosas que nos causan miedo, esto también condiciona cómo nos vemos nosotros mismos. Tal vez no sea fácil levantar la mirada y ver dónde están las otras emociones.

La psicología nos dice que el miedo condiciona el comportamiento humano. Cuando se mantiene de manera sostenida, sin otros impulsos ni nuevas ideas, se puede quedar y moldear nuestras decisiones, nuestra percepción del otro y hasta nuestras expectativas sobre el futuro.

La buena noticia es que lo que aprendimos bajo el miedo no es definitivo. No se le puede decir a alguien que tiene miedo o rabia, que no sienta esas emociones. La soberbia de creer que uno tiene todas las respuestas puede causar más daño. Lo más sencillo y humano, para iniciar la reconstrucción de confianzas, es tal vez decir: no veo todo lo que tú me dices, pero quisiera que me sigas contando. También quiero compartir contigo cómo me siento, qué veo y qué me gustaría construir juntos.

Cambiar situaciones complejas requiere de persistencia. Podemos aprender cosas nuevas, si se crean las condiciones adecuadas, porque no somos robots. Para decirlo en sencillo: cuando te atreves a conocer a tu adversario, tu disposición a la vida puede cambiar.

El diálogo es una forma de crear esos espacios, en nuestro trabajo, en nuestra comunidad y también en nuestro entorno más cercano. No solo para identificar los problemas, sino para proponer ideas y crear espacios donde las personas tal vez se reconozcan como parte del mismo propósito. Por eso es que el diálogo es para valientes, porque hay una posibilidad de que cambies de opinión. Uno de los dilemas de nuestros tiempos es la falta de capacidad para construir un imaginario colectivo, sentir que nuestras vidas tienen un sentido y que nosotros mismos, desde cada lugar, tenemos un espacio en esa comunidad.

La esperanza no es ingenuidad, es imaginar lo imposible. El diálogo es la herramienta de resistencia que necesitamos.

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